– ¿Qué vamos a hacer?
Kotov guardó un silencio demasiado prolongado para la curiosidad de Ramón.
– Los fascistas siguen ganando territorio y el enano de Franco tiene ahora el apoyo de todos los partidos de la derecha. Mientras, los republicanos se entretienen en sacarse los ojos unos a otros y cada cual quiere ser el dueño de su finca… No, no puede haber más contemplaciones. Si estos quintacolumnistas dan un golpe de Estado, podéis olvidaros de España… Tenemos que hacer algo definitivo, muchacho. Te espero hoy a las ocho en la plaza de la Universidad.
Kotov se anudó el pañuelo al cuello y recogió la chaqueta. Ramón supo que no debía preguntar y lo vio alejarse, con una cojera más visible que en otras ocasiones. Desde el banco contempló, unos metros más abajo, el inicio de las Ramblas, varios sacos de arena que alguna vez fueron una barricada y las gentes despreocupadas o presurosas que paseaban, vestidas de civil o con los uniformes con que cada facción trataba de distinguir sus efectivos. Ramón se sintió superior: era de los enterados en medio de una masa de marionetas.
Quince minutos antes de las ocho, Ramón ocupó un banco en la plaza de la Universidad. Vio desfilar por la Gran Vía, rumbo a la estación de Sants, varios camiones cargados de reclutas de las milicias anarquistas de la CNT, con sus estandartes batidos por el viento. Supuso que esa misma noche saldrían hacia el frente y comenzó a entender la estrategia de Kotov y el alto mando de los asesores. Media hora después, cuando la ansiedad comenzaba a atenazarlo, sintió que el estómago se le enfriaba. Del otro lado de la avenida la vio venir: entre los millones de seres que poblaban la Tierra, aquella figura era la única a la que jamás confundiría.
África se acercó y Ramón sintió cómo perdía el control que imaginaba poseer. Avanzó hacia el borde de la calle y la abrazó, casi con furia.
– Pero ¿dónde cono…? -Andando, nos esperan.
La frialdad de África cortó de cuajo la ansiedad de Ramón, quien de inmediato presintió que algo había cambiado. Mientras avanzaban hacia el mercado, África le comentó que había estado en Valencia, donde ahora radicaba la sede del gobierno, y había vuelto convocada por Pedro y por Orlov, el mismísimo jefe de los asesores de inteligencia, que había trasladado su puesto de mando a Barcelona. De Lenina no tenía noticias recientes. La suponía con sus padres, todavía en las montañas de Las Alpujarras, dijo y cerró el tema. Cerca del mercado entraron en un edificio y subieron por las escaleras hasta la tercera planta. La puerta se abrió sin que ellos llamaran y, en la habitación que debía de hacer las veces de salón, Ramón vio a Kotov y a otros cinco hombres de los cuales solo reconoció a Graco. Dos permanecían de pie, mientras Kotov y los demás estaban sentados sobre unas cajas. Ninguno saludó.
Kotov fue preciso: tenían la misión de capturar a un hombre, ni él mismo sabía cómo se llamaba, solo que se trataba de un anarquista a quien se imponía sacar de circulación. El hombre saldría sobre las diez de un bar situado a dos cuadras de allí y lo distinguirían porque llevaría una bufanda roja y negra. «Tú y tú», señaló a Ramón y a un hombre moreno, de treinta y tantos, con pinta de andaluz, «vestidos demossos d'esquadra, lo van a detener y lo van a llevar hasta un auto que ella», señaló a África, «les va a indicar.» Los otros tres servirían de apoyo, por si se presentaba alguna eventualidad. Kotov insistió en que todo debía hacerse como una detención rutinaria, no podía haber disparos ni escándalos. Los del auto se encargarían de conducir al hombre a su destino. Después todos se dispersarían y esperarían hasta que los convocara él o algún enviado suyo.
El ambiente de misterio y clandestinidad colmó a Ramón de regocijo. Miró a África y le sonrió, pues mientras se enfundaba el uniforme de la policía catalana, pudo sentir cómo su utilidad para la causa iba en ascenso. Aquella misión podía ser el principio de su integración definitiva en el mundo de los verdaderamente iniciados, pero trabajar con África resultaba un premio inesperado. Él nunca recordaría si se había sentido nervioso: solo conservaría en su memoria la sensación de responsabilidad que lo acometió y la actitud distante de África.
