Unas semanas después, proseguía Dan, le llegó a Bujarin un comunicado de Stalin: debía olvidarse de las negociaciones, ya no le interesaban los papeles de Marx y Engels, y le exigía que se presentase de inmediato en Moscú. El doctor Le Savoureux estaba presente cuando Bujarin recibió la orden y fue testigo de la lividez que invadió el rostro de quien fuera el niño prodigio del bolchevismo, el teórico más prometedor de la revolución. Le Savoureux le había sugerido no regresar: aquella llamada imprevista solo podía tener el fin de retenerlo y convertirlo en víctima de alguna represión. Nikoláievski opinó igual, y le recordó a Bujarin que si se quedaba en Europa podía convertirse en un segundo Trotski y liderar juntos una oposición con mayores oportunidades de deshancar a Stalin. Pero Bujarin había comenzado a preparar su regreso: lo hacía en silencio, automáticamente, como un hombre que a voluntad y conciencia se dirige al cadalso. Le Savoureux, en un ataque de ira, le preguntó cómo era posible que un hombre que por años había peleado contra el zarismo y acompañado a Lenin en los días más oscuros de la lucha aceptara regresar, como un cordero, para someterse a un seguro castigo. Entonces Bujarin le había dado la más demoledora de las respuestas:«vuelvo por miedo». Le Savoureux pensó que no lo había entendido bien, quizás el francés de Bujarin se había enturbiado por el nerviosismo, pero cuando lo pensó dos veces tuvo la certeza de que había escuchado perfectamente: vuelvo por miedo. Le Savoureux le dijo que precisamente por eso no debía regresar, en el exilio era más útil a su país y a la revolución, y entonces Bujarin le había ofrecido al fin la totalidad de su razonamiento: él no estaba hecho de la misma madera que Liev Davídovich y eso Stalin lo sabía y, sobre todo, lo sabía él mismo. El no podría resistir las presiones que durante años había sufrido Trotski, y no estaba dispuesto a vivir como un paria, esperando a que cualquier día le clavasen un puñal en la espalda. «Sé que tarde o temprano Stalin va a acabar conmigo; quizás me mate, quizás no. Pero voy a regresar para aferrarme a la posibilidad de que no crea necesario matarme. Prefiero vivir con esa esperanza que con el miedo constante de saber que estoy condenado.»
Bujarin regresó a Moscú. Llevó con él a Anna Lárina, ya con siete meses de embarazo. Le Savoureux lo despidió en la Gare du Nord y luego fue a encontrarse con Nikoláievski y Dan en un restaurante ruso del Barrio Latino donde solían cenar. La conversación, por supuesto, giró en torno a Bujarin. «Entonces nos dimos cuenta», seguía Dan, «de que Stalin había jugado todo el tiempo con él, como el gato que se hace el dormido. Pero Stalin había apostado a que no necesitaría correr detrás de su presa. Estaba seguro de que el pobre ratón, vencido por el miedo, regresaría a besar las garras que, cuando el apetito del gato lo requiriese, lo desgarrarían para devorarlo después. Es imposible concebir una actitud más sádica y enfermiza. Lo terrible es saber que el hombre capaz de practicarla es el que dirige hoy nuestro país, la revolución que de formas diferentes, pero con la misma pasión, soñamos tú y yo, y soñó Lenin y tantos hombres que Stalin está aniquilando y aniquilará en el futuro. Y estoy seguro de que entre los sacrificados en el matadero estalinista estará Bujarin, que tuvo tanto miedo que prefirió la certeza de la muerte al riesgo de tener que mostrar valor para vivir cada día.»
Durante semanas Liev Davídovich luchó consigo mismo para arrancar de sus preocupaciones la tétrica historia que le había relatado Fiódor Dan. Pero la imagen de un Bujarin lívido, tan diferente del exultante y romántico joven que lo había recibido en Nueva York cuando Francia lo expulsara en 1916, retornaba a su mente con demasiada frecuencia, y unos meses después, mientras devoraba los periódicos y perseguía los noticieros radiales en que se informaba sobre el proceso iniciado en Moscú contra un grupo de viejos camaradas, recordaba una y otra vez la frase de Bujarin: «Vuelvo por miedo». Liev Davídovich tuvo entonces la dimensión exacta de hasta qué punto el país que había ayudado a fundar se había convertido en un territorio dominado por el miedo. Y cuando escuchó las conclusiones de ese juicio, que más parecía una farsa, tuvo la dolorosa certeza de que, con la decisión de fusilar a varios de los hombres que habían trabajado por el triunfo del bolchevismo, Stalin había envenenado el último rescoldo del alma de la revolución y ya solo habría que sentarse a ver llegar su agonía, mañana, dentro de diez, veinte años. Pero la inoculación era irreversible y fatal.
Desde que había llegado a Noruega, un año atrás, Liev Davídovich solía comentarle a Knudsen que, cuando la salud se lo permitiera, le gustaría participar en una pesquería y le había contado de las relajantes salidas al Mar de Mármara con su amigo Kharálambos. Muchas cosas le habían impedido cumplir ese deseo, hasta que, el 4 de agosto de 1936, subió al auto de su anfitrión y pusieron rumbo a uno de los fiordos del sur, donde había una pequeña isla desolada, decían que ideal para la pesca. Mientras salían de Vexhall, Knudsen había tenido la impresión de que un auto los seguía; entonces tomó un camino vecinal y logró dejar atrás a los perseguidores, a quienes había identificado como hombres del partido fascista del llamado comandante Quisling.
Al llegar al fiordo, una lancha de motor los condujo hacia el islote, donde se alzaban varias cabanas de madera. El paisaje, agreste y sosegado, le pareció a Liev Davídovich una estampa de la tierra en los primeros días de la creación y de inmediato se había sentido en armonía con su desolada grandeza.