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– Porque es un fanático y sabe que, si habla, de todas maneras lo matarán, y de paso mataría a sus compañeros. ¿Sabéis una cosa? Yo en su lugar tampoco hablaría.

12

A lo largo de todos estos años, muchos detalles de mi relación con el hombre que amaba a los perros se fueron diluyendo en mi memoria, aunque no creo que haya olvidado nada esencial. Lo que están leyendo, en cualquier caso, es la reconstrucción, según mis recuerdos y desde la perspectiva maléfica del tiempo, de unas conversaciones y unos pensamientos que solo comenzaría a anotar, a modo de apuntes, cinco años después de aquellos encuentros en la playa durante el año 1977. En ese lapso, yo me había convertido en un Iván muy diferente del que había sido cuando me encontré con Jaime López, y lo era, entre otras causas y como comprenderán fácilmente, porque de la historia que me contaría aquel hombre oscuro -Raquelita tenía razón, como casi siempre- nadie podía escapar siendo la misma persona que había sido antes de escucharlo.

A mediados de noviembre, justo el primer día en que regresé a la playa después de nuestro último encuentro, volví a toparme con López y creo que por primera vez tuve la sospecha de que quizás aquel hombre me estaba esperando. Pero ¿por qué?, ¿para qué?, me dije, y también creo que de inmediato olvidé esas preguntas. En esa ocasión -para acabar de completar los factores de la ecuación necesaria, como después sabría- yo había ido sin Raquelita, que solía tener trabajo por las tardes y en el fondo no era demasiado adicta a aquellos viajes invernales a la playa.

Después de los saludos, caímos en el tema del viaje a París y de la salud de López, pero él resolvió el trámite diciéndome que los médicos franceses tampoco le habían encontrado nada y que el clima en París había sido todo lo aborrecible que era de esperar de aquella ciudad. No sé por qué aquella abrupta interrupción de una posible charla sobre algo que me motivaba -París, el sueño de los viajes- me impulsó a preguntarle la razón por la cual siempre llevaba vendada la mano derecha. Aun cuando sabía que con aquella pregunta rozaba los límites de lo permisible en una relación superficial, de conversaciones intrascendentes, en ese momento sentía una incisiva necesidad de saber algo definitivo sobre su persona, quizás movido por la impresión que el hombre le había producido a Raquelita y por la constatación de que su salud no parecía ser un problema grave.

– Es una quemadura muy fea -respondió López, sin pensarlo demasiado-. Me la hice hace unos años, pero es desagradable verla.

Percibí en su voz un tono de lamento que no le conocía. No debía de ser, pensé, que le molestara hablar de la mano quemada: quizás le disgustaba habérsela quemado, como si todavía le ardiera. Lamenté en ese instante mi indiscreción y nunca he sabido bien si, a modo de compensación o porque necesitaba vomitar mi rabia en-quistada, hice algo inhabitual en mí y le conté los avatares sufridos por mi familia en los últimos dos meses, desde que emergió conflictivamente la homosexualidad de mi hermano menor. Solté todo el resentimiento que sentía hacia mis padres por haber castigado de un modo tan cruel al muchacho y, mientras hablaba, me di cuenta de que había sido tan obtuso que hasta ese preciso momento, cuando le confiaba a aquella persona apenas conocida detalles y sentimientos que no le había revelado ni siquiera a mi mujer, había concentrado mi resquemor en la actitud de mis padres porque en realidad me había estado escamoteando el verdadero origen de lo ocurrido: la persistencia de una homofobia institucionalizada, de un fundamentalismo ideológico extendido, que rechazaba y reprimía lo diferente y se cebaba en los más vulnerables, en quienes no se ajustasen a los cánones de la ortodoxia. Entonces comprendí que tanto mis padres como yo habíamos sido juguetes de prejuicios ancestrales, de presiones ambientales del momento y, sobre todo, víctimas del miedo, tanto o más (sin duda más) que William. En mí, además, había influido cierto rencor hacia mi hermano, por ser precisamente mi hermano el que se había declarado maricón: yo podía entender y hasta aceptar que dos profesoras fuesen invertidas, pero no era lo mismo saber -y que los demás lo supieran- que el invertido es tu propio hermano. De todas formas, me callé aquellas elucubraciones que, en manos de López (¿quién coño era López, para quién trabajaba en Cuba, a santo de qué podía ir a verse con unos médicos en París?) o de cualquiera que decidiera utilizarlas, podían volverse en mi contra, como se encargó de recordármelo mi propio pasado.

