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Con 1934 llegó a Barbizon un rayo de esperanza que tendría en vilo a Liev Davídovich durante semanas. Por los escasos canales de información que conservaba, recibió desde Moscú la nueva de que los rivales políticos de Stalin se habían confabulado, dispuestos a utilizar el XVII Congreso del partido bolchevique para dar la batalla decisiva por su supervivencia. Muchos de los militantes que, sin mencionar el nombre de Trotski, seguían apoyándolo y considerando su regreso como una necesidad, sumados a los que alguna vez se habían opuesto a Stalin, y a los que durante años habían sido sus colaboradores y luego fueron defenestrados por el líder, pensaban utilizar el congreso para expulsar del poder al georgiano mediante una votación en la cual apostaron sus futuros políticos. Al frente del grupo (heterogéneo, unido solo por su odio o temor a Stalin) había viejos bolcheviques de diversas tendencias, entre ellos los más antiguos camaradas de Lenin -Zinóviev, Kámenev, Piatakov, el impredecible Bujarin-, y oposicionistas trotskistas readmitidos luego de capitular. El rumor aseguraba que habían depositado su fe en que saldría elegido en la votación Serguéi Kírov, el joven secretario del Partido en Leningrado, un hombre cuya historia no estaba manchada con las luchas intestinas de la década de 1920. Los informes aseguraban que Kírov, aun cuando se había negado a llegar a ningún acuerdo con los opositores y se decía fiel al Secretario General, había criticado los excesos colectivizadores, industrializadores y represores de Stalin y, como comunista, estaba dispuesto a aceptar la voluntad del congreso.

Con la experiencia de su defenestración a cuestas, Liev Davídovich no podía dejar de imaginar las artimañas con que Stalin desarticularía la rebelión en ciernes, de la que no podía dejar de estar al tanto. Su habilidad para dividir, utilizar a las personas, chantajear a los más débiles, atemorizar con posibles venganzas a sus secuaces más comprometidos y a los conversos, sin duda resplandecería esos días. Por eso, cuando en la sesión de apertura del congreso, iniciado el 26 de febrero, se escucharon las primeras loas al Plan Quinquenal, se proclamaron los ambiciosos planes económicos para el futuro y se decidió llamar «Congreso de los Vencedores» al cónclave, él había apostado a que los rivales del Secretario General tenían perdido el combate.

La derrota fue confirmada por las reseñas del discurso de Bujarin, quien centró su arenga en la condena a la postura política que él mismo había encabezado, para luego reconocer que «el camarada Stalin tiene la razón cuando, al aplicar brillantemente la dialéctica marxista-leninista, destruyó toda una serie de proposiciones teóricas de esa derecha torcida, de las cuales yo, por encima de todo, cargo con mi parte de responsabilidad». Ante aquella tácita aceptación del fracaso, Liev Davídovich no pudo dejar de admirarse por la valentía con que unos pocos militantes todavía se atrevieron a proponer lo oportuno de que Stalin fuera relevado de su cargo y la necesidad de ventilar el ambiente político del país. La votación contra Stalin, a la que se sumaron muchos delegados, finalmente no pudo imponerse a la mayoría atemorizada por el fantasma del cambio, la pérdida de privilegios y las posibles revanchas… Como Piatakov a él, ahora Liev Davídovich podía profetizarle al propio Piata-kov, a Zinóviev, Kámenev, Bujarin y hasta a Kírov, que Stalin los haría pagar con sangre la osadía y el reto que le habían lanzado.

La temporada apacible de Barbizon llegó a su fin con la primavera. La extraña detención de Rudolf Klement (había violado los límites de velocidad en su pequeña moto) por una policía que, nunca informada por la Süreté, solo ahora «descubría» la presencia de Trotski en la localidad, fue capaz de generar una virulenta campaña contra el gobierno, liderada por comunistas y fascistas, que consiguieron incluso hacer efectiva una orden de deportación en su contra.

Temeroso de las represalias anunciadas por los estalinistas y loscagoulards fascistas, Liev Davídovich y Natalia salieron de Barbizon por la noche y, para dificultar su identificación, Liev Davídovich se rasuró el bigote y la barba, cambió sus gafas de montura redonda y se escabulleron hacia París, donde discutirían con Liova qué hacer.

