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– Veo que te han atiborrado de consignas. Ahórratelas conmigo.

Sin cojear apenas, Grigoriev lo condujo hacia el bulevar de los teatros y entraron en la calle Petrovka, donde el Soldado 13 encontró una vida palpitante que contrastaba con la soledad sideral de la Lubyanka. Su mentor le había dicho que buscarían un sitio adecuado para comer algo y conversar, a salvo de indiscretos. Ante un edificio de aire modernista, que al Soldado 13 le resultó lejanamente familiar y barcelonés, un hombre, al pie de una escalera que descendía desde la acera hacia un sótano, combatía el frío marchando sin moverse del sitio. El Soldado 13 tuvo la certeza de que el hombre los esperaba, pues los observó con insistencia mientras marchaba: un brazo se movía al compás, y la mano del otro brazo, cruzado sobre el pecho en una extraña posición, movía dos dedos inquietos, a la altura de la solapa. Al pasar a su lado, Grigoriev farfulló unniet, y bajaron al semisótano, cuyas claraboyas quedaban a la altura de la acera, y penetraron en lo que, con dificultad, el Soldado 13 hubiera calificado como una cervecería. Acodados a unas mesas altas, sin sillas a su alrededor, varios racimos de hombres y mujeres hablaban a gritos mientras bebían grandes sorbos de un líquido con olor a lúpulo al que añadían chorros generosos de los botellines de vodka que llevaban en cualquiera de los muchos bolsillos de sus abrigos. Sin dejar de hablar ni de beber, todos comían con avidez pequeñas lonchas de arenque ahumado sobre una rodaja de pan negro y unas tiras de carne oscura de alguna especie de pescado seco al que golpeaban varias veces contra la mesa para facilitar la extracción de los filetes, que deglutían casi sin masticar. El tufo del pescado, el hedor de la cerveza curada, el humo de aquel insufrible tabaco ruso llamado majorka y la fetidez de los sudores bajo los abrigos que hedían a piel de carnero húmeda resultó una atmósfera demasiado agresiva y el Soldado 13, preparado para resistir las agresiones más diversas, le rogó que buscaran algún otro lugar. Grigoriev sonrió, comprensivo.

– Sí, esto requiere un entrenamiento especial. La verdad es que al pueblo escogido por la providencia de la historia le hace falta más agua y jabón, ¿no?

Cuando salieron, el hombre de los dos dedos sobre la solapa continuaba su ejercicio, pero esta vez ni siquiera los miró. Mientras volvían al bulevar de los teatros, Grigoriev al fin le develó el misterio del solitario marchante: era un bebedor que buscaba otros dos compañeros con los que compartir unos vasos deyorsh, la mezcla de vodka y cerveza que todos bebían en el sótano.

– Los rusos son grandes bebedores, pero son bebedores competitivos. Hay dos cosas que no les gustan: la cerveza que no esté cargada con vodka, pues les parece que es un gasto de tiempo y dinero, y no tener puntos de referencia en la cantidad de bebida que tragan: por eso beben acompañados y compiten entre ellos. Y ese camarada, ya viste sus dos dedos, está buscando un par de compañeros para la faena…

Luego de andar unas cuadras, otra vez en dirección al Kremlin, entraron en la plaza del Manezh, y Grigoriev, deteniéndolo por un brazo, le pidió que observara el edificio monumental erigido frente a ellos. Sobre la entrada principal, el Soldado 13 encontró una identificación en cirílico que logró leer: Hotel Moscú. Contempló el bloque de mampostería, de varias plantas (diez, doce, pues su estructura hacía difícil saberlo), con una columnata soportando un techo adosado que se proyectaba hacia el frente, y de inmediato percibió una extraña falta de equilibrio.

– ¿Lo ves? -dijo Grigoriev y agregó-: Es el primer gran hotel construido por el poder soviético. Un triunfo de la arquitectura socialista.

El Soldado 13 asintió y permaneció en silencio, como le habían enseñado. El edificio le parecía monstruoso, un adefesio caído del cielo y encajado a la fuerza en una plaza con cuyo espíritu contrastaba dolorosamente. Lo más insólito era que las dos mitades de la construcción, que se abrían a partir del cuerpo central precedido por la fachada, eran asimétricas. Una tenía columnas adosadas y otra no; los pisos superiores de la torre izquierda tenían ventanas arqueadas, mientras que las de la torre derecha lucían estrictas y cuadradas; las cornisas de uno y otro bloque corrían a alturas diferentes, en una incompatible contraposición de proporciones y estilos que producían un efecto desconcertante, capaz de reafirmar la primera sensación de fealdad agresiva.

– Es horrible -susurró.

– Ahora te explico qué pasó -lo conminó su guía y traspusieron las puertas del hotel donde, gracias a una identificación esgrimida ante el portero, pudieron penetrar. Después de la cuidadosa prospección de Grigoriev, se acomodaron en una mesa de un bar desolado, que olía a bar y solo remotamente a pescado seco, y donde el Soldado 13 descubrió que, tras mostrar otra credencial (Grigoriev parecía tener todas las que se pedían en Moscú), era posible incluso beber vino francés y comer lonchas de salmón noruego y ternera estofada.

