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Como si fuera inmune a la temperatura, López apareció vestido solo con una camisa gris, de mangas cortas, adornada con unos bolsillos enormes. Los borzois, hechos para temperaturas siberianas, parecían más que felices. El negro, siempre entre las casuarinas, se arropaba en un capote militar y en algún momento pareció quedarse dormido.

Desde el instante en que el hombre me había convocado para aquella conversación, apenas había podido pensar en otra cosa. Había hecho un resumen mental de lo poco que conocía de él y no encontré un resquicio para filtrar alguna especulación sobre el origen de aquella necesidad de verme y, era de esperar, hablarme de algo presumiblemente importante (que él prefería, o exigía, que Raquelita no oyera). Hasta el momento en que nos encontramos estuve barajando muchas posibilidades: que el hijo de López también fuera maricón; que López tuviera alguna buena influencia para ayudar a William en su reclamación; y, por supuesto, casi de oficio pensé que tal vez López ocultaba la intención de comentar mis opiniones en algún sitio y se preparara para regresar con alguna persona capaz de complicarme la vida, justo cuando yo había eliminado todos mis sueños y ambiciones (creo que incluso mis cada vez más moribundas pretensiones literarias) y nada más deseaba un poco de paz, como el pájaro adoctrinado que acepta gustoso la rutina segura de su jaula… Fuera por la razón que fuese, lo que iba a ocurrir debía ocurrir, había concluido, y poco antes de las cuatro de la tarde había llegado a Santa María del Mar, sin mi raqueta de tenis y hasta sin un libro para leer.

López sonrió al verme con la cruz de madera en la mano. Le expliqué cómo la había hallado y él me pidió verla.

– Parece muy vieja -dijo, mientras la estudiaba-. Este tipo de tornillos ya no se fabrica.

– Es de un naufragio -comenté, por decir algo.

– ¿De los que se van de Cuba en palanganas? -su pregunta destilaba una burlona ironía.

– No sé. Sí, puede ser…

– La cruz estaba ahí, esperando a que tú la encontraras -dijo, ahora con toda seriedad, mientras me la devolvía, y la idea me gustó. Si hasta ese momento había tenido alguna duda de qué hacer con la cruz, la posibilidad de que el hallazgo fuese algo más que una casualidad me convenció de que tenía que cargar con ella, pues solo en ese instante tuve la certeza de que debía de haber sido muy importante para alguien a quien nunca conocería. ¿Se me ocurrían cosas así porque todavía, a pesar de los pesares, yo podía reaccionar como un escritor? ¿Cuándo perdí esa capacidad y tantas, tantas otras?

En lugar de sentarnos en la arena, aprovechamos unos bloques de hormigón situados muy cerca del mar. Esa tarde López había traído una bolsa con un termo lleno de café y dos pequeños vasos plásticos, en los que sirvió varias veces de la infusión. En cada ocasión que bebía café, extraía de un bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros y su pesada fosforera de bencina, capaz de imponerse a los soplos de la brisa.

Además del café, el hombre que amaba a los perros traía también una mala noticia.

– Tenemos que sacrificar aDax -me dijo cuando nos acomodamos y miró hacia donde los borzois corrían, chapoteando en el agua.

Sorprendido por aquellas palabras, volteé la cabeza para ver a los animales.

– ¿Qué pasó? -pregunté.

– Hace dos días lo vio el veterinario…

– ¿Cómo un veterinario puede decirle que sacrifique a un perro como ése? ¿Mordió a alguien? ¿No ve cómo corre, que está normal?

López se tomó su tiempo para responder.

– Tiene un tumor en la cabeza. Morirá en cuatro o cinco meses, y en cualquier momento va a empezar a sufrir y puede volverse incontrolable.

Entonces fui yo quien permaneció en silencio.

– Lo que lo ponía agresivo era eso, no el calor… -agregó López.

– ¿Le hicieron placas? -volví a mirar hacia los animales.

– Y otros análisis. No hay posibilidades de que estén equivocados… Esto me tiene destrozado. Nadie se puede imaginar lo que quiero a esos perros.

– Me lo imagino -musité, recordando la muerte de Curry, un ratonero mocho que vivió conmigo toda mi niñez y parte de mi juventud.

– En Moscú y aquí en La Habana ellos han sido como dos amigos. Me gusta hablar con ellos. Les cuento mis cosas, mis recuerdos, y siempre les hablo en catalán. Y te juro que me entienden… CuandoDax empiece a empeorar y yo me haya hecho a la idea… ¿tú serías capaz de ayudarme en esto?

En un primer momento no entendí la pregunta. Después comprendí que López me pedía que lo ayudara a sacrificar aDax y reaccioné.

– No, yo no soy veterinario… Y aunque lo fuera, no, no podría hacerlo.

El hombre se mantuvo en silencio. Se sirvió más café y buscó uno de sus cigarros.

– Claro, no sé por qué te he pedido eso… Es que no sé cómo coño voy a…

En ese instante creí percibir que algo más terrible que la suerte de un perro enfermo rondaba al hombre, y casi de inmediato obtuve la confirmación.

– Si a mí me dijeran que estoy enfermo como Dax, me gustaría que alguien me ayudara a salir rápido del trance. Los médicos a veces son increíblemente crueles. Cuando llega lo inevitable deberían ser más humanos y tener una mejor idea de lo que es el sufrimiento.

– Los médicos sí lo saben, pero no pueden hacerlo. Los veterinarios también lo saben y tienen esa licencia para matar. Busque a uno que…

Sentí que me introducía en un terreno pantanoso y perdía movilidad, posibilidades de escape. Pero aún estaba muy lejos de imaginar hasta qué niveles me hundiría en una fosa que resultó estar rebosante de odio y sangre y frustración.

– Yo también voy a morirme -me dijo al fin el hombre.

– Todos vamos a morirnos -traté de salir del trance con una obviedad.

– Los médicos no me encuentran nada, pero yo sé que me estoy muriendo. Ahora mismo me estoy muriendo -insistió.

– ¿Por los mareos? -yo seguí aferrado a mi lógica y a mi papel de bobo-. La cervical… Hasta hay parásitos tropicales que provocan vértigos.

– No jodas, muchacho. No te hagas el tonto y escucha lo que te estoy diciendo: ¡que me estoy muriendo, coño!

Me pregunté qué carajo estaba pasando: ¿por qué, si apenas nos conocíamos, aquel hombre me escogía para confiarme que se estaba muriendo y que deseaba tener una persona capaz de abreviarle los sufrimientos? ¿Para eso me había citado? Entonces sentí miedo.

– No sé por qué usted…

López sonrió. Movió el talón del zapato en la arena hasta hacer un surco. En ese momento yo temía aún más las palabras que aquel hombre podría decirme.

– El pretexto para ir a Moscú fue que me invitaban a la celebración del sesenta aniversario de Octubre. Pero necesitaba ir para ver a dos personas. Pude verlas y tuve con ellas unas conversaciones que están acabando conmigo.

– ¿Con quién habló?

El hombre detuvo el movimiento del pie y miró su mano vendada.

– Iván, yo he visto la muerte tan de cerca como tú no eres capaz de concebirlo. Creo que lo sé todo sobre la muerte.

Lo recuerdo como si me hubiera ocurrido ayer: en ese preciso momento fue cuando verdaderamente sentí miedo, miedo real, además del lógico asombro ante aquellas impensables palabras. Porque nunca en mi vida pudo habérseme ocurrido que alguien confesara su capacidad de saberlo todo sobre la muerte. ¿Qué se hace en una situación así? Yo miré al hombre y dije: