La buena noticia de que Knudsen había ganado las elecciones parlamentarias en su distrito llegó al fiordo reforzada con la entrada, asombrosamente permitida, del Livre rouge sur le procés de Moscou, publicado por Liova en París. Liev Davídovich comprobó que el folleto conseguía demostrar, de manera irrebatible, las incongruencias y falsedades de la fiscalía moscovita, mientras advertía al mundo que un juicio donde no se presentaban pruebas, fundado en confesiones autoincri-minatorias de reos detenidos por más de un año, no podía tener valor probatorio alguno.
La mejor noticia para el deportado había sido comprobar que Liova, llegado el momento de tomar decisiones, también era capaz de hacerlo.
En las cartas que su hijo le había enviado, antes y después de la publicación delLibro rojo (cartas que Puntervold trataba de repetirle de memoria), se filtraba la tensión en que vivía el joven, sobre todo desde el proceso de agosto. Si bien el juicio de Moscú había tenido el efecto benéfico de acercar a viejos camaradas como Alfred y Margue-rite Rosmer, dispuestos a salir en defensa de Liev Davídovich, también había desatado en Liova una sensación de acorralamiento que no lo abandonaba y que lo llevaba a temer incluso que pudiera ser secuestrado o asesinado. Su situación, además, se había complicado con el agotamiento de los fondos para pagar la impresión del Boletín y con las tensiones familiares, pues desde la ruptura política con Molinier, Jeanne decía sentirse más cerca de las posiciones del ex marido que de las de Liova y su padre. Sin embargo, su mayor inquietud, insistía el muchacho, no era él mismo ni su matrimonio, sino algo mucho más valioso: los archivos personales e históricos de Liev Davídovich, guardados en París. Liova había conseguido que una parte de los papeles ya estuvieran en poder del Instituto Holandés de Historia Social y, a principios de noviembre, entregó otra parte a la sucursal francesa del Instituto. El resto, que contenía algunos de los legajos más confidenciales, los había puesto bajo la custodia de su amigo Mark Zborowski, el eficiente y culto polaco ucraniano al que todos llamaban Étienne.
Muy pronto aquel asunto de los archivos demostraría ser algo más que una obsesión de Liova cuando, apenas entregada la nueva partida al Instituto, ocurrió lo que él tanto temía: la noche del 6 de noviembre, un grupo de hombres había entrado en el edificio y sustraído algunos de los legajos. Para la policía estaba claro que se trataba de una operación profesional y política, pues no faltaban otros objetos de valor que había en el local. Lo extraño era que los ladrones supieran de la existencia de un depósito del que solo tenían conocimiento personas de la más absoluta confianza de Liova. Más aún, si los ladrones conocían los secretos de la papelería, ¿por qué habían entrado en el Instituto y no en el departamento de Étienne, donde estaban los documentos más valiosos? Liova acusaba del robo a la GPU, pero, al igual que en los incendios de las casas de Prínkipo y Kadikóy, su padre percibió que una historia turbia se escondía tras el suceso.
El 21 de noviembre, Puntervold llevó a los Trotski el cadáver de la que fuera una débil esperanza: el presidente norteamericano Roosevelt había vuelto a rechazar la petición de asilo que Liev Davídovich le dirigiera. Las últimas alternativas para salir del fiordo eran ahora la improbable gestión que, como miembro del gobierno catalán, hacía Andreu Nin para que se les acogiera en España y la que Liova había iniciado a través de Ana Brenner, amiga cercana de Diego Rivera, para que el pintor intercediera ante el presidente mexicano Lázaro Cárdenas a fin de que éste le concediera asilo. Para Liev Davídovich la posibilidad de ir a México, quizás la más realista en ese momento, lo desasosegaba: sabía que en ese país su vida peligraría tanto como si se acostara a dormir desnudo en la costa del fiordo helado de Hurum.
En el momento más estricto del confinamiento, Liev Davídovich recibió la visita de Trygve Lie, a quien no había vuelto a ver desde que se destapara la crisis. Lie traía unas provisiones enviadas por Knudsen, entre ellas una bolsa del café que Natalia abrió y comenzó a preparar de inmediato. Después de beber la infusión, el ministro le comentó al confinado que había venido para decirle que el juicio contra los hombres de Quisling se celebraría el 11 de diciembre. Liev Davídovich no pudo evitar una sonrisa: ¿le dejaría hablar en público? Trygve Lie desvió la mirada hacia los tomos colocados sobre la mesa y le comentó que el juicio sería a puerta cerrada. Aunque Liev Davídovich sintió cómo la ira lo desbordaba, consiguió calmarse y le preguntó al ministro si en las mañanas, cuando se afeitaba ante el espejo, no le daba vergüenza mirarse a la cara. Un vapor rojizo cubrió el rostro de Lie, que esperó unos segundos antes de reprocharle su ingratitud al acogido: como político que era, debía de saber las exigencias que muchas veces imponía la política. Pero la aclaración del otro fue inmediata: Lie era un político; él, un revolucionario… ¿Acaso por su fe política Lie estaría dispuesto a someterse a lo que estaba sometido él?, preguntó, y Trygve Lie se puso de pie, convencido de que nunca debía darle una tribuna a aquel hombre. Sin embargo, persiguiendo alguna distensión, el ministro extendió la mano sobre los libros apilados en la mesa y levantó un volumen de las obras de Ibsen: Un enemigo del pueblo. Liev Davídovich vio la oportunidad pintada en el aire y comentó lo apropiada que resultaba aquella obra en su actual situación: el político Stockmann que traiciona a su hermano se parecía extraordinariamente a
Lie y a sus amigos, y citó de memoria un fragmento: «Todavía queda por ver si la maldad y la cobardía son lo bastante poderosas para sellar los labios de un hombre libre y honrado». Seguidamente le dio las buenas tardes al ministro y extendió la mano para que le devolviera el libro.
Sin mirar al confinado, Trygve Lie le replicó que había muchos modos de sellar los labios y hasta la vida de un hombre «honrado»: en unos días lo trasladarían a una casa más pequeña, lejos de Oslo, pues el Ministerio no podía afrontar el gasto de alquileres y sostenimiento del exiliado y de los guardias en aquel lugar. Luego tiró el libro sobre la mesa y salió a la nieve.
Liev Davídovich asistió al juicio contra los hombres de Quisling aun cuando sabía que el proceso era una cortina de humo detrás de la cual los laboristas y los nacionalsocialistas noruegos se daban la mano, alegres de haber cooperado en su marginación. No obstante, en sus declaraciones aprovechó la ocasión para denunciar que aquel juicio se celebraba a puerta cerrada cumpliendo órdenes enviadas por Stalin al ministro fascista Trygve Lie.
Por eso, una semana después, cuando le anunciaron una nueva visita de Lie, el exiliado se preparó para lo peor. El ministro permaneció de pie, sin quitarse el abrigo y sin mirar a Liev Davídovich, y le dijo que, para el bien de todos, el presidente Cárdenas le había concedido asilo en México y saldrían de inmediato.