– Sería muy extraño que no, digo yo.
– Sí, sería extraño. Pero las casualidades existen, mi querido Jacques, las complicaciones postoperatorias son frecuentes… ¿Por qué íbamos a arriesgarnos a matar a ese infeliz que ya estaba medio muerto y vivía como un indigente en París, tratando de encontrar unos seguidores que no aparecían? ¿Para alarmar al viejo y ponernos las cosas más difíciles?…
Jacques pensó unos instantes, y se atrevió preguntar algo que los demiurgos no habían logrado borrarle de la mente.
– ¿Y por qué mataron a Andreu Nin?
– Porque era un traidor, y eso tú lo sabes -dijo Grigoriev, de corrido.
– ¿No lo mataron porque no habló?
El otro sonrió, ahora desganadamente. Se le veía agotado.
– Olvídate de eso. Vamos, recoge tus cosas. Nos mudamos a Moscú.
El piso franco donde se alojaron estaba en las inmediaciones de la plaza de las Tres Estaciones, sobre la calle Groholsky, muy cerca del Jardín Botánico. Era una vieja casona de tres niveles que había pertenecido a un exportador de té, cuya familia, diezmada por la diáspora y los rigores de la nueva vida, había sido hacinada en la planta baja. Grigoriev y Jacques ocuparon un departamento con baño propio en el segundo piso, y solo entonces el mentor le comunicó que partirían hacia París en unos días.
El 2 de marzo Jacques siguió por la radio las informaciones sobre la apertura de la primera sesión del Consejo Militar del Tribunal Supremo de la Unión Soviética. Según los reportes, había alrededor de quinientas personas en la sala, y su centro de atención era el envejecido y balbuciente Bujarin. El fiscal Vishinsky presentó los cargos, ya conocidos por todos: los acusados, coaligados con el ausente Liev Davídovich Trotski y su difunto hijo y lugarteniente, Liev Sedov, no solo eran asesinos, terroristas y espías, sino que habían sido agentes contrarrevolucionarios desde el comienzo de la revolución y aun antes. Ya en 1918, Trotski y sus cómplices habían conspirado para asesinar a Lenin, así como a Stalin y al primer presidente soviético, Sverdlov. En poder de la fiscalía obraban declaraciones probatorias de cómo Trotski se había convertido en agente alemán en 1921 y de la Inteligencia Británica en 1926, al igual que algunos de sus compañeros de conspiración allí presentes. En su degradación traidora, la última escala había sido vender información a los servicios secretos polacos y conspirar, con algunos de los acusados, para provocar envenenamientos masivos de ciudadanos soviéticos, afortunadamente impedidos por la actuación de los insomnes guardianes de la NKVD.
Como Grigoriev entraba y salía del departamento, sin dar explicaciones a Jacques, éste decidió aprovechar el tiempo dando largas caminatas por Moscú, y por doquier el belga encontró una ciudad conmovida e indignada. Durante aquellos días de terribles revelaciones, la gente hasta parecía menos preocupada por la pésima calidad del pan o la falta de zapatos y se les veía felices de saber que sus dirigentes habían conseguido desarmar otra conspiración restauradora y prometían más castigos. La indignación del pueblo crecía a medida que los acusados iban admitiendo delitos cada vez más espeluznantes. Pero el asombro llegó a su climax cuando Bujarin admitió la monstruosidad de sus crímenes y se reconoció responsable, política y legalmente, de promover el derrotismo y de planear actos de sabotaje (aun cuando personalmente, aclaró, él no intervino en la preparación de ninguna acción concreta y negaba su participación en los actos de terrorismo y sabotaje más siniestros). Lo evidente era que Bujarin había finalizado su alegato del modo en que solo podía hacerlo un traidor: «Arrodillado frente al Partido y el país», dijo, «espero vuestro veredicto». Jacques advirtió que la intervención de Bujarin ofrecía una gran concentración de maldades presentes y pasadas, casi inconcebibles en un hombre que, hasta dos años antes, se movía en las altas esferas del Partido. Mas esa noche en las cervecerías, las calles, los vagones del metro, en las colas y entre los borrachos que pululaban en el triángulo sórdido de las tres estaciones (Leningrado, Kazan y Jaroslav), Jacques escuchó una y otra vez las mismas palabras: «Bujarin ha confesado», y la misma conclusión: «Ahora sí lo van a fusilar».
