Liev Davídovich siempre recordaría sus primeros días en Vexhall como extraños y confusos. Alojados en una amplia habitación, donde habían ubicado un espléndido escritorio de caoba, Natalia y él debieron asumir los ritmos de una casa habitada por una familia numerosa que en la temporada veraniega disfrutaba de libertad para violar horarios y de la capacidad de crecer o disminuir sin previo aviso. La ausencia de guardaespaldas, innecesarios a juicio de Knudsen y los laboristas, lo hacían mirar con aprehensión la reja abierta del jardín y pensar que la confianza de los noruegos jugaba con límites que Stalin y los matones de su policía secreta solían desconocer. Pero la más importante de las adecuaciones a la vida en Vexhall había sido el establecimiento, entre Knudsen y su huésped, de lo que bautizaron como «pacto de no agresión», mediante el cual se permitían hablar de la política, pero siempre sin cuestionar sus respectivas posiciones de comunista y de socialdemócrata.
Si al exiliado le quedaban restos de dudas respecto a la hospitalidad noruega, éstos desaparecieron cuando el ministro de Justicia, Trygve Lie, había ido a visitarle, de la mano del mismísimo Martin Tranmael, líder y fundador del Partido Laborista. La charla, informal en un inicio, había derivado hacia una entrevista que Lie publicaría en elArbeiderbladet, el principal periódico laborista, y en la que entrevis-tador y entrevistado se dieron la mano por encima de diferencias políticas.
Unas semanas más tarde, aunque la mente de Liev Davídovich sintió el descenso de la tensión, su cuerpo había respondido con un malestar ubicuo que lo acompañaría durante meses. No obstante, cada día se encerraba en su habitación, decidido a imponerse a las cefaleas y los dolores en las articulaciones, para reanudar la biografía de Lenin que, con entusiasmo decreciente, le reclamaba su editor norteamericano, solitario en la exigencia luego de la retirada del editor alemán y el desinterés por su obra de los franceses. Pero una noticia llegada de Moscú, a principios de aquel agosto de 1935, lo llevó a dudar de si sus esfuerzos debían centrarse en la biografía del líder o si el cinismo imperante en la Unión Soviética le exigía una reflexión sobre el horror del presente y la necesidad de revertirlo. La edición delPravda que había logrado alarmarlo recogía la crónica de otra de aquellas fiestas en el Kremlin en las que Stalin, después de repartir condecoraciones a manos llenas, había lanzado un infaltable discurso. Esta vez su intervención se redujo a un simple grito de victoria: «¡La vida ha mejorado, camaradas, la vida es más alegre! ¡Brindemos por la vida y el socialismo!». La experiencia que le había permitido aprender a evaluar los movimientos de aquel hombre le advirtió que aquélla no podía ser una frase casual, sino el rugido de un león dispuesto a una devastadora cacería.
Durante meses Liev Davídovich había ido evaluando cada acto, colocando cada dato en su lugar, tratando de entender los fines de la política de distensión generada por el Kremlin tras el juicio celebrado a principios de 1935 contra Zinóviev, Kámenev y compañía, con el que M habían cerrado las pesquisas sobre el asesinato de Kírov. Desde entonces las detenciones habían disminuido y una ola de optimismo oficial, constantemente reforzado por la propaganda, había comenzado a recorrer el país mientras en Moscú se agasajaba a trabajadores destacados y a representantes de las diversas repúblicas, se ofrecían ágapes a científicos, deportistas y funcionarios destacados, se reconocía a dirigentes del partido de todos los niveles. Luego de la hambruna y la represión de los últimos años, Stalin trataba de crear un clima de seguridad y difundir la idea de que los tiempos difíciles eran cosa del pasado, pues ya vivían los de la prosperidad socialista. Pero una vez construido aquel espejismo, Liev Davídovich sabía que llegaría el momento de dar el nuevo golpe que sacudiría al país y consolidaría un sistema en el que Stalin pudiese imperar, por fin, sin asomo de rivalidades.
Salvo la noticia de que Seriozha estaba vivo, recluido en un apartamento de Moscú, nada bueno sucedería durante las semanas finales de noviembre y las primeras de diciembre, cuando su organismo se declaró agotado, al punto de que temió que el fin se acercara de aquella manera vulgar: ¡muerto de agotamiento, qué horror!, escribiría… Sin embargo, tal vez la misma conciencia de que podía morir dejando pendientes tantos proyectos había obrado el milagro de sacarlo de la cama, casi de un día para otro, con sus fuerzas prácticamente restituidas. A pesar de sentir los músculos entumecidos, lo abrazó una arrolladora sensación de renacimiento y por eso se había atrevido a aceptar la invitación de Knudsen a participar en una excursión a los campos del norte de Honefoss, ideales para el esquí en aquella temporada. En su memoria iba a quedar como el suceso más notable de la expedición el día en que, sobre los esquíes, se había hundido en la nieve hasta los muslos y requirió una operación de rescate dirigida por Knudsen y llevada a cabo por Jean van Heijenoort y su nuevo ayudante, el recién llegado Erwin Wolf.