López me había escuchado en silencio, como apenado.Ix y Dax, cansados de corretear, se habían echado a unos metros de su amo, y el negro alto y flaco, en su sitio entre las casuarinas, también se había sentado sobre unas raíces. En mi memoria, ese instante ha quedado grabado como una fotografía, como si el mundo se hubiera detenido por unos segundos, minutos incluso, hasta que López dijo:

– Siempre joden a alguien… Lo siento por tu hermano -y me pidió que lo ayudara a ponerse de pie.

Esta vez se mareó menos y me confirmó que en los últimos días se sentía mucho mejor. Cuando ya comenzaba a alejarse, López se detuvo y me pidió que me acercara. Apenas estuve a su lado, el hombre que amaba a los perros comenzó a desenrollarse la venda de la mano derecha y me mostró la piel plana y brillosa que desde el nacimiento del pulgar subía hacia el centro de la mano.

– Es bien fea, ¿verdad?

– Como todas las quemadas -le dije, sorprendido de que solo fuera una cicatriz antigua.

– Hay días en que todavía me duele… -y permaneció en silencio hasta que me miró a los ojos y me dijo-: No estuve en París. Fui a Moscú.

Aquella confesión me sorprendió: ¿por qué me había mentido y ahora me confiaba la verdad? ¿Por qué yo debía saber que había estado en Moscú? ¿No iban todos los días a Moscú decenas, cientos de cubanos, por cualquier motivo? Permanecí en silencio, sin poder responderme a mí mismo, haciendo lo único que podía hacer: esperar. Entonces López empezó a vendarse la mano de cualquier manera y me preguntó:

– ¿Te parece que podríamos vernos pasado mañana?

Despegué la mirada de la mano otra vez cubierta y descubrí en los ojos del hombre una humedad brillante. Hasta ese día -al menos que yo supiera- nuestros encuentros habían sido cruces más o menos casuales, más o menos propiciados por la costumbre y los caprichos del clima, pero nunca establecidos con antelación. ¿Por qué López me pedía otro encuentro después de mostrarme aquella quemadura hasta entonces oculta y de confesarme que había estado en Moscú y no en París?

– Sí, creo que sí.

– Pues nos vemos en dos días… Mejor si tu mujer no está -advirtió él y se golpeó las perneras del pantalón para queIx y Dax caminaran a su lado hacia donde el negro alto y flaco los esperaba.

La costa se había llenado de algas grises y marronas, cadáveres hinchados de medusas violáceas, maderas gastadas y piedras vomitadas por el mar la noche anterior, durante la entrada de un frente frío. En toda la franja de arena que abarcaba la mirada no se veía una sola persona. El sol entibiaba el ambiente y aunque en la playa el aire del norte batía fresco, sostenido, se podía resistir con el jácket ligero que yo llevaba ese día. Como me había adelantado a la hora fijada para la cita, caminé un rato por la orilla. Medio ocultos por unas algas felpudas, vi entonces aquellos pedazos de madera renegrida que parecían formar una cruz y que, de hecho, eran los brazos de una cruz. La madera, corroída, advertía que tal vez aquella cruz -de unos cuarenta por veinte centímetros- llevaba mucho tiempo a merced del mar y la arena, pero a la vez resultaba evidente que recién había arribado a la costa, empujada por el oleaje del último frente frío. Nada la hacía particular: eran solo dos piezas de madera oscura, muy densa, erosionadas, devastadas seguramente con una gubia, cruzadas y fijadas entre sí por dos tornillos oxidados. Sin embargo, aquella cruz rústica, quizás por su desgastada madera, quizás por estar donde estaba (¿de dónde había venido, a quién había pertenecido?), me atrajo tanto que, a pesar de mi ateísmo, decidí cargar con ella luego de lavarla en el mar. La cruz del naufragio, la llamé, aun cuando no tenía idea de su origen y sin sospechar por cuánto tiempo me acompañaría.