Выбрать главу

Cuando oyó dictar aquellas sentencias, Liev Davídovich sintió cómo lo envolvía una gran tristeza por el destino de la revolución, pues sabía que en el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos de Moscú, y bajo una bandera que advertía «El tribunal del proletariado es el protector de la Revolución», se había cruzado la última frontera. Dentro y fuera de la URSS quizás muchos ingenuos y fanáticos creyeron algo de lo que se había dicho durante el proceso. Pero las personas con un mínimo de inteligencia tendrían que admitir que prácticamente cada palabra pronunciada allí era falsa y se había utilizado esa mentira para asesinar a trece revolucionarios. El juicio y la ejecución de aquellos comunistas se convertiría, por los siglos, en un ejemplo único en la historia de la injusticia organizada y una novedad en la historia de la credibilidad. Significaría el asesinato de la fe verdadera: el estertor de la utopía. Y, bien lo sabía el exiliado, también en la preparación de la carga destinada a eliminar al mayor Enemigo del Pueblo, al traidor y terrorista Liev Davídovich Trotski.

11

Aquellas semanas porfiadamente primaverales y tan vertiginosas de marzo y abril de 1937 pasarían a la memoria de Ramón Mercader como un período oscuro, en el que se confundieron todas sus perspectivas, pero del que saldría abruptamente para topar con la claridad más resplandeciente: la de su sólida convicción de que la impiedad era necesaria para alcanzar la victoria.

A la desaparición de África había seguido la de Kotov (¿o habían sido coincidentes?), quien antes de irse le había dejado a Ramón unas órdenes que lo confinaban en el palacio del marqués de Villota, donde en algún momento sería reclamado por un colega del asesor que se le presentaría como Máximus. Su estricto sentido de la responsabilidad lo conminó a permanecer a la espera y gastó sus ratos de ocio en compañía del joven Luis, con el que solía jugar al fútbol, y, siempre que le resultaba factible, entregando un poco de placer a aquella Lena Imbert de ojos tristes, con la que se encerraba en la caballeriza del palacio, donde él había colocado una estufa y una cama. Aunque en los primeros días agradeció aquel paréntesis que le permitía recuperarse de las tensiones, hambres y noches de insomnio de los cuatro meses que había pasado en el frente, pronto se sintió atrapado por la inactividad y empezó a pensar si Caridad, luego de la muerte del joven Pablo, no había movido sus influencias para sustraerlo de los peligros de la guerra y llevarlo a aquella Barcelona donde, a pesar de las profecías de Kotov, todo parecía reducirse a ofensas gritadas y consignas compulsivas, a complots subterráneos, reuniones secretas y algún que otro fusilamiento, cuanto más sumario mejor, a los que parecían adictos tanto los extremistas republicanos como los fascistas.

En su aislamiento, Ramón no conseguía tener una comprensión clara de los acontecimientos que se sucedían. Los periódicos de las distintas facciones republicanas llegaban a sus manos troceados por una censura elemental, que se contentaba con levantar los textos y dejar en blanco los espacios que habían ocupado los trabajos condenados. Solo los diarios comunistas, libres de la censura que el Partido se encargaba de ejercer sobre los demás periódicos, escapaban a aquella orgía de mutilaciones y, con independencia de su triunfalismo primitivo, Ramón podía medir en sus editoriales las altas temperaturas que alcanzaban las acusaciones cada vez más furibundas lanzadas contra los trotsko-fascistas del POUM, los incontrolables sindicalistas de la CNT y los indisciplinados anarquistas de la FAI, capaces de llegar al extremo de retirar batallones del frente por cualquier desacuerdo. Pero lo más significativo para él fue la creciente insistencia en criticar la tibieza militar y organizativa del jefe de gobierno y ministro de la Guerra, Largo Caballero, y a sus hombres de confianza. Aquella dura campaña en la que se mezclaban verdades y mentiras le confirmaba las palabras de Kotov de que avanzaban hacia una batalla frontal contra las hordas de conciliadores y extremistas.

Caridad, a la que prácticamente no había visto durante dos semanas, sufrió una recaída en la crisis de su angina de pecho que la mantuvo en cama durante dos días, con el brazo izquierdo acalambrado y atormentada por aquel angustioso dolor en el tórax. Cuando la mujer pudo bajar al devastado jardín de la mansión, Ramón buscó el modo de alejar a la persistente Lena y quedarse a solas con ella. Llevaba demasiados días de inactividad, se sentía engañado por su madre y por Kotov, y se atrevió a lanzar un ultimátum.

– En tres días vuelvo al frente -le dijo, pero Caridad apenas movió la cabeza-. Toda esa historia del silencio y la responsabilidad es para tenerme aquí, para controlarme.

Caridad sacó del bolsillo de su abrigo el paquete de cigarrillos y la lucha que libró consigo misma debió de ser agónica.

– Eso va a matarte -le advirtió él cuando la vio extraer uno de los pitillos.

– Cuando me siento así, lo que quiero es morirme -dijo ella y comenzó a deshacer el cigarrillo con los dedos y se llevó la picadura a la nariz para respirar su aroma. Finalmente lanzó a la tierra el pitillo trucidado y colocó otro en sus labios, sin darle fuego-. No me mires con esa cara, no te atrevas a sentir compasión, porque no lo resisto. Odio mi cuerpo cuando no me responde. Y no me vengas más con esa tontería de que te vas al frente… Aquí están pasando cosas que tú ni te imaginas y, más pronto de lo que crees, llegará tu momento. Pero todo i su tiempo, Ramón, todo a su tiempo.

– Ya me sé de memoria ese cuento del tiempo, Caridad.

Ella sonrió, pero el dolor en el brazo le congeló la alegría. Esperó unos segundos mientras el calambre ardiente remitía.

– ¿Cuento? Vamos a ver… ¿Te creíste el cuento de que a Buenaventura Durruti lo mató una bala perdida?

Ramón miró a su madre y sintió que no podía pronunciar palabra.

– ¿Tú crees que podemos ganar la guerra con un comandante anarquista que tiene más prestigio que todos los jefes comunistas?

– Durruti luchaba por la República -trató de razonar Ramón.

– Durruti era un anarquista, lo habría sido toda su vida. ¿Y has oído el cuento del traductor que desapareció, el tal Robles?

– Era un espía, ¿no?

– Un infeliz lameculos. Fue un cabeza de turco de una bronca interna entre los asesores militares y los de seguridad. Pero no lo escogieron al azar: ese Robles sabía demasiadas cosas y podía ser peligroso. No era un traidor: lo convirtieron en traidor.

– ¿Quieres decir que lo mataron sin que fuera un traidor?

– Sí, ¿y qué? ¿Sabes a cuántos han ejecutado de un lado y otro en estos meses de guerra? -Caridad esperó la respuesta de Ramón.

– A muchos, creo.

– A casi cien mil, Ramón. Mientras avanzan, los fachas fusilan a todos los que consideran simpatizantes del Frente Popular, y de este lado los anarquistas matan a cualquiera que, según ellos, sea un enemigo burgués. ¿Y sabes por qué?

– Es la guerra -fue lo que se le ocurrió decir-. Los fascistas sentaron esas reglas de juego…

– Es la necesidad. La de los fascistas, para no tener enemigos en la retaguardia, y la de los anarquistas, para seguir siendo anarquistas. Y nosotros no podemos permitir que la guerra se nos vaya de las manos. También nosotros hemos matado gente y vamos a tener que matar a muchos más, y tú…

Ramón levantó la mano para interrumpirla.