Durante las cuatro semanas en que trabajó preparando la conferencia, los dolores y la fiebre no lo abandonaron. Varias veces Natalia había intentado apartarlo del trabajo, pero él se negó, prometiendo que, pasada la reunión, se sometería al régimen que ella decidiera. Al borde del colapso terminó la redacción de los documentos y despidió a Van Heijenoort encareciéndole que se olvidara de las órdenes de su mujer y lo mantuviera al día.
La ansiedad pronto cedió lugar al desencanto ante un fiasco previsible. Los partidos y grupos representados en París eran un reflejo de la dispersión que vivían la izquierda europea y norteamericana, desalentadas por los fracasos y atemorizadas por las presiones de Moscú. Más que una corriente, sus seguidores formaban pequeñas capillas, en su mayoría de disidentes de los partidos comunistas, y retrocedieron asustados ante una nueva filiación que les exigía una postura antiestalinista definida y una práctica filosófica esencialmente marxista, guiada por la doctrina de la revolución permanente como principio ideológico. Liev Davídovich pensó que quizás la energía desbocada de Molinier y la inexperiencia de Liova habían incidido en la imposibilidad de lograr acuerdos estratégicos importantes y por ello, al conocer que solo tres de los partidos convocados aceptaban sumarse a una nueva coalición, aconsejó a Liova que, para salvar la honra, desistiera de la fundación de la Internacional y anunciara que el encuentro solo había sido una conferencia preliminar para la futura organización.
Vencido por el cansancio y la decepción, puso su cuerpo en manos de Natalia, que empezó por confinarlo en una habitación sin escritorio, a la cual vedó la entrada a cualquier visita, incluido Liova. Sin embargo, su mente siguió revolviéndose y por varios días meditó en las razones del fracaso de París. Aquel fiasco mostraba cuánto había disminuido su peso político en cinco años de marginación casi total, aunque debía reconocer que lo decisivo era la coyuntura política en la que ahora tenía que actuar, tan distinta a la de 1917: las posiciones revolucionarias estaban en retirada y resultaba utópico esperar una situación capaz de desatar una ola de rebeldía que avanzara por Europa y llegara hasta las puertas de Moscú. A todas luces, el reclamo de las revoluciones permanentes y la imagen de un líder subvertidor tanto del orden moscovita como del capitalista empezaban a resultar anacrónicas.
Unas semanas después, cuando las autoridades francesas levantaron algunas restricciones al acta de asilo (ahora solo le impedían radicarse en París y en el departamento del Sena), Liev Davídovich decidió dejar Saint-Palais y cortar la relación de dependencia con Raymond Molinier. Adecuándose a sus finanzas, optó por establecerse en las afueras de Barbizon, el pequeño pueblo que Millet, Rousseau y otros paisajistas habían hecho célebre. Ubicado en la linde del bosque de Fontainebleau y a menos de dos horas de París, Barbizon le reportaba la ventaja de estar más cerca de sus seguidores, aunque les obligó a utilizar de nuevo el cuerpo de guardaespaldas.
La casa era una construcción de dos plantas, de principios de siglo, que sus dueños bautizaron «Ker Monique», y apenas estaba separada del bosque por un sendero de tierra por el que casi no cabía un auto. Desde que se trasladaron a aquel lugar, siempre perfumado por los olores del bosque, sintió cómo recuperaba su capacidad de trabajo y volvió a escribir y a recibir a sus seguidores, con los que hacía un proselitismo político casi individualizado. De aquel modo trataba de evitar que se generasen nuevas disensiones, como la que se acababa de producir en España, donde el grupo impulsado por su viejo amigo Andreu Nin había decidido fundar un partido independiente de cualquier Internacional, o la que en Francia protagonizaron luchadores como Simone Weil y Pierre Naville. Lo más lamentable fue descubrir cuánto habían perjudicado a la proyectada Internacional las ambiciones políticas de Molinier, capaces de sembrar el caos entre la oposición francesa al punto de que, escribió, se necesitarían años de trabajo para cohesionar al escaso centenar de militantes que aún lo seguían.