Poco después, en las primeras semanas de 1936, Liev Davídovich recibió una carta capaz de revelarle, mejor que toda la literatura del psicoanálisis, la noción más dramática y exacta de lo que podía ser el miedo y los imprevisibles mecanismos humanos que puede movilizar. Se la había escrito su viejo contendiente Fiódor Dan, exiliado en París desde poco después del triunfo bolchevique. Conocía a Dan desde que, en 1903, había sido uno de los socialdemócratas revolucionarios que, en el Congreso de Bruselas, votó contra Lenin y, con el resto de los in-conformes, dio origen al menchevismo dentro del partido. Aunque Dan había sido uno de los mencheviques que más trabajó por aproximar a las facciones envueltas en la lucha revolucionaria, su fidelidad hacia su grupo lo había colocado en 1917 en una corriente contraria a la revolución proletaria, pues defendía el establecimiento de un sistema parlamentario en Rusia, a lo cual Liev Davídovich se había opuesto durante los meses previos al golpe de Octubre. Definitivamente concretada la victoria bolchevique, Dan trató de pactar un acercamiento y más tarde tuvo la decencia de reconocer la derrota y retirarse en silencio.
Después de saludarlo y desearle buena salud, Dan le explicaba que se había atrevido a escribirle, tras tantos años de lejanía física y política, porque un amigo común, el doctor Le Savoureux, le había insistido para que le contara algo que, en muchos sentidos, tenía que ver con el pasado y el predecible futuro de Liev Davídovich.
Dan le explicaba que Bujarin, a pesar de la marginación a la que lo había ido reduciendo Stalin después de varias castraciones, había sido enviado a Europa con la misión de comprar unos importantes documentos de Marx y Engels que Stalin deseaba depositar en los fondos del antiguo Instituto Marx-Engels-Lenin, recientemente crecido con la inclusión de su propio nombre. Bujarin, con abundante dinero para la compra de los archivos y para su sostenimiento, había estado en Viena, Copenhague, Amsterdam y Berlín, antes de llegar a París, adonde los socialdemócratas alemanes que poseían los documentos habían llevado el grueso de los archivos luego del ascenso de Hitler al poder. Bujarin debía negociar en París con un antiguo conocido de los viejos luchadores rusos, el menchevique Boris Nikoláievski, también amigo del doctor Le Savoureux. Durante las conversaciones, Bujarin siempre se había mostrado reservado, nervioso, indeciso, como un hombre sometido a una gran tensión, y aunque Nikoláievski lo aguijoneaba, fue imposible arrancarle un juicio sobre lo que ocurría en la URSS, sobre el asesinato de Kírov o sobre el encarcelamiento de Zinóviev y Kámenev, a los que el propio Bujarin había colocado en la picota con su acusación pública de que eran unos fascistas. «Al principio nos parecía un hombre con un gran recelo», aseguraba Dan, que, en dos o tres ocasiones, acompañado por su esposa, había llegado a verlo y a charlar con él sobre los únicos temas que Bujarin se permitía: los quesos franceses y la literatura gala, su amistad con Lenin y los documentos que debía comprar. Solo en una ocasión Dan consiguió que comentara la política de Stalin y, quizás en un momento de sinceridad, Bujarin había confesado el enorme dolor que le producía el modo en que el Secretario General estaba demoliendo el espíritu de la revolución. A cualquier conocedor de la política soviética, decía Dan, le habría resultado cuando menos curioso que Stalin hubiera elegido a Bujarin para aquella operación, más comercial que filosófica o histórica, pues el rumbo de las limpiezas políticas en el país advertía que tarde o temprano el histérico Bujarin, que en un momento osó desafiar a Stalin, sería una víctima propicia. Pero la mayor sorpresa en la decisión de Stalin estaba por llegar: sin que Bujarin se hubiera atrevido siquiera a insinuárselo, el sátrapa había enviado a París a Anna Lárina, la joven esposa de Bujarin, embarazada de varios meses. ¿Qué jugada extraña era aquélla? ¿Por qué Stalin le abría la puerta a su rehén y le permitía desertar sin dejar atrás a su mujer? ¿Prefería a Bujarin fuera de la Unión Soviética y no dentro del país, donde siempre podría destrozarlo con la misma impunidad con que había defenestrado a Zinóviev y Kámenev, o mandarlo matar, como a Kírov? ¿Se trataba de una jugada destinada a convertir a Bujarin en desertor antes que en mártir?, se preguntaba Dan, obligando a Liev Davídovich a meditar mientras leía.