Adriano había escogido el hotel Continental como una de sus paradas habituales. A pesar de la escasez que asolaba la ciudad, allí todavía se podía beber un buen café y adquirir algún paquete de cigarrillos franceses. Varios de los miembros del POUM se alojaban en él y en el cercano hotel Falcón, y el infiltrado comprobó que, con la debida cautela, su presencia en aquellos sitios podía convertirse en habitual y nada sospechosa. Al fin y al cabo, los varios agentes secretos que pululaban por el edificio resultaban tan visibles que él sentía que podía resultar transparente o, a lo sumo, ser tomado por un buscavidas más.
Periódicamente Adriano rendía informes a Máximus, y ambos llegaron a la conclusión de que los poumistas estaban atemorizados por la escalada de la prensa comunista, pero sus líderes no tenían posibilidad de retroceso ni conciencia cabal del abismo al que estaban abocados. Entre los huéspedes y visitantes del hotel con los que logró establecer conversaciones ocasionales, solo un periodista inglés, miliciano del POUM, le comentó que en los próximos días algo grave iba a ocurrir en Barcelona: se podía respirar en la tensión que flotaba en el ambiente. El miliciano-periodista, evacuado del frente de Huesca después de que lo hirieran, era un tipo alto, muy delgado, con cara de caballo, y exhibía el color malsano de una enfermedad que seguramente lo corroía. Siempre iba acompañado de su diminuta mujer y miraba hacia todos lados, como si algo lo acechara sin cesar tras una columna. Adriano se le había presentado con su nuevo nombre de guerra y el inglés le dijo llamarse George Orwell y le confesó que sentía más te mor en un hotel de Barcelona que en una trinchera helada de Huesca.
– ¿Ves a aquel gordo que arrincona a los extranjeros y les explica que todo lo que pasa aquí es un complot trotsko-anarquista? -le preguntó Orwell, y con disimulo Adriano observó al personaje-. Es un agente ruso… Es la primera vez que veo a alguien dedicado profesional y públicamente a contar mentiras, exceptuando a los periodistas y los políticos, claro.
Muchos años tuvieron que pasar para que Ramón supiera quién era aquel hombre. En 1937 prácticamente nadie conocía a Orwell. Pero cuando leyó algunos libros sobre lo que había pasado en Barcelona y encontró una foto de John Dos Passos, Ramón hubiera jurado que, unos días antes de que explotara todo, había visto a Orwell conversando con Dos Passos en la cafetería del hotel. Durante aquellos encuentros, sin embargo, Ramón y Orwell casi nunca hablaron de política: solían hablar de perros. El inglés y su mujer, Eileen, amaban a los perros y en Inglaterra tenían un borzoi. Por Orwell supo Ramón de esa raza, según el periodista, el galgo más elegante y bello de la Tierra.
Lo que más le gustó a Ramón de aquella misión fue sentirse tan camuflado bajo su propia piel que, sin pensarlo demasiado, era capaz de reaccionar como el despreocupado y simplón Adriano. Descubrió que usar otro nombre, vestir de un modo diferente al que hubiera considerado cercano a sus preferencias, e inventarse una vida anterior en la cual predominaba el desengaño por la política y el rechazo a los políticos, eran sensaciones de las que comenzaba a disfrutar recónditamente. Así, cada día que pasaba se sentía más Adriano, era más Adriano, y hasta podía ver a Ramón con cierta distancia. Con alegría descubrió que, sin África a su alcance, podía prescindir de su familia. Además, a pesar de su espíritu gregario y partidista, no tenía un solo amigo al que se sintiera unido. El único norte al que se aferraba era su responsabilidad y trataba de cumplirla con esmero, y por eso, el día en que le entregó a Máximus el resumen de los movimientos, los lugares que frecuentaban y los gustos personales de las cabezas del POUM, especialmente exhaustivo en el caso de Andreu Nin, pensó que la felicitación recibida era un premio para Adriano y, muy remotamente, para el Ramón Mercader que le había prestado su cuerpo.
Kotov parecía una estatua abandonada sobre un banco de la plaza de Cataluña. La primavera estaba en su apogeo y un sol tibio bañaba la ciudad. El asesor, con el rostro ligeramente levantado, recibía el calor como un lagarto goloso de las radiaciones que lo vivificaban. Se había despojado incluso de la chaqueta y del pañuelo estampado que solía llevar al cuello, y se mantuvo inmóvil todavía unos segundos cuando Ramón se sentó a su lado.
– ¡Qué maravilla de país! -dijo al fin y sonrió-. Yo viviría aquí toda la vida.
– ¿A pesar de los españoles?
– Precisamente por vosotros. De donde yo vengo las gentes son como piedras. Vosotros sois flores. Mi país huele a arenque seco y lúpulo, éste a aceite de oliva y vino…
– Tus colegas dicen que somos primitivos y casi tontos.
– No hagas demasiado caso de esos lunáticos. Confunden la ideología con el misticismo y no son más que máquinas andantes, peor aún, son fanáticos. Aquí se hacen los duros, pero tendrías que verlos cuando los llaman desde Moscú… Najui. Se cagan. No los mires como a un ejemplo, no quieras ser como ellos. Tú puedes ser mucho más.
– ¿Qué te dijo Máximus de mí?
– Está satisfecho y tú lo sabes. Pero hoy dejas de ser Adriano y vuelves a ser Ramón, y como Ramón vas a trabajar conmigo estos días. Hasta que se decida otra cosa, Adriano ya no existe, Máximus nunca existió, ¿está claro?
Ramón asintió y se despojó de la bufanda. El calor le subía desde el pecho.
– ¡Aprovecha, muchacho, respira esta paz! Sácale jugo a cada momento apacible. La lucha es dura y no nos regala muchas ocasiones como ésta… ¿Ves la tranquilidad? ¿La sientes?
Ramón había pensado que se trataba de una pregunta retórica, pero la insistencia de Kotov lo obligó a mirar a su alrededor y responder.
– Sí, claro, la siento.
– ¿Y ves ese edificio de ahí enfrente?
– ¿La Telefónica? ¿Cómo podría dejar de…?
La risa de Kotov lo interrumpió. El asesor bajó el rostro y por primera vez miró directamente a Ramón. Tenía los carrillos brillantes, los ojos transparentes entornados para protegerlos de la intensa luz.
– Es una cueva de quintacolumnistas que están preparando un golpe de Estado contra el gobierno central -dijo Kotov y Ramón hubo de despabilar sus neuronas para recuperar el hilo del razonamiento del asesor-. Antes de que lo hagan tenemos que fumigarlos, como a cucarachas, como a los enemigos que son… Estamos perdiendo la guerra, Ramón. Lo que hicieron los fascistas en Guernica no es un crimen: es una advertencia. No habrá piedad, y parece que no lo entendéis… Esos anarquistas se creen que la Telefónica les pertenece porque, cuando se rebelaron los militares, ellos entraron allí y dijeron: es nuestra. Y el gobierno es tan blando que no ha podido expulsarlos… Cuando el bombardeo de Guernica, llegaron al extremo de negarle una línea al presidente de la República -Kotov volvió a sonreír como si aquella historia le hiciera gracia-. Dentro de unos días, de esta paz no va a quedar nada.