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– ¿Me habéis traído aquí para matar gente?

– ¿Y qué coño hacías en el frente, Ramón?

– Es distinto, es la guerra.

– Y dale con la puta guerra… ¿Conseguir que el Partido imponga su política y los soviéticos sigan apoyándonos no es lo más importante para ganar esta guerra? ¿Limpiar la retaguardia de enemigos y espías n es la guerra? ¿Eliminar a los quintacolumnistas en Madrid no formaba parte de la guerra?

– En Paracuellos fusilaron a personas que no tenían nada que ver con la quinta columna, y yo sé que algunos del Partido estaban metidos en eso.

– ¿Quién asegura que los muertos no eran saboteadores, tú o los de la Falange?

Ramón bajó la cabeza y contuvo su indignación. En la Sierra de Guadarrama, con un fusil en la mano y un puñado de compañeros, muñéndose de frío y trinando de hambre, con los enemigos al otro lado de la montaña, todo era más sencillo.

– Esta guerra en la que te vas a meter es más importante, porque si no la ganamos, no ganaremos la otra, y los camaradas que están en las trincheras van a caer como moscas cuando dejen de llegar aviones, cañones, fusiles y granadas desde Moscú. Ramón, el destino de España estará en manos de personas como tú… Para que te hagas una idea de lo que está pasando, esta noche irás conmigo a La Pedrera. Hay una reunión importante… De más está decirte que todo lo que allí se va a hablar es secreto. Allí no puedes hablar ni decir cómo te llamas, ¿está claro?

– ¿Irá también África?

– ¿Por qué no te olvidas un poco de esa mujer, Ramón?

Bajo la sombra de Caridad, esa noche Ramón franqueó la entrada de La Pedrera sin que los guardias lo detuvieran. En uno de los salones de la última planta, envueltos en una nube de humo, varios hombres discutían y apenas se inmutaron por la llegada de Caridad y su joven acompañante. Ramón se sintió decepcionado al no ver a África, y de los presentes solo pudo reconocer a una persona: a Dolores Ibárruri, quizás la única que no fumaba en ese instante. Había también un hombre con aspecto eslavo, que luego identificaría como el camarada Pedro, el húngaro que comandaba a los enviados del Komintern. Su atención, sin embargo, se centró en un personaje vociferante, velludo y corpulento, con una cabeza grande, ojos globulosos y labios gruesos que hacían ruido al despegarse cuando hablaba. Por su forma de dirigirse a los demás se adivinaba que era un tipo irascible, y por lo que iba diciendo, parecía de los que suponen traidores a todos los demás y consideran las negligencias e ineptitudes perversos complots y sabotajes enemigos. Al oído, Caridad le dijo que el hombre era André Marty, y Ramón entendió de inmediato que estaba en presencia de algo importante: si en aquel momento de la guerra Marty se mantenía alejado de su puesto en la comandancia de las Brigadas Internacionales, solo podía ser por causas del mayor peso. Gracias a su hermana Montse, que durante unas semanas había trabajado como secretaria de aquel dirigente del Komintern, Ramón sabía que tenía fama de ser un hombre despiadado y déspota, y esa noche se lo corroboraría la andanada que soltaba, adornada de insultos. Marty acusaba a los dirigentes del Partido de débiles e ineptos, pues, según él, el comité central prácticamente no existía y el trabajo del buró político era terriblemente primitivo y conciliador: los españoles, decía, y apuntaba hacia la Ibárruri, tenían que crecer de una vez y dejar de permitir que Codovilla, solo por ser un enviado del Komintern, actuara como si el Partido fuera su coto personal. Debía darles vergüenza que Codovilla los utilizara como marionetas -y miraba otra vez a Pasionaria, que bajaba la vista como un perro apaleado- y llegara al extremo de escribir los discursos del secretario general Pepe Díaz y de la camarada Dolores Ibárruri solo para crear la ilusión de que existía una dirección de los comunistas españoles, cuando en realidad ni existía ni decidía nada. La situación ya no permitía titubeos: o se lanzaban a por todo o que se olvidaran de la más mínima posibilidad de éxito.

Indignado, Ramón apenas escuchó la conclusión del encuentro: según Pedro, el Partido debía incrementar su campaña contra el modo en que el gobierno manejaba la cuestión militar y la política interior, exigir más purgas en el mando militar y, sobre todo, estar listo para lanzar una ofensiva contra los saboteadores. Los comunistas tenían que asegurar el éxito de una operación capaz de garantizarles el control de una retaguardia limpia de trotskistas y anarquistas. La dirección soviética esperaba que esta vez los españoles supieran desempeñar su papel.

