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Los confinados solo habían vuelto a tener una idea de lo que pasaba fuera de aquel fiordo remoto cuando Knudsen consiguió que les luna devuelta la radio, confiscada cuando pasaron por Oslo. Así pudo tener Liev Davídovich una medida del éxito conseguido por Stalin con la colaboración noruega cuando escuchó las declaraciones del fiscal Vishinsky, quien comentaba que si Trotski no había contestado a las acusaciones de su Ministerio era porque no tenía modo de impugnarlas, y que el silencio de sus amigos en los gobiernos socialistas de Noruega, Francia, España, Bélgica, corroboraba la imposibilidad de rebatir lo irrebatible. Liev Davídovich había comprendido que debía hacerse oír o estaría perdido para siempre: la más burda de las mentiras, dicha una y otra vez sin que nadie la refute, termina por convertirse en una verdad. Y había pensado: quieren acallarme, pero no van a conseguirlo.

Utilizando la tinta simpática que Knudsen había logrado pasarle en un frasco de jarabe para la tos, preparó una carta para Liova donde le ordenaba lanzarse al contraataque y la acompañó de una declaración, dirigida a la prensa, donde refutaba las imputaciones hechas en su contra y acusaba a Stalin de haber montado el proceso de agosto con el fin de reprimir el descontento que se vivía en la URSS y para eliminar todo tipo de oposición, en una ofensiva criminal comenzada con el asesinato de Kírov. Insistía, además, en la inexistencia de canales de comunicación con cualquier persona en territorio soviético, incluido su hijo menor, Serguéi, de quien no habían tenido noticias en más de nueve meses. Por último, ofrecía al gobierno noruego su disposición a que se analizaran las acusaciones en su contra y pedía la creación de una comisión internacional de las organizaciones obreras para que se investigaran los cargos y se le juzgara públicamente… El 15 de septiembre, como salida del más allá, su voz se dejó escuchar con aquel alarido: era la advertencia de que Liev Davídovich Trotski no se rendía.

Aun cuando el exiliado había evitado mencionar en la declaración su controversia con las autoridades noruegas y los denigrantes sucesos de los últimos días y la había fechado en el 27 de agosto (la víspera de su comparecencia en el juzgado de Oslo), el Ministerio de Justicia le prohibió en adelante toda relación epistolar.

Por eso, aunque hacía muchos meses que Liev Davídovich tenía certeza de que el tiempo que le quedaba de vida no le alcanzaría para revertir la corriente política que lo había convertido en un paria y a la revolución en un baño de sangre fratricida, decidió lanzarse contra muro e intentar que su declaración obtuviera más resonancia. Para empezar, ordenó a Puntervold poner una demanda contra los redactor de los periódicos noruegosVrit Volk, nazi, y Arbejderen, estalinista, co la esperanza de romper por esa vía la reclusión y usar el juzgado como tribuna. El abogado presentó la demanda el 6 de octubre y le informó que se habían iniciado los trámites para resolverla antes de fin de me Pero octubre se esfumaría sin que se iniciara el proceso, hasta que día 30 llegó la explicación: Lie había detenido los trámites del juicio, amparado en un nuevo Decreto Real Provisional según el cual «un extranjero recluido bajo los términos del decreto de 31 de agosto de 1936 no puede comparecer como demandante ante un tribunal noruego sin la concurrencia del Ministerio de Justicia».

El 7 de noviembre, Puntervold viajó a Sundby para entregarle, en nombre de Konrad Knudsen, una hermosa torta para que festejara su cincuenta y siete cumpleaños y el decimonoveno de la Revolución de Octubre. Jonas Die, el fascista jefe de la guardia policial, acompañó al letrado mientras éste les entregaba el dulce y hasta felicitó a su prisionero, deseándole (era tan prepotente que lo hizo sin ironía) muchos años de felicidad. Le rogaron entonces a Die un poco de privacidad para celebrar el inesperado regalo. Apenas quedaron solos, Natalia troceó la torta y extrajeron el pequeño rollo de papel. Liev Davídovich se encerró en el baño a leer: Knudsen sabía que, en los últimos dos meses, aquélla era la historia que más lo había intrigado, pero solo muy recientemente había logrado conocer los detalles que ahora le revelaba al exiliado con letra diminuta, prescindiendo de adjetivos, con muchas abreviaturas.

