Entonces el hombre que amaba a los perros, con la vista otra vez fija en el mar, empezó a contarme las razones de por qué su amigo Ramón Mercader recordaría, por el resto de sus días, que apenas unos segundos antes de pronunciar unas palabras que cambiarían su existencia había descubierto la malsana densidad que acompaña al silencio en medio de la guerra. El estrépito de las bombas, los disparos y los motores, las órdenes gritadas y los alaridos de dolor entre los que había vivido durante semanas se habían acumulado en su conciencia como los sonidos de la vida, y la súbita caída a plomo de aquel mutismo espeso, capaz de provocarle un desamparo demasiado parecido al miedo, se convirtió en una presencia inquietante cuando comprendió que tras aquel silencio precario podía agazaparse la explosión de la muerte.
13
Los acontecimientos que se habían sucedido a partir del 26 de agosto de 1936 le revelaron diáfanamente las muchas veces inextricables razones de por qué Stalin aún no le había roto el cuello. Enfrascado desde ese día en un combate ciego, Liev Davídovich había comprendido que el juego macabro del Gran Líder todavía exigía su presencia, pues su espalda tenía que servirle como catapulta en su carrera hacia las cumbres más inaccesibles del poder imperial. Y al mismo tiempo había comprendido que, agotada aquella utilidad de enemigo perfecto, realizadas todas las mutilaciones requeridas, Stalin fijaría el momento de una muerte que entonces llegaría con la misma inexorabilidad con que cae la nieve en el invierno siberiano.
Unos meses antes, previendo algún incidente que complicara las delicadas condiciones de su asilo, Liev Davídovich había comenzado a eliminar cualquier argumento que las autoridades noruegas pudieran esgrimir contra él. Más que la agresividad del partido pronazi del comandante Quisling, lo alarmaba la creciente virulencia de los estalinistas locales, quienes habían sumado a sus ataques un rumor inquietante: con machacona insistencia advertían que «el contrarrevolucionario Trotski» utilizaba a Noruega como «base para las actividades terroristas dirigidas contra la Unión Soviética y sus líderes». Su olfato entrenado le había advertido que la acusación no era fruto de una cosecha local, sino que venía de más lejos y escondía fines más tenebrosos. Por ello le había pedido a Liova y a sus seguidores que borrasen su nombre del ejecutivo de la IV Internacional, al tiempo que decidía dejar de conceder entrevistas y hasta abstenerse de participar, como simple espectador, en ningún acto político de la campaña parlamentaria de su anfitrión Konrad Knudsen. Su relación con el mundo exterior se redujo a las salidas que, una vez a la semana, Natalia y él hacían con los Knudsen a Honefoss, donde solían cenar en restaurantes baratos para luego gastar el resto de la noche en un cine, disfrutando de alguna de esas comedias de los hermanos Marx que tanto le gustaban a Natalia Sedova.
Por eso le extrañó que los dos oficiales de la policía noruega que aquella tarde se presentaron en Vexhall no mostraran la amable cordialidad con que siempre lo habían tratado las autoridades del país. Secamente imbuidos de su función, le habían informado que cumplían órdenes del ministro Trygve Lie y solo habían venido para entregarle un documento y regresar a Oslo con él firmado. El más joven, después de hurgar en su carpeta, le había alargado un sobre sellado. Knudsen y Natalia habían observado, expectantes, cómo él lo abría, desplegaba el folio y, tras ajustarse las gafas, lo leía. Mientras avanzaba, la hoja había comenzado a vibrar con un leve temblor. Entonces Liev Davídovich volvió a meterla en el sobre, para extendérselo al oficial que se lo había entregado y rogarle que le dijera al ministro que él no podía firmar ese documento y que el hecho de pedírselo le parecía un gesto indigno de Trygve Lie.
El oficial más joven había mirado a su compañero sin atreverse a tomar el sobre. La incertidumbre se había apoderado de los policías, inmóviles ante una actitud para la cual seguramente no estaban preparados. En ese instante él dejó caer el sobre, que fue a posarse junto a las botas del mayor de los oficiales, que al fin reaccionó: si no firmaba el documento podía ser detenido y puesto en manos de la justicia hasta que fuese deportado del país, pues tenían evidencias de que había violado las condiciones de su permiso de residencia al inmiscuirse en cuestiones políticas de otros estados.
Entonces se produjo la explosión: moviendo el índice en clara señal de advertencia, Liev Davídovich les gritó a los oficiales que le recordaran al ministro que él se había comprometido a no intervenir en los asuntos noruegos, pero que por nada del mundo habría renunciado a un derecho que era su razón de ser como exiliado político: decir lo que creyese conveniente sobre lo que ocurría en su país. Por lo tanto no firmaría aquel documento y, si el ministro quería hacerlo callar, tendría que coserle la boca o hacer algo que seguramente molestaría muchísimo a Stalin: matarlo.
Unos días después el exiliado tendría que reconocer que Stalin, fiel a su oportunismo político, había escogido con alevosía el momento más propicio para organizar la farsa de Moscú y tratar de convertirlo en culpable de todas las perversidades concebibles. La reciente entrada de Hitler en Renania había gritado al rostro de Europa que las intenciones expansionistas del fascismo alemán no eran solo un discurso histérico. Mientras, el levantamiento de una parte del ejército español contra la República, y el inicio de una guerra por cuyos campos de batalla se paseaban tropas italianas, aviones y buques alemanes, habían colocado a los gobiernos de las democracias (atemorizados por la posibilidad de quedarse solos ante el enemigo fascista) en una situación de dependencia casi absoluta de las decisiones de Moscú. En aquella coyuntura, cuando se decidían los destinos de tantos países, nadie se iba a atrever a defender a unos lamentables procesados en Moscú y a un exiliado que había sido acusado, precisamente, de ser agente fascista a las órdenes de Rudolf Hess. Entonces le había resultado evidente que la presión sobre el gobierno noruego debía de ser intensa y le advirtió a Natalia que debían prepararse para agresiones mayores.
Pero el exiliado había decidido que, mientras le fuera posible, explotaría su única ventaja: el gobierno de Oslo no podía deportarlo, pues nadie lo aceptaba, y ni siquiera tenían la opción de entregarlo a la justicia soviética, que no lo reclamaba, a pesar de su propia petición de someterse a juicio. Stalin no estaba interesado en juzgarlo, menos aún teniendo en cuenta que la repatriación habría tenido que ventilarse ante un tribunal noruego donde él podría tener la oportunidad de refutar las acusaciones lanzadas contra su persona y contra los ya condenados y ejecutados en Moscú.
Liev Davídovich tuvo la certeza de que se había desatado la crisis cuando el juzgado de Oslo lo requirió con el pretexto de que debía prestar declaración sobre el allanamiento de la casa de Knudsen: todo había comenzado a clarificarse cuando el juez que lo había citado expuso las reglas de juego, advirtiéndole de que como se trataba de una declaración y no de un interrogatorio, no se admitía la presencia de Puntervold, su abogado noruego, ni de Natalia, ni siquiera de Knudsen, como dueño de la casa allanada. Solo, frente al juez y los secretarios del tribunal, había tenido que responder a preguntas sobre el carácter de los documentos sustraídos, en los cuales, aseguró, no se inmiscuía en los asuntos internos de Noruega ni de ningún otro país que no fuera el suyo. Entonces el juez había levantado unos folios y él había comprendido la trampa que le habían tendido: aquel escrito, según el letrado, demostraba lo contrario, pues a propósito del Frente Popular, él había hecho un llamado a la revolución en Francia.