– ¿Por qué construyeron así el edificio? -quiso saber el Soldado 13.

– Calma, muchacho, eso te lo cuento después -dijo Grigoriev y bebió de un golpe su trago de vodka y volvió a rellenar el vaso con la pequeña botella de boca ancha que el camarada mesero había dejado al alcance de su mano-. Hace tres días estuve en una reunión muy, muy secreta, en la dacha de Kúntsevo. Como te concierne directamente, voy a decirte parte de lo que se habló allí. Tú sabes que si lo que te conté en Barcelona valía tu vida, y lo que has visto y aprendido en Malájovka vale, además de la tuya, las vidas de África, de Caridad y de tus hermanos, lo que te voy a decir ahora no tiene precio. Y te recuerdo que si antes no tenías retroceso, ahora tu única opción es avanzar y callarte la boca, con todo el mundo y para siempre.

El Soldado 13 escuchó las palabras de Grigoriev y percibió cómo lo recorría un reflujo de satisfacción. No tenía miedo ni le importaba que para él no hubiera vías de escape que no fueran hacia delante, pues ni el miedo ni el escape en otro sentido cabían ya en su mente.

– Puedes hablar -dijo y apartó la copa de vino tras beber un sorbo.

Grigoriev prefirió beber otro trago de vodka antes de entrar en materia: el camarada Stalin en persona le había conferido el honor de responsabilizarlo del operativo contra el renegado Trotski y le había dado la orden de ponerlo en marcha. En la reunión de Kúntsevo solo habían participado el camarada Stalin y el vicecomisario Beria y él. Habían comenzado por discutir la situación interna del Comisariado de Interiores y Beria le había dado la seguridad de que Yézhov no intervendría en esa operación. Es más, había agregado, los días de ese enano enloquecido estaban contados y ahora era él, Beria, quien estaba al frente de todas las operaciones especiales que Yézhov, con su manía persecutoria, hubiera frenado o incluso desmontado. Pero la operación Trotski nacía en ese instante, limpia y sin pasado, y Grigoriev la construiría por un camino paralelo al de todas las estructuras establecidas, con la discreción necesaria no solo para llevarla a cabo con éxito, sino también con el efecto propagandístico que necesitaban.

Al oír las últimas palabras de Beria, el camarada Stalin pareció despertar de un letargo y levantó una mano para pedir silencio, contaba Grigoriev. Durante la conversación había ido probando algunos sorbos de su copa de vino georgiano mezclado conlodidzy, un tipo de limonada también traída de Georgia: según le explicó a Grigoriev, bebía aquel compuesto con la autorización de los médicos, pues se había demostrado que la mezcla de esas dos bebidas ancestrales estimulaba la circulación y relajaba los músculos. Como bien decía el camarada Beria, comenzó el Jefe, la cacería del traidor degenerado y fascista había empezado. Él, personalmente, había decidido que Grigoriev fuese el director in situ de la operación, pero el camarada Beria debía recibir de Grigoriev partes semanales y, si era preciso, partes diarios, de los que él sería puesto al corriente siempre que fuera necesario y, de manera obligatoria, una vez cada quince días. Grigoriev, como oficial operativo a cargo de la misión, tendría un superior directo dentro del Comisariado, un agente que solo respondería ante Beria, y con el cual Grigoriev debía discutir todas las cuestiones de logística, aunque ya le adelantaba que tendría a su disposición los medios económicos y humanos necesarios, pues acabar con ese gran traidor se consideraba una prioridad del Estado soviético, más aún, una necesidad para el futuro del comunismo internacional. El plan, que debía prepararse con sumo cuidado, tendría que cumplir algunas condiciones importantes: la primera, que no fuese posible encontrar una pista capaz de ligar a cualquier organismo soviético con la operación; la segunda, que la acción final solo se ejecutase cuando él, personalmente, él, recalcó, diera la orden; y luego venían otras, como que el mejor lugar para concretar el plan era México y que, de ser posible, los ejecutores fueran mexicanos y españoles o, en su defecto, hombres de los servicios secretos del Komintern, aunque Beria, Grigoriev y el oficial operativo (aún no hemos decidido quién, había susurrado Beria) tenían que organizar varias alternativas que, también él, personalmente, aprobaría. Grigoriev trabajaría sin preocuparse por efectos colaterales tales como una posible crisis con el gobierno del imbécil de Cárdenas, pues llegado el caso lo harían tragarse la prepotencia con que se comportó cuando él había protestado por el asilo concedido al renegado. Países más consolidados, como Francia, Noruega o Dinamarca, habían caído de rodillas cuando se atrevieron a desafiarlo y él se había visto obligado a apretar ciertos tornillos.