Aunque la perspectiva de marchar a México seguía pareciéndole peligrosa, el exiliado trató de convencerse de que era preferible morir a manos de cualquier asesino que vivir en ese cautiverio que amenazaba endurecerse hasta aplastarlo. La prisa que se daban los noruegos por echarlo del país -ni siquiera le permitirían gestionar un tránsito por Francia para ver a Liova- delataba las tensiones entre las que, por su culpa, debían de haber vivido Lie y los demás ministros en los últimos cuatro meses. No obstante, Liev Davídovich pensó que no debía perder su última oportunidad y le recordó a Lie que todo lo que él y su gobierno habían hecho contra su persona era un acto de capitulación y, como toda capitulación, les costaría un precio, pues él sabía que cada día estaba más cercano el momento en que los fascistas llegarían a Noruega y los convertirían a todos ellos en exiliados. Lo único que deseaba Liev Davídovich era que entonces el ministro y sus amigos se encontrasen algún día con un gobierno que los tratase como ellos le habían tratado a él. Trygve Lie, inmóvil en el centro de la pieza, escuchó aquella profecía con una ligera sonrisa en los labios, incapaz de sospechar el modo abrumador y dramático en que se cumpliría.
Natalia preparó los equipajes mientras Liev Davídovich, todavía temeroso de que la prisa y el sigilo de la partida pudieran conducirlos a alguna trampa, se dispuso a lanzar bengalas de advertencia. A toda máquina redactó un artículo contra el abogado inglés del Consultorio Real, y el francés, miembro de la Ligue des Droits de l'Homme, quienes habían certificado la legalidad del proceso de Moscú, y escribió a Liova una carta, a la que daba valor de testamento: le advertía que si algo les ocurría a él y a su madre durante la travesía hacia México o en otro lugar, declaraba que Liova y Seriozha eran sus herederos. También le encomendaba que jamás se olvidara de su hermano y le pedía que, si alguna vez volvía a encontrarse con él, le dijera que sus padres tampoco lo habían olvidado nunca.
El 19 de diciembre de 1936, envueltos en la luz opaca del invierno, subieron al auto que los sacó del fiordo de Hurum. Liev Davídovich contempló el paisaje noruego y, como escribiría poco después, mientras se alejaban del fiordo hizo en silencio balance de su exilio, para ratificarse que las pérdidas y las frustraciones superaban con mucho las dudosas ganancias. Nueve años de marginación y ataques habían conseguido convertirlo en un paria, un nuevo judío errante condenado al escarnio y a la espera de una muerte infame que le llegaría cuando la humillación hubiese agotado su utilidad y su cuota de sadismo. Dejaba Europa, quizás para siempre, y en ella los cadáveres de tantos compañeros, las tumbas de sus dos hijas. Con él se llevaba apenas la esperanza de que Liova y Serguéi pudieran resistir y, al menos, salir con vida de aquel torbellino; se iban las ilusiones, el pasado, la gloria y los fantasmas, incluido el de la revolución por la que había luchado tantos años. Pero conmigo se va también la vida, escribiría: y por más derrotado que me crean, mientras respire, no estaré vencido.
14
Román Pávlovich sonrió, como si volviera a la vida, cuando Grigoriev le descifró los caracteres cirílicos y leyó el nombre estampado en el pasaporte: R-O-M-Á-N P-Á-V-L-O-V-I-C-H L-O-P-O-V. El soviético había ido moviendo el índice sobre las letras y el recién bautizado Román, hijo de Pablo, después de sonreír, se mantuvo observando con detenimiento los signos rígidos y distantes, mientras luchaba por grabarlos en su mente. En la foto del pasaporte, tomada en un sótano del edificio que ocupaba la Embajada soviética en Valencia, parecía mayor, como si se hubiera transformado desde la última vez que se vio en un espejo: pero le gustó la cara de Román Pávlovich, más recia, como hecha por la vida agreste del Cáucaso donde, según el documento, había nacido. Entonces Grigoriev extendió la mano, con una tensión exigente, y él le devolvió el pasaporte con la sensación de que se desprendía de un pedazo de su alma.
