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En el artículo, escrito tras la victoria de la alianza de las izquierdas francesas, Liev Davídovich había comentado que Léon Blum, a la cabeza del nuevo gobierno, resultaba una garantía mínima de que la influencia estalinista encontraría escollos para establecerse en el país, y advertía que si Francia conseguía radicalizar su política, bien podría convertirse en el epicentro de la revolución europea que él había esperado desde 1905, la revolución capaz de frenar al fascismo y arrinconar al estalinismo. Sin embargo, según el juez, aquel documento era una prueba de su conducta desleal hacia el gobierno que tan generosamente lo había acogido, y una violación de las condiciones del asilo. Indignado, Liev Davídovich preguntó si investigaban sus opiniones políticas o un allanamiento de la casa donde se alojaba, practicado por un grupo profascista. Como si no lo hubiera escuchado, el juez se había vuelto hacia el secretario de actas y había confirmado que el señor Trotski admitía ser el autor del documento que demostraba su intromisión en la política de terceros países.

Cuando se dirigía a la puerta, los policías que lo custodiaban le informaron que debían llevarlo al vecino Ministerio de Justicia. Ya en el edificio contiguo, lo recibieron dos funcionarios tan imbuidos de su carácter que le parecieron recién salidos de un cuento de Chéjov. Luego de informarle que el ministro Lie se disculpaba por no estar presente, le tendieron una declaración que el ministro le rogaba que firmase como requisito para prolongar su permiso de permanencia en el país. Mientras avanzaba en la lectura de la declaración, Liev Davídovich había creído que las sienes le explotarían si no daba rienda suelta a su ira.

«Yo, Liev Trotski», había leído, «declaro que mi esposa, mis secretarios y yo no realizaremos, mientras nos hallemos en Noruega, ninguna actividad política dirigida contra ningún Estado amigo de Noruega. Declaro que residiré en el lugar que el gobierno escoja o apruebe, y que no nos inmiscuiremos de ninguna manera en asuntos políticos, que mis actividades como escritor estarán circunscritas a obras históricas, biográficas y memorias, y que mis escritos de índole teórica no estarán dirigidos contra ningún gobierno de ningún Estado extranjero. Convengo en que toda la correspondencia, telegramas o llamadas telefónicas enviados o recibidos por mí sean sometidos a la censura…»

El exiliado se había puesto de pie mientras arrugaba la declaración, al tiempo que preguntaba por dónde se llegaba más rápido a la cárcel donde lo encerrarían para mantenerle callado.

Liev Davídovich comprobaría que los atemorizados noruegos no necesitaban encarcelarlo para someterlo a un silencio que, a todas luces, exigía Stalin, empeñado en tapiar unos argumentos que pudieran poner de manifiesto las mentiras y contradicciones de la farsa judicial recién celebrada en Moscú. De regreso a Vexhall, de donde se habían llevado a sus secretarios con órdenes de deportación, los confinaron a Natalia y a él en la habitación cedida por Knudsen, frente a la cual colocaron una pareja de guardias para impedirle incluso la comunicación con el dueño de la casa. Como si se tratara de un juego de niños, sólo que dramático y macabro, Liev Davídovich había pasado por debajo de la puerta una protesta formal en la que acusaba al ministro de violar la Constitución con un confinamiento que no había ordenado ningún tribunal. A la mañana siguiente, un policía le entregó una comunicación de Trygve Lie donde le informaba que el rey Haakon había firmado una orden que le permitía atribuciones extraconstitucionales en el caso de los exiliados Liev Davídovich Trotski y Natalia Ivánovna Sedova. Sin duda, Lie parecía dispuesto a conseguir que, con el silencio, cayera cuando menos un manto de duda sobre la inocencia del deportado.

