Liev Davídovich recordó la mirada turbia de Zinóviev y la escurridiza de Kámenev (jamás entendió cómo su pequeña hermana Olga había podido casarse con él) cuando lo acusaron de querer hacerse con el poder. Jubilosos por el éxito que esperaban obtener, asumieron el li-derazgo visible de la ofensiva contra Liev Davídovich y sus ideas, tildándolo de ser un hombre ansioso de protagonismo, capaz de lanzarse a propalar la revolución por media Europa mientras ponía en riesgo el sagrado destino de la Unión Soviética. Aquel dúo trágico nunca lamentaría bastante la hora infausta en que aceptaron la mano viscosa del montañés que, en la otra, llevaba oculto el puñal.
El silencio de Seriozha acompañó a los Trotski en el tránsito hacia un año 1935 que llegaba con los peores augurios. En la tarde del 31 de diciembre, a pesar del frío que descendía de las montañas, el matrimonio salió a dar un paseo por los campos cercanos, con la intención de separarse del aparato de radio que desde Moscú transmitía marchas patrióticas, versiones de discursos triunfalistas del Líder y noticias como la de que el asesino Nikoláiev, su esposa, su suegra y otros trece miembros del Partido habían sido ejecutados, luego de que hubieran admitido su cercanía con la oposición trotskista y la participación directa o indirecta en la muerte de Kírov. En un momento de la caminata, Natalia le pidió detenerse y se sentó sobre las hojas, sorprendida por la fatiga. El la observó y comprobó cómo los sufrimientos la hacían envejecer con una prisa traidora. Sin embargo, ella nunca se quejaba de su suerte y, cuando oía a su marido lamentarse, lo empujaba para que reanudase el camino. Liev Davídovich le preguntó si se sentía mal y ella le respondió que era un poco de cansancio, y regresó al mutismo, como si se hubiera impuesto un voto de silencio que le impidiera hablar de sus angustias: desesperarse por la falta de noticias de Seriozha era de algún modo admitir que también aquel hijo podía haber sido devorado por la arrolladura violencia desatada por una revolución cuyo primer principio fue la paz.
La ansiedad se fue embotando con los días, pero durante semanas Liev Davídovich vagó como un fantasma por la casa de Domeñe. Su aturdimiento apenas se alteró cuando desde Moscú llegó la noticia de que Zinóviev, Kámenev y los otros «responsables morales» de la muerte de Kírov recibían condenas de entre diez y cinco años de cárcel. Casi de inmediato se enteraron de que Vólkov y Nevelson, los esposos de las difuntas Zina y Nina, deportados desde 1928, también recibían nuevas condenas y que su ex mujer, Alexandra Sokolóvskaya, a pesar de su edad, sería expulsada de Leningrado hacia la colonia de To-bolsk, al igual que Olga Kameneva, la esposa de Kámenev. Todas aquellas sanciones tenían un lado positivo al que se aferraron los Trotski: si los oposicionistas reconocidos y los otros miembros de la familia solo eran encarcelados y deportados, Serguéi debía de estar vivo, aun cuando hubiera sido detenido. Pero ¿por qué no escribía?, ¿por qué nadie lo mencionaba?
Imponiéndose al escepticismo de su marido, Natalia redactó una carta abierta, dirigida a la opinión internacional, donde afirmaba su convicción de que Seriozha, científico del Instituto Tecnológico de Moscú, no tenía filiación política, y pedía que se investigasen sus actividades y se revelase su destino. Reclamaba su intercesión a personalidades como Romain Rolland, André Gide, Bernard Shaw y a varios líderes obreros, pues estimaba que la burocracia soviética no podía alzar su impunidad por encima de la opinión pública, la intelectualidad de izquierda y la clase obrera mundial.
