Al dejar atrás Frunze, se inició la odisea ferroviaria de aquel peregrinaje. La nieve impuso una marcha lenta a la vieja locomotora inglesa tras la cual se movían cuatro vagones. En sus años al frente del Ejército Rojo, cuando tuvo que recorrer la geografía del país inmerso en la guerra civil, Liev Davídovich llegó a conocer casi todo el entramado de las vías férreas de la nación. En aquel tren especial había viajado, según cálculos, suficientes kilómetros como para dar cinco veces y media la vuelta a la Tierra. Por eso, al salir de Frunze pudo deducir que se movían atravesando el sur asiático de la Unión de los Soviets y su destino no podía ser otro que el mar Negro, por alguno de cuyos puertos los sacarían del país. ¿Hacia dónde? Dos días después, cumplida una rápida estadía en una estación perdida en la estepa, Bulánov llegó con la noticia que daba fin a las expectativas: un telegrama remitido desde Moscú informaba de que el gobierno de Turquía aceptaba recibirlo en calidad de invitado, con una visa por problemas de salud. Al oír la noticia la ansiedad del deportado se sintió tan congelada como si viajara desnuda en el techo del tren: de todos los destinos imaginados para su destierro, la Turquía de Kemal Paschá Atatürk no había figurado entre las posibilidades realistas, a menos que quisieran ponerle sobre un cadalso y adornarle el cuello con una soga engrasada, pues desde el triunfo de la Revolución de Octubre el vecino del sur se había convertido en una de las bases de los exiliados blancos más agresivos contra el régimen de los Soviets, y depositarle en ese país era como soltar un conejo en medio de una jauría de perros. Por eso le gritó a Bulánov que no iría a Turquía: podía aceptar que lo expulsaran del país que se habían robado, pero el resto del mundo no les pertenecía y su destino tampoco.
Cuando se detuvieron en la legendaria Samarcanda, Liev Davídovich vio a Bulánov y a dos oficiales descender del vagón de la comandancia y perderse en el edificio con aires de mezquita que funcionaba como estación: tal vez cumplían la exigencia del deportado y Moscú gestionaría otro visado. Comenzó ese día la ansiosa espera de los resultados de las consultas y, al hacerse evidente que el proceso sería dilatado, hicieron avanzar el tren durante más de una hora para detenerlo en un ramal muerto en medio del desierto helado. Fue entonces cuando Natalia Sedova le pidió a Bulánov que, mientras aguardaban respuesta de Moscú, telegrafiaran a su hijo, Serguéi Sedov, y a Ania, la esposa de Liova, para que, como les habían concedido, se reunieran por unos días con ellos antes de abandonar el país.
Liev Davídovich nunca lograría saber si los doce días en que permanecieron varados en aquel paraje en medio de la nada se debieron a las demoras de las consultas diplomáticas o solo fue por la más asoladora tormenta de nieve que jamás hubiera visto, capaz de bajar los termómetros a cuarenta grados bajo cero. Cubiertos con todos los abrigos, gorros y mantas a su alcance, recibieron la visita de Seriozha y Ania, que viajó sin los niños, demasiado pequeños para ser expuestos a aquellas temperaturas. Bajo la mirada ocasional de alguno de los vigilantes, la familia disfrutó durante ocho días de charlas intrascendentes y amables, encarnizadas partidas de ajedrez y lecturas en voz alta, mientras él, personalmente, se encargaba de preparar el café traído por Serguéi. A pesar del escepticismo del auditorio, cada vez que los guardias los dejaban solos, el optimismo compacto de Liev Davídovich se desataba y le hacía hablar de planes para la lucha y el regreso. En las noches, cuando los demás dormían, el deportado se arrinconaba en el vagón y, escuchando las respiraciones entrecortadas a causa de la epidemia de gripe que se había desatado en el convoy, aprovechaba sus insomnios para escribir cartas de protesta dirigidas al Comité Central bolchevique, y programas de lucha oposicionista que, finalmente, decidió guardar consigo para no comprometer a Seriozha con unos papeles que bien podrían llevarlo a la cárcel.
El frío era tan intenso que, periódicamente, la locomotora tenía que encender sus motores y recorrer algunos kilómetros, para evitar que se atrofiaran sus mecanismos. Imposibilitados de bajar por la intensidad de la nieve (Liev Davídovich no quiso rebajarse a pedir permiso para conocer Samarcanda, la mítica ciudad que siglos atrás había reinado sobre toda el Asia central), esperaban los periódicos solo para comprobar que las noticias eran siempre desalentadoras, pues cada día se informaba de nuevas detenciones de contrarrevolucionarios antisoviéticos, como habían bautizado a los miembros de la Oposición. La impotencia, el tedio, los dolores en las articulaciones, las difíciles digestiones de comidas enlatadas, llevaron a Liev Davídovich al borde de la desesperación.