Cuando a la mañana siguiente Grigoriev le anunció que le tenía un regalo, Jacques pensó que había llegado el momento de la partida.
– Hoy vamos a ver el juicio -le dijo, para la mayor sorpresa del otro, y agregó-: Yagoda sube al estrado.
Eran poco más de las ocho cuando salieron a la superficie en la estación de Ojotni Riad y se dirigieron a la Casa de los Sindicatos. En el bulevar de los teatros, en la plaza donde se alzaba el teatro Bolshói y frente al hotel Metropol ya se había organizado una manifestación y la gente pedía con gritos y cartelones la muerte de los traidores antibolcheviques y trotskistas. La indignación era vehemente pero no caótica, y Jacques comprobó que los grupos estaban organizados por sindicatos, fábricas, escuelas, y que las consignas procedían de los editoriales delPravda.
A través del cordón de milicianos colocado en la boca de la calle Pushkinskaya, lograron abrirse paso hasta el edificio donde, antes de la victoria de Octubre, se había solazado la indolente aristocracia rusa. Subieron la escalinata, derroche de mármoles, bronces y vidrios, en busca del histórico Salón de las Columnas donde habían desgranado sus partituras los genios de la música rusa y bailado los grandes personajes del siglo anterior. Gracias a la revolución el recinto había cambiado su destino, como todo el país: en él los bolcheviques habían lanzado muchos de sus discursos revolucionarios, e incluso entre los veintiocho magníficos soportes de madera forrados de mármol, a los que el salón debía su nombre, se había velado el cadáver de Lenin antes de ser trasladado al primer mausoleo donde reposó; también allí se habían celebrado los juicios de agosto de 1936 y febrero de 1937 que habían comenzado y continuado la dolorosa pero necesaria purga de un partido, un Estado, un gobierno dispuestos a no detenerse ni siquiera ante la historia para poder gestar la nueva Historia.
En conmovido silencio, Jacques ocupó la silla que le indicó Grigoriev. Funcionarios del Partido, líderes del Komsomol, dirigentes del Komintern, diplomáticos extranjeros y periodistas acreditados llenaban el salón cuando, a las nueve en punto, hicieron su entrada los jueces, los fiscales y, finalmente, los acusados y sus abogados. La tensión del ambiente era malsana, oscura, cuando Jacques Mornard se inclinó hacia su mentor para preguntarle al oído:
– ¿Hoy viene el camarada Stalin?
– El tiene cosas muy importantes que hacer para perder el tiempo oyendo confesar a estos perros traidores.
Cuando Vishinsky llamó a declarar a Guénrij Yagoda, un murmullo recorrió el salón. Jacques Mornard vio ponerse de pie a un hombre más bien pequeño, casi calvo, con un bigote hitleriano que le daba aspecto de hurón. Resultaba difícil reconocer en aquel individuo, incapaz de mantener el control de sus manos, al hombre que por varios años había tenido el poder de decidir sobre la vida y la muerte de tantos ciudadanos y que desde hacía muchos años había escondido a un traidor.
– ¿Estás dispuesto a confesar los delitos de que se te acusa, Guénrij Yagoda? -inquirió Vishinsky, ostensiblemente vuelto hacia el auditorio.
– Sí -dijo de inmediato el reo e hizo una pausa antes de continuar-. Confieso porque he comprendido la perversidad de lo que yo y los demás acusados hemos hecho y porque creo que no debemos dejar el mundo con tan terribles crímenes en la conciencia. Con mi confesión espero prestar un servicio a la hermandad soviética e informar al mundo que el Partido siempre ha tenido la razón y que nosotros, criminales fuera de la ley, hemos estado equivocados.
Vishinsky, satisfecho, comenzó el interrogatorio con preguntas calzadas por la sorna, y cada respuesta de Yagoda provocaba un rumor y hasta algún grito de indignación en la sala. Jacques Mornard, todavía capaz de sorprenderse ante ciertas actitudes rusas, percibió la teatralidad que emanaba de aquellos personajes, de sus palabras, atuendos, gestos y hasta de la escenografía: sus actuaciones le recordaron ciertos retablos de títeres y marionetas de los que había disfrutado en las ciudades del sur de Francia, aquellas puestas en escena en las que, con necesario engolamiento, se contaba la inagotable historia de Roberto el Diablo, de Roldan y de los caballeros de la Tabla Redonda.