– Es ahora o nunca -afirmaba Pedro, cuando Ramón, sin esperar a Caridad, escapó del local en busca del aire puro de la calle, desierta a esas horas de la noche.

Dos días después, Máximus se presentó en la Bonanova. Cada una de las horas transcurridas entre aquella reveladora reunión y la llegada del enviado de Kotov que al fin pondría a Ramón en movimiento habían servido para reafirmar al joven en una idea: los asesores tenían razón en sus exigencias y se imponía remover los cimientos del bando republicano. Al menos él se entregaría a aquella misión en cuerpo y alma, y demostraría además que un militante español es capaz no solo de obedecer, sino también de pensar y de actuar, pues para su orgullo de comunista resultaba demasiado humillante haber tenido que escuchar en silencio, en su propia tierra, en su propia guerra, cómo los llamaba revolucionarios sin iniciativa un vociferante con cara de paranoico que les gritaba las verdades en la cara. Se imponía actuar.

Máximus -de quien Ramón, luego de varias semanas de trabajo, llegaría a sospechar que era húngaro- resultó ser un especialista en la lucha clandestina y la desestabilización. Por órdenes suyas Ramón se integró a una célula de acción de seis hombres (uno de los llamados «grupos específicos»), todos españoles, de los que solo Máximus parecía conocer la verdadera identidad y a quienes, por su presumible admiración por el mundo romano, distinguió con apelativos de personajes latinos -Graco, César, Mario- mientras los calificaba de pretorianos. Desde aquel día Ramón comenzaría a llamarse Adriano. Fue el primero de los muchos nombres que usó, y se sintió orgulloso cuando lo rebautizaron, sin que aún tuviera el menor atisbo de los años que viviría no ya con otros nombres, sino con otras pieles.

Adriano se lamentaría de que le encargaran una misión tan inocua como acercarse a los locales del POUM y establecer las rutinas de sus dirigentes, especialmente los de Andreu Nin. Aunque Máximus los había sometido a una delicada compartimentación informativa y él ignoraba los detalles de las tareas asignadas a los otros pretorianos, consiguió saber, gracias a la locuacidad de sus compatriotas, que algunos de ellos participaban en acciones violentas y peligrosas, según lo corroboraban las misteriosas desapariciones, algunas sospechosamente definitivas, de ciertos rivales políticos no demasiado notables pero sin duda molestos, a los que se imponía sacar del juego antes de que éste entrara en la etapa crítica anunciada por Pedro. Por eso, verse limitado a caminar por las Ramblas, entrar en los hoteles donde se alojaban algunos de los poumistas y sus simpatizantes, y conocer los pormenores de las actividades cotidianas de las cabezas del partido trotskista, le pareció algo que ofendía sus capacidades, sin sospechar que su labor cobraría importancia en las acciones que se avecinaban y que su eficiencia y habilidad camaleónica, advertidas por Máximus, serían el aval que lo colocaría en el sendero de su extraordinario destino.

Muy pronto Adriano tuvo la certeza de que, por el bien de la causa, Andreu Nin era un hombre que debía morir. Desde antes de que comenzara la guerra y se agitaran tan violentamente las rivalidades políticas entre los republicanos, el renegado Nin era un enemigo declarado de los comunistas y había sido de los primeros en calificar (haciéndose eco de los alaridos de Trotski) de crímenes los juicios moscovitas de 1936 y de principios de aquel año, y en tachar de cómplices culpables a los «amigos de la URSS» que defendieron su legalidad y pertinencia. También había sido de los que sostuvieron con mayor pasión la necesidad de la revolución junto a la guerra, la tesis de la lucha total contra la república burguesa (que, a pesar de ser antiproletaria, se sostenía con el apoyo de los que Nin calificaba como conciliadores comunistas) y su desacuerdo con la ayuda soviética, como si para el gobierno hubiese sido posible resistir sin ella. Pero lo que había marcado del modo más rotundo su filiación fue su exigencia, desde el puesto deconseller en el gobierno de la Generalitat y desde su liderazgo en el POUM, de que la República ofreciera asilo al traidor Trotski, después de que su felonía quedara corroborada en los juicios celebrados en Moscú. Aunque Companys, el presidente catalán, se había visto obligado a apartar a Nin de su gabinete, la prepotencia del trotskista llegó al extremo de hacerlo clamar en público que únicamente matando a todos los poumistas lograrían apartarlos de la lucha política. Adriano pensaría que sin duda lo mejor sería complacerlo, por lo menos a él, de una sola y buena vez.