Convencido de que se acercaban tiempos aún más turbulentos, Liev Davídovich había encargado a su secretario Erwin Wolf que hiciera llegar a Liova la última versión deLa revolución traicionada. Aunque había dado por terminado el libro a principios del verano, los acontecimientos de Moscú lo llevaron a retrasar su envío a los editores, pues esperaba poder añadir una reflexión sobre el juicio contra Zinóviev, Kámenev y sus compañeros de suerte. Sin embargo, ante la in-certidumbre de lo que podría ocurrir con su vida, había decidido añadir sólo un pequeño prefacio: el libro sería una especie de manifiesto en el que Liev Davídovich adecuaba su pensamiento a la necesidad de una revolución política en la Unión Soviética, un cambio social enérgico que permitiera derrocar el sistema impuesto por el estalinismo. No dejaba de advertir la extraña ironía que encerraba una propuesta política jamás concebida por las más febriles mentes marxistas, para las cuales hubiera sido imposible imaginar que, logrado el sueño socialista, fuera necesario llamar al proletariado a rebelarse contra su propio Estado. La gran enseñanza que proponía el libro era que, del mismo modo que la burguesía había creado diversas formas de gobierno, el Estado obrero parecía crear las suyas y el estalinismo se revelaba como la forma reaccionaria y dictatorial del modelo socialista.

Con la esperanza de que aún fuese posible salvar la revolución, él había tratado de desligar el marxismo de la deformación estalinista, a la que calificaba como el gobierno de una minoría burocrática que, por la fuerza, la coacción, el miedo y la supresión de cualquier atisbo de democracia, protegía sus intereses contra el descontento mayoritario dentro del país y contra los brotes revolucionarios de la lucha de clases en el mundo. Y terminaba preguntándose: si ya se habían pervertido, hasta sus entrañas, el sueño social y la utopía económica que lo sustentaba, ¿qué quedaba del experimento más generoso jamás soñado por el hombre? Y se respondía: nada. O quedaría, para el futuro, la huella de un egoísmo que había utilizado y engañado a la clase trabajadora mundial; permanecería el recuerdo de la dictadura más férrea y despectiva que pudiera concebir el delirio humano. La Unión Soviética legaría al futuro su fracaso y el miedo de muchas generaciones a la búsqueda de un sueño de igualdad que, en la vida real, se había convertido en la pesadilla de la mayoría.

La premonición que lo había impulsado a ordenar a Wolf el envío deLa revolución traicionada cobró forma el 2 de septiembre. Ese día Natalia y él tuvieron la impresión de abrir las páginas del capítulo más oscuro del torbellino en que se habían convertido sus vidas y también la certeza de que la maquinaria estalinista no se detendría hasta asfixiarlos. La orden de traslado informaba escuetamente que su destino sería un lugar escogido por el ministro de Justicia y solo los habían dejado tomar sus objetos personales. Los policías, en cambio, habían tenido la deferencia de permitir que se despidieran de los numerosos miembros de la familia Knudsen. La atmósfera en la casa había adquirido la densidad malsana de un funeral, y los jóvenes hijos de Kon-rad habían llorado al verlos salir como parias, tras haber compartido con ellos un año de sus vidas durante el cual habían incorporado un nuevo miembro a la familia (Erwin Wolf y Jorkis, una de las hijas de Knudsen, se habían casado), la predilección por el café y, como lo demostraba aquel instante, la noción de que la verdad no siempre triunfa en el mundo.

El destino que les habían escogido era una aldea llamada Sundby, en un fiordo casi deshabitado de Hurum, treinta kilómetros al sur de Oslo. El Ministerio había alquilado una casa de dos plantas que los confinados compartirían con una veintena de policías dedicados a fumar y jugar a las cartas y donde las restricciones resultaron ser peores que las de un régimen penaclass="underline" no se les autorizaba a salir y la única visita permitida era la del abogado Puntervold, cuyos papeles eran revisados al llegar y al partir. Además, recibían los periódicos y la correspondencia solo después de ser groseramente censurados con tijera y tinta oscura por un funcionario que, al igual que Jonas Die, el jefe de la guardia que los custodiaba, proclamaba orgulloso su militancia en el partido nacionalsocialista de Quisling.