Muy pocos días después Ramón sabría hasta qué punto Kotov confiaba en Caridad, pues las predicciones de la mujer comenzaron a cumplirse. Los enfrentamientos esporádicos, violentos por momentos, continuaron por un par de días, acumulando cifras de muertos y heridos, pero fueron perdiendo intensidad, como gastándose. Varios líderes sindicalistas y anarquistas pidieron a sus camaradas la deposición de las armas y, cuando al fin llegó el grueso de las tropas enviadas por el gobierno, los rebeldes habían reconocido su derrota, la ciudad estaba prácticamente pacificada, y la mayoría de los puestos clave, en manos de los hombres escogidos por los asesores y el Partido. La batalla se libraba ahora en el terreno verbal, con un cruce continuo de acusaciones en el que los medios de propaganda comunistas, libres de la censura, llevaban la mejor parte y difundían la opinión de que los sindicalistas de la CNT, los anarquistas y, en especial, los poumistas habían provocado ese levantamiento que tanto olía a golpe de Estado. Ramón pensó que la esquiva Cataluña caía al fin bajo el dominio de los asesores soviéticos y de los hombres del Komintern, mientras, como colofón del éxito, el gobierno se abocaba a una crisis y Largo Caballero comenzaba a patalear, con la soga al cuello.
Los acontecimientos cobraron una velocidad vertiginosa cuando la prensa comunista aseguró que poseía pruebas de la colaboración de los trotskistas del POUM con los fascistas. Se hablaba de telegramas e, incluso, de mapas con movimientos de tropas filtrados hacia el bando enemigo. Largo Caballero, asediado por todos los flancos, o quizás asumiendo al fin su incapacidad para resolver los problemas de la guerra y de la República, presentó la renuncia. Entonces, con el apoyo de los comunistas y de los asesores, Negrín subió a la jefatura del gobierno y, casi como primera medida, anunció la ilegalización del POUM y la intención de juzgar a sus cabecillas.
Ramón, que se sentía molesto por no haber estado más cerca de la acción, se sorprendió cuando el resucitado Máximus se presentó a buscarlo. Lo acompañaban otros dos hombres desconocidos para él, obviamente españoles, pero Máximus prescindió de cualquier tipo de presentación. En silencio bajaron hacia la ciudad, verdadero campo después de la batalla, con tropas en las plazas, edificios incendiados, restos de barricadas en las esquinas. La gente volvía a salir a la calle en busca de comida y no la encontraba, pero ahora se retiraba silenciosa, bajo la mirada de guardias de asalto,mossos d'esquadra y militares desplegados por todas partes. Ramón tuvo la convicción de que la España republicana debía aprovechar aquella sacudida, explotar y dirigir el odio "y el miedo ancestrales, y aceptar de una vez que la única salvación podía venir de la más férrea disciplina y de la intervención soviética frontal. Pensó que tal vez André Marty tenía razón cuando los había calificado de primitivos e incapaces, y cuando Kotov, a su modo casi poético, los llamó románticos e indolentes. El joven sintió que lo apresaba la angustia por el destino del país y por el sueño por el que él llevaba cuatro años luchando: pero se había dado un paso importante para salvarlo.
Máximus, acompañado por Ramón y los otros dos camaradas, detuvo el auto en la carretera del Prat, ya en las afueras de la ciudad, y esperó la llegada de otro vehículo, también ocupado por cuatro hombres, dos de ellos de aspecto extranjero y uno con un brillante uniforme militar, aunque desprovisto de grados. Máximus dio las órdenes, que parecían dirigidas a Ramón más que a sus otros dos acompañantes: la policía se disponía a sacar de Barcelona a un prisionero, un espía al servicio de los nacionales, y a ellos les encomendaba la misión de llevar al hombre sano y salvo hasta Valencia, donde sería interrogado. La información que poseía aquel hombre era capital para desarticular las redes de colaboración con el enemigo y para revelar hasta qué niveles había llegado la traición de los trotskistas. Pero todo el operativo debía hacerse con la mayor discreción, por lo que solo participaban en él hombres de la más absoluta confianza.
Unas horas después, cuando ya anochecía, la patrulla policial apareció en la carretera e hizo señas con las luces. Máximus ordenó a los del segundo coche que se colocaran en la retaguardia y él, con Ramón y los otros dos hombres, se ubicó al frente de la caravana y enfiló hacia Valencia. En un par de ocasiones, uno de los que viajaba en el auto trató de entablar conversación, pero Máximus exigió silencio.
En plena madrugada llegaron a las inmediaciones de Valencia, donde otra patrulla los esperaba. Los que venían de Barcelona se detuvieron y Máximus ordenó que no bajaran del auto y se mantuvieran vigilantes y, sobre todo, callados. Ramón observó cómo Máximus se dirigía hacia la patrulla, acompañado por el hombre vestido de militar que había viajado en el auto encargado de cerrar la fila. En la oscuridad trató de entrever lo que ocurría en la carretera y creyó escuchar que Máximus y los que lo esperaban hablaban en ruso. Uno de aquellos hombres le resultó familiar, y aunque después pensó que podía ser Alexander Orlov, jefe de los asesores soviéticos de inteligencia, la oscuridad le impidió tener la certeza. Con una linterna, el militar que acompañaba a Máximus hizo una señal hacia la caravana y minutos después Ramón vio pasar junto a su coche a un hombre esposado, conducido por dos policías. A pesar de la escasa luz, tuvo un sobresalto cuando pudo identificarlo: era Andreu Nin.
En aquel momento Ramón comprendió que Máximus lo había seleccionado para aquella misión como un premio por su trabajo en el entorno del POUM. Entonces le vino a la mente el periodista inglés con cara de caballo enfermo y las palabras que en una de las charlas en el hotel Continental le dijera a Adriano, unas semanas antes:
– Nin es el español más español que conozco. Si no fuera tan catalán, habría sido torero o cantaor… Vive con una sola idea en la cabeza: la revolución. Es de los que se dejaría matar por ella. A mí me espantan los fanáticos, pero a ese hombre lo respeto.
Sin volverse a mirar a sus compañeros de misión, Ramón dijo:
– A ese hombre tendrán que matarlo.
Uno de sus acompañantes, el de más edad, se atrevió a comentar:
– Acuérdate de lo que dijo el jefe. Van a hacerle cantar todo lo que sabe de los planes de los quintacolumnistas.
– No hablará -Ramón sintió aquella convicción de un modo tan incisivo que lo atormentó el deseo de bajar del auto y decírselo a Máximus y hasta al mismísimo Orlov, si era Orlov quien ahora se apartaba para que introdujeran a Nin en una pequeña camioneta cubierta. Todo aquello era un absurdo y Ramón supo que iba a terminar del peor modo.
– Ellos hacen hablar al que sea -dijo el hombre bajando la voz-. Y todos estos trotskistas están hechos de mantequilla.
– Éste no. Y no hablará.
– Y por qué estás tan seguro, camarada?