La facilidad con que se desarrolló la detención, el traslado del hombre al auto (cuando lo oyó protestar, Ramón supo que era italiano) y la partida de aquél terminaron de llenarlo de entusiasmo. ¿Podía ser todo tan fácil? Luego de alejarse unas manzanas, Ramón se quitó la chaqueta demosso d'esquadra y la arrojó a un tacho de basura. Se sentía eufórico, deseoso de hacer algo más, y lamentó que la orden de Kotov fuera la dispersión inmediata una vez realizada la operación. Tener a África tan cerca y perderla de inmediato… Buscó una de las callejuelas oscuras que conducían al Raval, con la brújula atenta al hallazgo de una aventura más cálida que la desabrida Lena Imbert. Cuando se detuvo para encender un cigarrillo, sintió cómo se helaba: el frío metálico de un cañón de revólver se le prendió de la nuca. Por unos instantes su mente quedó en blanco, hasta que su olfato vino en su ayuda.
– Estás desobedeciendo las órdenes -dijo él, sin volverse-. Eres el único militante con olor a violetas. ¿Cogemos el tranvía para la Bona-nova o todavía tienes aquel cuartito en la Barceloneta?
África guardó el revólver y emprendió la marcha, obligando a Ramón a seguirla.
– Quería verte porque siento que debo ser sincera contigo, Ramón -dijo ella, y él descubrió en su voz un tono que lo alarmó.
– ¿Qué pasa?
África se acomodó el cabello y dijo:
– Que ya no pasa nada, Ramón. Olvídate de mí.
– ¿De qué estás hablando? -Ramón sintió que temblaba. ¿Había oído bien?
– No volveré a verte…
– Pero…
Ramón se detuvo y la asió por el brazo, casi con violencia. Ella lo dejó hacer, pero le clavó una mirada que lo heló. Ramón la soltó.
– Nunca te prometí nada. Nunca debiste enamorarte. El amor es un lastre y un lujo que nosotros no podemos darnos. Suerte, Ramón -dijo ella y, sin volverse, avanzó por la calle hasta perderse en un recodo y en la oscuridad.
Ramón, como petrificado, percibió la conmoción que afectaba a sus músculos y su cerebro. ¿Qué coño estaba pasando? ¿Por qué hacía eso África? ¿Obedecía órdenes del Partido o era una decisión personal?
El hombre se dirigió a la parte alta de la ciudad, sin que el desasosiego lo abandonara. Se sentía disminuido, humillado, y en su mente comenzaron a cruzarse señales, evidencias hasta entonces desestimadas, actitudes que bajo la nueva luz cobraban una dimensión reveladora. Y en aquel ascenso de lobo herido hacia su guarida, Ramón se prometió a sí mismo que alguna vez África sabría quién era él y de qué era capaz…
La explosión que esperaba el periodista inglés con cara de caballo, y que Kotov le había anunciado con conocimiento de causa, al fin se produjo. La leña seca del odio y el miedo, que tanto abundaba en España, solo necesitó de un fósforo, colocado con precisión, para que ardiera la pira en la cual, como muchas veces diría Caridad, se había purificado la República.
Gracias a las informaciones que manejaba, la dramaturgia de los acontecimientos no sorprendió a Ramón, aunque sus imprevisibles consecuencias llegaron a alarmarlo. El día 3 de mayo, la irrupción en el edificio de la Telefónica de un contingente de la policía, dirigido por el comisario de orden público Rodríguez Salas, portador de la orden dictada por elconseller de Seguridad Interior de desalojar el local y ponerlo en manos del gobierno, provocó la previsible negativa de los anarquistas y su atrincheramiento en los pisos altos del inmueble. Como también era de esperar, enseguida se iniciaron los enfrentamientos entre los cuerpos policiales de la República y el gobierno catalán con los anarquistas y los sindicalistas de la CNT, a cuyo lado se colocaron los trotskistas del POUM. La tensión acumulada y los odios enquista-dos estallaron y Barcelona se convirtió en un campo de batalla.