Al duodécimo día Bulánov le ofreció un resumen de respuestas: Alemania no estaba interesada en darle un visado, ni siquiera por motivos de salud; Austria ponía pretextos; Noruega exigía incontables documentos; Francia esgrimía una orden judicial de 1916 por la cual no podía entrar en el país. Inglaterra ni siquiera había respondido. Solo Turquía reiteraba su disposición a aceptarlo… Liev Davídovich tuvo la certeza de que, por ser quien era y por haber hecho lo que hizo, para él el mundo se había convertido en un planeta para el que no tenía visado.
En los días que invirtieron en el trayecto hasta Odesa, el ex comisario de la Guerra tuvo tiempo de hacer un nuevo recuento de los actos, convicciones, errores mayores y menores de su vida, y pensó que, aun cuando le hubieran impuesto convertirse en un paria, no se arrepentía de lo hecho y se sentía dispuesto a pagar el precio de sus acciones y sueños. Incluso se reafirmó más en esas convicciones cuando el tren atravesó Odesa y recordó aquellos años que se empeñaban en parecer tremendamente remotos, cuando había ingresado en la universidad de la ciudad y comprendido que su destino no estaba en las matemáticas, sino en la lucha contra un sistema tiránico, y había comenzado la interminable carrera de revolucionario. En Odesa había presentado a otros grupos clandestinos la recién fundada Unión de Obreros del Sur de Rusia, sin tener una idea clara de sus proyecciones políticas; allí había sufrido su primer encarcelamiento, había leído a Darwin y desterrado de su mente de joven judío ya demasiado heterodoxo la idea de la existencia de cualquier ser supremo; allí había sido juzgado y condenado por primera vez, y el castigo también había resultado el destierro: entonces los esbirros del zar lo habían enviado a Siberia por cuatro años, mientras que sus antiguos compañeros de lucha ahora lo deportaban fuera de su propio país, quizás por el resto de sus días. Y allí, en Odesa, había conocido al afable carcelero que lo proveía de papel y tinta, el hombre cuyo sonoro apelativo había escogido cuando, fugado de Siberia, unos camaradas le entregaron un pasaporte en blanco para que saliera a su primer exilio y, en el espacio reservado para el nombre, Trotski escribió el apellido del carcelero, que lo acompañaba desde entonces.
Luego de bordear la ciudad por la costa, el tren fue a detenerse en un ramal que penetraba hasta los atracaderos del puerto. El espectáculo que se desplegó ante los viajeros resultó conmovedor: a través de la ventisca que golpeaba las ventanillas, contemplaron el extraordinario panorama de la bahía helada, los buques sembrados en el hielo, las arboladuras quebradas.
Bulánov y otros chequistas abandonaron el tren y subieron a un vapor llamado Kalinin, mientras otros agentes se presentaron en el vagón para anunciarles que Serguéi Sedov y Ania debían retirarse, pues los deportados embarcarían en breve. La despedida, al cabo de tantos días de convivencia entre las paredes de un coche, resultó más desgarradora de lo que imaginaban. Natalia lloraba mientras acariciaba el rostro de su pequeño Seriozha, y Liova y Ania se abrazaban, como si quisieran transmitirse a través de la piel el sentimiento de abandono al que los lanzaba una separación sin límites visibles. Para protegerse, él fue conciso en sus despedidas, pero mientras miraba a Seriozha a los ojos tuvo la premonición de que estaba viendo por última vez a aquel joven, tan saludable y bello, dueño de la suficiente inteligencia para despreciar la política. Lo abrazó con fuerzas y lo besó en los labios, para llevarse consigo algo de su calor y su forma. Entonces se retiró a un rincón, seguido de Maya, y luchó por alejar de su mente las palabras que le dijera Piatakov, al final de aquella tétrica reunión del Comité Central en 1926, cuando Stalin, con el apoyo de Bujarin, había logrado su expulsión del Politburó y Liev Davídovich lo acusara delante de los camaradas de haberse convertido en el sepulturero de la Revolución. A la salida, el pelirrojo Piatakov le había dicho, con aquella costumbre suya de hablar al oído: «¿Por qué, por qué lo has hecho?… El nunca te perdonará esa ofensa. Te lo hará pagar hasta la tercera o cuarta generación». ¿Sería posible que el odio político de Stalin llegase a tocar a estas criaturas que representan lo mejor no ya de la Revolución, sino de la vida?, se preguntó. ¿Alguna vez su mezquindad alcanzaría al Seriozha que había enseñado a leer y a contar a la pequeña Svetlana Stalina? Y tuvo que responderse que el odio es una enfermedad imparable, mientras acariciaba la cabeza de su perra y observaba por última vez -en su fuero interno lo presentía- la ciudad donde treinta años antes él se había desposado para siempre con la Revolución.