El hoyo escogido para desaparecer en vida fue Chamonix, el pueblo alpino, cerca de las fronteras suiza e italiana, de donde partían las expediciones de escaladores hacia el Mont Blanc. Pocas semanas después, misteriosamente descubiertos por un periodista, los Trotski fueron obligados por el prefecto de la región a ponerse de nuevo en camino. Buscando un lugar perdido en el mapa, Liev Davídovich puso proa hacia Domeñe, un caserío en las inmediaciones de Grenoble, donde incluso decidió prescindir de guardaespaldas y secretarios. Allí sería nadie.

Hasta el final de su vida Liev Davídovich recordaría que, la mañana del 2 de diciembre de 1934, había salido al patio de la casa de Domeñe, donde Natalia tendía la ropa de cama recién lavada. La mujer, el olor del jabón y el perfume de la mañana dibujaban un ambiente de paz que le había parecido definitivamente irreal ante el peso de la noticia recién escuchada en la radio: Serguéi Kirov había sido asesinado en su despacho del palacio Smolny de Leningrado. En la mente del desterrado se sucedían las escenas de la conmoción que sin duda reinaba en la Unión Soviética y las suposiciones de lo que ocurriría a partir de aquel instante que, bien lo sabía, marcaba un punto sin retorno.

Los reportes escuchados hablaban de detenciones masivas y de investigaciones preliminares que señalaban como autor intelectual del asesinato a la oposición trotskista (en la que, decían, había militado el tal Leonid Nikoláiev, el ejecutor), en un complot contra el gobierno en el que participaba hasta el cónsul letón en la ciudad, según ellos «agente» de Trotski. Por eso, cuando le contó a Natalia lo ocurrido, la mujer le formuló la pregunta que perseguiría al hombre hasta el fin de sus días: «¿Y Seriozha?».

Una semana entera de angustias terminó cuando llegó la carta de Seriozha, traída por Liova desde París. A diferencia de sus misivas anteriores, apacibles y personales, siempre dirigidas a su madre, ésta venía cargada con un grito de alarma. La situación en Moscú se había vuelto caótica, las detenciones no cesaban, todo el mundo vivía con miedo a ser interrogado, y el científico apolítico consideraba su situación «más grave de lo que podría pensarse». Al terminar de leer, Natalia soltó un sollozo. ¿Qué ocurriría con su muchacho? ¿A qué se debía la gravedad de su situación? ¿Sólo a lo que podía esperarle por ser un Trotski? La ansiedad por obtener nuevas noticias de Serguéi se multiplicó desde entonces y dejó en suspenso la vida de sus padres, a la espera de cualquier confirmación de su destino.

El rumbo que tomarían los acontecimientos comenzó a clarificarse con la noticia de que el mismo día 2 de diciembre la GPU había fusilado a unas cien personas, todas detenidas antes del asesinato de Kírov, mientras numerosos miembros del Partido habían sido encarcelados. Mucha más luz arrojó, sin embargo, la serie de artículos que Bujarin escribió para elIzvestia, donde hablaba de la ilegalidad de cualquier clase de disidencia dentro del país, al tiempo que repetía la consigna de Stalin de que la oposición solo conduce a la contrarrevolución, y ejemplificaba aquella degradación con los casos de Zinóviev y Kámenev, calificándolos de «fascistas degenerados». Por eso, cuando el 23 de diciembre escuchó que Zinóviev y Kámenev habían sido arrestados acusados de cómplices «morales» del atentado, ya no tuvo dudas de que se había desatado un vendaval de una potencia demoledora. Dos veces Stalin había defenestrado a aquellos viejos bolcheviques, compañeros de Lenin; dos veces los había readmitido en el Partido, devorando en cada ocasión pedazos de su estatura humana y política, hasta convertirlos en sombras balbucientes sin más peso que el recuerdo de su nombre. Ahora, sin embargo, parecía haber llegado el momento de la verdad para dos fantasmas del pasado a quienes aplastaría con saña, pues precisamente a ellos debía Stalin su ascenso al poder: si a la muerte de Lenin ellos no se hubieran aliado con el (así lo creyeron) limitado y torpe Stalin, empeñados todos en cerrarle el acceso al poder a Liev Davídovich, la historia soviética tal vez hubiera sido diferente.