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Cuando consiguió liberarse de la nieve acumulada sobre su abrigo, Dreitser se acercó al samovar para servirse un té. Por el ulular del viento, Liev Davídovich había deducido que afuera habría menos de treinta grados bajo cero y el imperio de la nieve interminable que, a excepción de algunas piedras salvadoras, era lo único que existía en aquella estepa maldita. Luego del primer sorbo de té, el soldado Dreitser al fin había hablado y, con su acento de oso siberiano, le dijo que tenía una carta, llegada de Moscú. No le costó imaginar que aquella carta capaz de atravesar el control postal solo podía traer las peores noticias, y se lo había confirmado el detalle de que por primera vez Dreitser se hubiera dirigido a él sin llamarle«camarada Trotski», el último título que había conservado en su turbulenta degradación desde la cumbre del Poder hasta la soledad del destierro al que lo había enviado el advenedizo Iósif Stalin.

Desde que en julio recibiera la noticia de la muerte de su hija Nina, vencida por la tisis, Liev Davídovich había vivido con el temor de que ocurrieran otras desgracias familiares, provocadas por la vida o, cada vez lo pensaba con más pavor, por el odio. Zina, la otra hija de su primer matrimonio, había enfermado de los nervios, y su marido, Platón Vólkov, ya andaba, como otros oposicionistas, por un campo de trabajo en el Círculo Polar Ártico. Por fortuna, su hijo Liova estaba con ellos, y el joven Seriozha, elhomo apoliticus de la familia, permanecía ajeno a las luchas partidistas.

La voz de Natalia Sedova, que daba los buenos días a la vez que maldecía al frío, llegó en ese instante. El esperó a que ella entrara, recibida por el júbilo deMaya, y había sentido cómo el corazón se le encogía: ¿sería capaz de darle a Natasha una noticia fatal sobre el destino de su amado Seriozha? Con un tazón en las manos ella había ocupado una silla y él la observó: todavía es una mujer bella, pensó, según escribiría después. Entonces le informó que tenían correspondencia de Moscú y la mujer también se puso en alerta.

Dreitser había dejado su taza junto a la estufa para hurgar en sus bolsillos hasta hallar el paquete de los insoportables cigarrillos turkestanos y, como si aprovechara el acto, había metido la mano en el compartimento interior de su capote, de donde extrajo el sobre amarillo. Pareció, por un segundo, que tuviera la intención de abrirlo, pero optó por colocar el envoltorio en la mesa. Como si no lo corroyera la ansiedad, Liev Davídovich había mirado a Natalia, después al sobre sin timbre donde venía grabado su nombre, y arrojó hacia un rincón el té frío. Le tendió el tazón a Dreitser, que se vio obligado a tomarlo y regresar al samovar para rellenarlo. Aunque siempre le había gustado ser teatral, comprendió que malgastaba sus dotes histriónicas ante aquel público reducido y, sin esperar la llegada del té, abrió el sobre. Contenía un folio, escrito a máquina, con el membrete de la GPU, sin fecha de envío. Tras reacomodarse las gafas, había invertido menos de un minuto en la lectura, pero extendió su silencio, esta vez sin afanes teatrales: la conmoción ante lo increíble lo había dejado sin voz. El ciudadano Liev Davídovich Trotski debía abandonar el país, en un plazo de veinticuatro horas. La expulsión, sin destino específico, se decidía en virtud del recién creado artículo 58/10, útil para todo, aunque en su caso, según el folio, se le acusaba «de sostener campañas contrarrevolucionarias consistentes en la organización de un partido clandestino hostil a los Soviets…». Todavía en silencio, le pasó la nota a su mujer.

Natalia Sedova, las manos sobre la mesa de madera basta, lo miraba, petrificada por el peso de la decisión que los condenaba no ya a morir de frío en un rincón del país, sino a tomar el camino de un exilio que se presentaba como una nube oscura. Veintitrés años de vida en común, compartiendo dolores y triunfos, fracasos y glorias, le sirvieron a Liev Davídovich para leer los pensamientos de la mujer a través de sus ojos azules: ¿desterrado el líder que movió las conciencias del país en 1905, el que había hecho triunfar el levantamiento de Octubre de 1917 y había creado un ejército en medio del caos y salvado la Revolución en los años de las invasiones imperialistas y la guerra civil? ¿Expulsado por desacuerdos de estrategia política y económica?, había pensado ella. De no ser tan patética, aquella orden habría resultado risible.