Mientras, las voces que se alzaban en su contra se habían vuelto tan agresivas que cada día Liev Davídovich podía esperar ser víctima de un acto violento, irracional o premeditado. Por ello, tras hacer venir a sus guardaespaldas desde París, volvió a cifrar sus esperanzas de asilo en la esquiva Noruega, donde el Partido Laborista acababa de triunfar en las elecciones generales. En su requerimiento argumentaba problemas de salud pero, sobre todo, de seguridad personal y, como antes había hecho con Francia, reiteraba el compromiso de no participar en la política del país.
Cuando sintió que el cerco de las presiones estalinistas y fascistas estaba a punto de atraparle (se hablaba de enviarlo a alguna colonia, quizás la Guyana), la puerta del fondo volvió a abrirse con la llegada de la visa noruega. A diferencia de lo que le ocurrió dos años antes, cuando dejó Büyük Ada, ningún rezago de nostalgia lo acompañó en la apresurada partida de Domeñe, donde había vivido por casi un año sin haber ganado un recuerdo feliz.
Acompañados por Liova, viajaron a París, donde aún tuvieron que luchar para que les entregaran una visa que no llegaba, mientras los franceses le exigían que abandonara el país en cuarenta y ocho horas, pues había violado la restricción de viajar a la capital. Ya en el momento de partir, Liev Davídovich entregó a Liova una carta para que la publicase en elBoletín. En ella acusaba a los políticos de la Francia democrática no solo de haber jugado sucio con él, sino de estar haciéndolo con el destino de la república, prestándose a componendas con Moscú mientras el fascismo se extendía por el país. «Salgo de Francia con un profundo amor por su pueblo y con una fe inextinguible en el futuro de la clase obrera. Tarde o temprano ella me brindará la hospitalidad que la burguesía me niega», decía al final de la carta, desplegando su optimismo de siempre. Pero, mientras atravesaban París, se sintió hastiado: pensó si no sería una ilusión el posible regreso a una Francia proletaria. Sin duda lo es: el socialismo ha cavado su propia tumba y presiento que allí se va a podrir por mucho tiempo, escribió.
La cálida disposición con que el periodista noruego Konrad Knudsen lo había acogido en su casa resultó como un premio de consolación tras los meses de soledad, tensión y confinamiento vividos en Francia. El silencio y la paz que había encontrado en el pueblito de Vexhall eran tan compactos que se podían apartar con las manos, como una cortina de terciopelo. En verano los atardeceres solían deslizarse perezosos, como si el día no quisiera marcharse, mientras los amaneceres parecían nacer de entre las ramas de los árboles, ya hechos, preparados para una larga andadura. Desde que llegara a Vexhall había adquirido la costumbre de deleitarse viendo aquellas alboradas mientras bebía su café en el patio de los Knudsen y respiraba los aromas del bosque.
Cuando lo recibieron en Noruega, Liev Davídovich había abrigado la fantasía de que tal vez allí pudiera escapar de las tensiones que lo habían perseguido a lo largo de casi siete años de deportación y exilio. Recién llegado al país, se había visto sometido a los insultos que, con igual énfasis y muy similares palabras, lanzaron sobre él la prensa comunista y la fascista, tratando de convertirlo en un problema político para el gobierno de Oslo. Pero sus huéspedes laboristas habían abortado la campaña con declaraciones cortantes, afirmando que el derecho de asilo no podía ser letra muerta en una nación democrática y que el pueblo noruego, y en particular sus obreros, se sentían honrados por su presencia en el país y nunca podrían admitir cualquier presión de Moscú contra la hospitalidad brindada a un revolucionario cuyo nombre estaba ligado al de Lenin. Además, para rebajar la tensión, varios ministros le habían ofrecido la seguridad de que podía considerar los seis meses de visado como una formalidad. Las exigencias seguían siendo que no participase en los asuntos internos y estableciese su residencia fuera de Oslo. Por ello, ante la dificultad transitoria de hallar el sitio adecuado, ellos mismos habían pedido al político y periodista socialdemócrata Konrad Knudsen que lo hospedara en Vexhall, un caserío cercano a Honefoss, a cincuenta kilómetros de la capital.