Nueve días después, sin que el júbilo esperado lo hubiese recompensado, Liev Davídovich, Natalia y Liova llegaban a «Les Embruns», la villa que Raymond Molinier les había alquilado en las afueras de Saint-Palais, en el Midi francés. La entrada en la casa del ex comisario de la Guerra no había sido precisamente digna: temblaba por la fiebre, creía que los latidos en las sienes le destrozarían el cráneo, y sentía cómo su cintura se quebraba por la mordida de un dolor empeñado en buscar las últimas escalas del suplicio. Por eso, al trasponer el umbral, se había dejado caer en un diván y aceptado de inmediato los calmantes y somníferos que le entregó Natalia Sedova.
Apenas habían zarpado de Estambul, la lumbalgia había hecho crisis, acompañada por el reflujo del paludismo. Durante toda la travesía Liev Davídovich había permanecido en el camarote, y se negó incluso a conversar con los periodistas que lo esperaban en El Pireo, atraídos por los rumores de su inminente regreso a la Unión Soviética, luego de que se reuniera en Francia con el nuevo comisario de Exteriores de Stalin. Cuando avistaron Marsella, donde también le esperaban decenas de periodistas, policías y manifestantes opuestos a su presencia en Francia, su mujer lo había sorprendido con la noticia de que Liova y Molinier habían acudido desde el puerto en un transbordador para evitar un multitudinario encuentro que podía molestar a las autoridades. Ver de nuevo a su hijo tras una tensa separación, y oírle decir que en un par de días Jeanne viajaría desde París para traerle a Sieva, le habían procurado una alegría capaz de mitigar sus dolores. Supo entonces que Molinier lo había preparado todo para que desembarcaran por Cassis, desde donde viajaron en automóviles hasta Saint-Palais. Pero aquel trayecto de casi dos horas por carreteras estrechas había terminado de vencer las resistencias físicas del recién llegado.
Las píldoras comenzaban a hacer su efecto cuando Liev Davídovich escuchó unas voces que lo arrancaban de aquel letargo amable. Le confesaría a Natalia Sedova que al principio creyó que soñaba: en el sueño alguien gritaba ¡Fuego!, ¡fuego!, pero tuvo la suficiente lucidez para calificar de despreciable la pesadilla empeñada en devolverlo a las noches de incendios de Büyük Ada y Kadikóy. Solo al sentir que tiraban de su brazo consiguió abrir los ojos y ver la expresión de terror en el rostro de Liova. Entonces supo que la realidad superaba los desvarios de la fiebre y, apoyándose en su hijo, consiguió salir al jardín, sobre el que flotaba el humo, y tuvo la sensación de llevar el infierno consigo. ¡Mierda!, pensó, y se dejó caer en el césped, donde al fin pudo saber que el fuego (al parecer provocado por la chispa de un tren, caída sobre el pasto reseco) solo había afectado al seto y al quiosco de madera del patio.
Liova y Molinier tenían prisa por hablar con Liev Davídovich, pues en apenas un mes debía celebrarse en París la asamblea fundativa de la IV Internacional comunista planeada por el exiliado. Sin embargo, detenidos por Natalia Sedova, los hombres tuvieron que frenar su impaciencia y darle unos días de paz al enfermo. Tampoco el tan ansiado arribo de Sieva pudo ser celebrado como debía a causa de las fiebres que lo asediaban; aun así, le pidió a Natalia que le dejara conversar con el niño, pues quería ver cómo andaba su ánimo y explicarle por qué su queridaMaya no estaba con ellos.
Cuando la fiebre cedió un poco y, sobre todo, comenzaron a aplacarse los dolores de la lumbalgia, Liev Davídovich desoyó las prohibiciones de su mujer y sostuvo una reunión con Liev Sedov, Raymond Molinier y su correligionario Max Shachtman, que lo había acompañado desde Prínkipo. El exiliado sabía que el tiempo corría en su contra y las cuatro semanas que los separaban de la reunión constitutiva de París los obligaban a ser sumamente eficientes, pues presentía que estaba jugando la carta más importante de su exilio. Su principal preocupación era la capacidad de convocatoria de Liova y Molinier, quienes no solo se encargarían de la organización del encuentro, sino que serían su voz, imposibilitado como estaba de viajar a París por las condiciones del asilo. Sopesando cada juicio de sus colaboradores, el viejo revolucionario escuchó sus opiniones y de inmediato tuvo la certeza del precipicio al que se abocaba la IV Internacional, afectada por sus propias contradicciones y gestada en un tiempo adverso, quizás con demasiada prisa. Mientras Liova ofrecía un panorama tétrico (temor y dudas en Alemania, dispersión y rivalidades en Francia y Bélgica, aventurerismo en Estados Unidos), Molinier confiaba en la autoridad del desterrado para superar las dudas de muchos seguidores y en la posibilidad de aprovechar el auge del fascismo para llamar a la unidad.
Antes de regresar a París, Liova le confesaría a su madre que, por segunda vez en su vida, había sentido compasión por Liev Davídovich y hasta se preguntó si valía la pena que siguieran luchando. Aunque su padre no se daba por vencido, la verdad era que únicamente su orgullo, su optimismo histórico y su responsabilidad le hacían empeñarse en sus ideas: al cabo de treinta años de lucha revolucionaria era evidente que aquel hombre se había quedado solo, viendo cómo a su alrededor el mundo se quebraba bajo el peso de la reacción, los totalitarismos, la mentira y la amenaza de una guerra devastadora.
Precisamente aquel optimismo en el futuro y en las leyes de la historia fue el puntal que sostuvo a Liev Davídovich durante las semanas en que, desde el diván, dedicó hasta quince horas diarias a la redacción de las tesis que se discutirían en París. Su percepción política, alterada por los acontecimientos de los últimos años, le permitía clarificar algunos de sus propósitos al lanzar la convocatoria para fundar una nueva Internacional, hacia la cual esperaba atraer a los dispersos grupos trotskistas y a los descontentos con la política aplicada en Alemania por los estalinistas, y también a algunos sectores radicales, siempre difíciles de disciplinar. Pero su gran contradicción seguía siendo la política que debía asumir la reunión de partidos respecto a la Unión Soviética: la situación allí era diferente y, por el momento, se imponía la cautela, pues la lucha no tenía por qué atacar la esencia del sistema si se conseguía desenmascarar y, llegada la ocasión, destronar la excrecencia burocrática.
La labor, en todo caso, no resultaría fácil. Ya Stalin había ordenado a los «amigos de la URSS» iniciar una campaña destinada a hacerse con el monopolio del antifascismo, al menos en un plano verbal, pues, en lo que se refería a los actos, no parecían demasiado interesados en oponerse al enemigo necesario que al fin había brotado de las cenizas alemanas. La nueva campaña propagaba el mito de que el sistema soviético era la única elección posible contra Hitler y la barbarie. Mientras acusaban a las democracias de simpatizantes e incluso de causantes del fascismo, reducían las opciones éticas y políticas a dos: de un lado el horror, encarnado por el fascismo, y del otro la esperanza y el bien, representados por los comunistas encabezados por Stalin. La trampa estaba tendida y Liev Davídovich comenzó a predecir la caída en el foso de casi toda la fuerza progresista de Occidente.