Desde que aterrizaron en el aeropuerto militar, Román Pávlovich había sentido cómo caía en un mundo impenetrable. El idioma ruso lo había rodeado con la misma densidad que el hedor áspero y oleaginoso exhalado por los oficiales que los habían llevado a una habitación demasiado cerrada, donde Grigoriev sostuvo una breve entrevista con dos de ellos. Ahora, acomodado en el asiento posterior del auto que compartía con Grigoriev, sentía cómo su olfato se limpiaba con el aire tibio que penetraba por la ventanilla y, con la caricia de su idioma, volvía a recuperar cierto equilibrio.
– ¿Estamos muy lejos de Moscú? -preguntó, observando el tupido bosque de pinos que atravesaba la carretera.
– Más cerca que ayer -dijo Grigoriev.
– ¿Y cuándo me llevarás?
– No viniste a hacer turismo -afirmó Grigoriev y él tuvo la certeza de que el tono del hombre se había endurecido, por alguna razón.
Ramón decidió permanecer en silencio. No iba a permitir que nadie le dañara la alegría que lo acompañaba desde que, al regresar a Barcelona, Kotov le anunció que había sido seleccionado para viajar a la patria del socialismo, con la misión de prepararse para luchar por el triunfo de la revolución mundial. Sin ofrecerle más detalles, el asesor le había advertido que serían semanas intensas, durante las cuales se les exigiría el máximo a su cuerpo y su mente.
El bosque de pinos se había hecho más impenetrable cuando, en una curva de la carretera, la monotonía conifera quedó rota por una muralla de hormigón junto a la que rodaron por varios centenares de metros hasta llegar a un portón metálico que se abrió con un chirrido carcelario. Ramón Mercader alertó sus sentidos, dispuesto a captar el más mínimo detalle. Tras el portón, que volvió a cerrarse apenas el auto lo traspuso, corría un sendero estrecho y circular que empezaron a recorrer en sentido opuesto a las manecillas del reloj. A la izquierda, en lo que debía de ser el centro de una gigantesca rotonda, se alzaban más pinos, separados a cada tanto por senderos que, como radios, se perdían hacia el corazón denso del bosque. A la izquierda, delimitadas por cercas metálicas flanqueadas de setos compactos y podados, había unas cabañas de ladrillo, en cuya puerta principal se veían números que seguían un orden recóndito o arbitrario: del 11 se pasaba al 3, luego al 8, al 2, al 7, como si los números hubieran sido voceados por un anunciante de loterías.
El auto se detuvo ante la cabaña 13, y cuando Grigoriev musite un llegamos, Ramón tuvo la convicción de que aquellos guarismos tenían un significado propicio: aquél era el año de su nacimiento. Apenas pusieron pie en tierra, el auto se perdió en la curva de la rotonda y Grigoriev avanzó hacia la cabaña y abrió la puerta, descorriendo cerrojo exterior. Ramón, que solo llevaba un bolso de tela donde le habían permitido echar alguna ropa interior, se apresuró y cruzó el umbral, para que su guía material y espiritual cerrara la puerta tras él.
La sala de la cabaña estaba dispuesta como un aula para un solo alumno, en la que destacaban un pupitre, una mesa con una silla, un pizarrón y un mapamundi desplegado en la pared. Hacia un costado había una mesa baja y, a su alrededor, cuatro butacas forradas en pie Frente a ellas estaban de pie dos hombres uniformados: uno llevaba un traje de reglamento, con grados en los hombros, y el otro un mono de campaña negro, sin distintivos. El oficial se acercó a Grigoriev sonriente, lo abrazó, para luego besarlo en las mejillas y los labios mientras ambos musitaban palabras en ruso. El del traje de campar hizo un saludo marcial a Grigoriev y éste, luego de responderle, le es trecho la mano y le habló algo en aquel idioma pedregoso. Solo entonces el oficial se volvió hacia Ramón y se dirigió a él en francés.
– Bienvenido a nuestra base, camarada Román Pávlovich. Soy el mariscal Koniev, jefe de la instalación, y él -señaló al hombre de negro-es el teniente Karmín, su oficial entrenador. Siéntese, por favor. ¿Un té?