Con Natalia dedicó muchas tardes de aquel invierno a caminar por la domesticada foresta de robles y castaños que fuera coto de caza de los monarcas de Francia, e incluso lo atravesaron para visitar el palacio real. Algunas noches, dispuestos a regalarse un lujo, iban a comer carne de venado al cercano Auberge du Grand Veneur, pero él casi siempre consagraba aquellas horas a ponerse al día en las novedades de la literatura francesa y, con placer, leyó un par de novelas de Georges Simenon, aquel joven belga que lo había entrevistado en Prínkipo, descubrió al avasallador Céline deVoyage au bout de la nuit, capaz de estremecer el vocabulario de la literatura francesa, y disfrutó al Malraux épico de La condition humaine, la novela que el escritor le regaló durante su visita a Saint-Palais.
Sin embargo, el libro que verdaderamente lo removió en aquella temporada le había llegado desde Moscú y le sirvió para volver a revelarle por qué Maiakovski había optado por dispararse en el corazón y a la vez para constatar hasta qué extremos un sistema totalitario puede pervertir el talento de un artista.Belomorsko-Baltíyskiy Kanal ímeni Stálina (El canal bautizado en honor de Stalin) había sido coordinado y prologado por Máximo Gorki y reunía textos de treinta y cinco escritores empeñados en justificar lo injustificable. Desde el verano, cuando se inauguró el canal que unía el mar Blanco con el mar Báltico, los «amigos de la URSS» y la prensa comunista europea habían comenzado a cantar loas a la gran obra de la ingeniería socialista y a calificar de enemigos de la clase obrera a quienes sólo se preguntaran por la utilidad de la empresa. Pero la recopilación de textos de Gorki desbordaba los límites de la abyección. Ya en su vomitivo libro anterior el novelista se dedicaba a exaltar el empeño humanista emprendido en el lager de Solovski, donde, según proclamaban en Moscú y alegremente repetía Gorki, el sistema penal soviético luchaba a treinta grados bajo cero por transformar a lumpens y enemigos de la revolución en hombres socialmente útiles. Y ahora Kanal ímeni Stálina se proponía santificar el horror, documentando la prodigiosa transformación de los prisioneros obligados a trabajar en el canal en resplandecientes modelos del Hombre Nuevo Soviético. La inmoralidad del libro era tal que logró sorprender a Liev Davídovich cuando ya se creía inmune a ese tipo de sobresaltos. Si los gacetilleros franceses podían salvar su alma diciendo desconocer la verdad sobre lo ocurrido en la construcción de ese canal y arguyendo que apenas repitieron lo que les dictaban desde Moscú, aquellos escritores soviéticos no podían dejar de conocer el horror en que habían vivido los doscientos mil prisioneros (campesinos inconformes, burócratas degradados, opositores políticos, religiosos, alcohólicos y hasta algunos escritores) obligados por años a construir las esclusas, presas y diques de un canal que incluía veinticinco millas de recorrido cortadas sobre roca viva, solo para que Stalin demostrase la supremacía de la ingeniería socialista que, por cierto, él también dirigía. Las cifras de los muertos durante la ejecución de la obra nunca podrían ser calculadas, pero cualquier soviético sabía que más de veinticinco mil prisioneros habían perecido en accidentes o devorados por el frío y el agotamiento. Todos sabían, además, que el suministrador de mano de obra para el canal había sido el comisario del pueblo para Asuntos Internos, el maniático Guénrij Yagoda, y que por ese empeño Stalin le había conferido la Orden Lenin en el acto de inauguración de la obra.
Liev Davídovich se sintió conmovido hasta el asco, lamentando la degradación moral de un hombre como Máximo Gorki, el mismo Gorki que prefiriera irse al exilio en 1921, todavía muy convencido de que «Todo lo que dije sobre el salvajismo de los bolcheviques, sobre su falta de cultura, sobre su crueldad rayana en el sadismo, sobre su ignorancia de la psicología del pueblo ruso, sobre el hecho de que realizan un experimento asqueroso con el pueblo y destruyen a la clase trabajadora, todo eso y mucho más que dije sobre el bolchevismo, guarda toda su fuerza»… ¿Qué argumentos había utilizado Stalin para lograr que un hombre con esas ideas regresara desde su cómodo exilio italiano? ¿Cuáles para someterlo a la humillación de firmar esos libros y convertirse en cómplice de unos espantosos crímenes contra la humanidad, la dignidad y la inteligencia?