Según Knudsen, el 29 de agosto, tres días después de que lo confinaran en Vexhall, el gobierno soviético había pedido a Lie, quien sustituía al ministro de Exteriores, de viaje en el extranjero por esos días, la expulsión del proscrito, pues utilizaba a Noruega, insistían, como base para sabotajes contra la Unión Soviética. La prolongación del asilo, decían amenazadores, deterioraría las relaciones entre los países. Lie aseguraba que cuando recluyó a Trotski, el 26 de agosto, aquella declaración aún no le había sido entregada, por lo cual nadie podía acusarlo de haberlo confinado por verse sometido a la presión soviética. Sin embargo, Yakubovich, el embajador ruso, se había encargado de comentar que varios días antes, cuando Liev Davídovich había concedido una entrevista para elArbeiderbladet, él le había expresado verbalmente aquel mismo mensaje a Trygve Lie. En esa ocasión el embajador había amenazado con una crisis política y hasta la ruptura de relaciones comerciales. Los navegantes y pescadores noruegos, convenientemente enterados del diferendo, temieron una represalia que los perjudicaría y Oslo había cedido a la presión y le asignó a Lie el papel de represor. Fue entonces cuando el ministro le había propuesto firmar la declaración de sumisión con la que pensaba contentar a los soviéticos pero, al no conseguirlo, debió ordenar la reclusión en Sundby.

Armado con la tinta simpática, Liev Davídovich empezó a preparar una carta a Liova y a su abogado francés, Gérard Rosenthal. Sintiéndose libre de cualquier compromiso con los políticos noruegos, contó los detalles y causas de su reclusión y pidió a su hijo que agilizara la campaña de respuesta a Stalin: ahora más que nunca sabía que su única posibilidad era no rendirse, que el silencio solo podía darles la victoria a esa marioneta que era Lie y a quien manejaba los hilos, Stalin.

A través de la radio y de los pocos periódicos que, trucidados, le permitían recibir, el confinado trataba de mantenerse al tanto de lo que ocurría más allá del fiordo. Con unas gotas de mezquina satisfacción supo que, tal y como había predicho, en Moscú y en el resto del país continuaban los arrestos de oposicionistas verdaderos o inventados. Entre los que habían ido cayendo contó al infame Karl Rádek, justo después de que hubiera reclamado en la prensa la muerte del «superbandido Trotski»; también se enteró del arresto del infeliz Piatakov, quien había creído salvarse si declaraba que a los trotskistas había que aniquilarlos como a carroña. En la línea de lo predecible, a finales de septiembre se había producido la destitución de Yagoda como jefe de la GPU, y su puesto había sido asignado a un oscuro personaje llamado Nikolái Yézhov, en cuyas manos Stalin ponía la batuta para dirigir un nuevo capítulo del terror: Liev Davídovich sabía que en Moscú necesitaban organizar otra farsa para tratar de arreglar las chapucerías del proceso de agosto y para eliminar a cómplices demasiado enterados, como el mismo Yagoda o el infame Rádek.

Otro de sus focos de interés era la evolución de la guerra española, la cual podía dar un giro tras el reciente anuncio de Stalin de brindar apoyo logístico a la República. Pero no le extrañó saber que junto a las armas, incluso antes que ellas, habían viajado a Madrid los agentes soviéticos, estableciendo reglas y minando el terreno para que fructificaran los intereses de Moscú. A pesar de aquel movimiento sinuoso, Liev Davídovich había pensado cuánto le habría gustado estar en aquella España efervescente y caótica. Unos meses atrás, cuando se había perfilado el carácter de la República con el triunfo electoral del Frente Popular, él había escrito a Companys, el presidente catalán, solicitándole un visado que, unos días más tarde, el gobierno central le había negado rotundamente… A su manera, Liev Davídovich rogó para que los republicanos lograran resistir el avance de las tropas rebeldes que pretendían tomar Madrid, aunque ya presentía que para los revolucionarios españoles resultaría más fácil vencer a los fascistas que a los persistentes y reptantes estalinistas a los que les habían abierto la puerta del fondo.