Mientras se ponía de pie, con los últimos restos de su ironía le preguntó al soldado Dreitser si tenía alguna idea de cuándo y dónde sería el primer congreso de su «partido clandestino», pero el heraldo se había limitado a exigirle que acusara el recibo de la comunicación. En el borde de la orden Liev Davídovich escribió: «El decreto de la GPU, criminal en el fondo e ilegal en la forma, me ha sido notificado con fecha 20 de enero de 1929», lo firmó con un trazo rápido y calzó la hoja con un cuchillo sucio. Entonces miró a su mujer, todavía anonadada, y le pidió que despertara a Liova: apenas tendrían tiempo para recoger los papeles y los libros, y caminó hacia la habitación, seguido porMaya, como si lo azuzara la prisa, aunque en verdad Liev Davídovich había huido por el temor a que el policía y su mujer le hubieran visto llorar por la impotencia que le provocaban la humillación y la mentira.

Desayunaron en silencio y, como siempre, Liev Davídovich fue dando aMaya unas migas del pan untado con la manteca rancia que les servían. Más tarde Natalia Sedova le confesaría que en aquel instante había visto en sus ojos, por primera vez desde que se conocieran, el destello oscuro de la resignación, un estado de ánimo tan alejado de su actitud de un año antes, cuando, al pretender deportarlo de Moscú, habían tenido que sacarlo hacia la estación de trenes cargado entre cuatro hombres, sin que él dejara de vociferar y maldecir la estampa de los sepultureros de la Revolución.

Seguido por su perra, Liev Davídovich regresó a la habitación, donde ya había comenzado a preparar las cajas en las cuales colocaría aquellos papeles a los que se habían reducido sus pertenencias, pero que para él valían tanto o más que su vida: ensayos, proclamas, partes de guerra y tratados de paz que cambiaban el destino del mundo, pero sobre todo cientos, miles de cartas, firmadas por Lenin, Plejánov, Rosa Luxemburgo y tantos otros bolcheviques, mencheviques, socialistas revolucionarios entre los que había vivido y luchado desde que, siendo todavía un adolescente, fundara la romántica Unión de Obreros del Sur de Rusia, con la peregrina idea de derrocar al zar.

La certeza de la derrota le oprimía el pecho, como si lo aplastara la pata de un caballo, y lo asfixiaba. Por eso recogió las sobrebotas y las galochas de fieltro y avanzó con ellas hasta el comedor, donde Liova organizaba archivos, y comenzó a calzarse, ante el asombro del joven, que le preguntó qué se proponía. Sin responder, tomó las bufandas colgadas tras la puerta y, seguido de su perra, salió al viento, la nieve y la grisura de la mañana. La tormenta, desatada dos días antes, no parecía tener intenciones de remitir y al penetrar en ella él sintió cómo su cuerpo y su alma se hundían en el hielo y en la bruma, mientras el aire le hería la piel de la cara. Dio unos pasos hacia la calle desde la que se divisaban las últimas estribaciones de los montes Tien-Shan, y fue como si hubiese abrazado la nube blanca hasta fundirse con ella. Silbó, reclamando la presencia deMaya, y se sintió aliviado cuando la perra se acercó. Apoyando la mano en la cabeza del animal, había notado cómo la nieve empezaba a cubrirlo. Si permanecía allí diez, quince minutos, se convertiría en una mole helada y se le detendría el corazón, a pesar de los abrigos. Podría ser una buena solución, pensó. Pero si mis verdugos no me matan aún, se dijo, no les adelantaré el trabajo. Guiado por Maya desanduvo los metros que lo separaban de la casucha: Liev Davídovich sabía que todavía quedaba vida, y también balas por disparar.