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Yagoda reconocía haber conspirado para dar un golpe de Estado, en connivencia con los servicios secretos alemanes, ingleses y japoneses; admitía su participación en el complot trotskista para atentar contra la vida de Stalin, en algunos envenenamientos y en el asesinato de Máximo Gorki; aceptaba haber planeado una restauración burguesa en Rusia y, cumpliendo un plan de Trotski, cometido excesos represivos encaminados a crear malestar en el país. Pero cuando Vishinsky, más que contento por la vendimia lograda, le preguntó sobre su papel en el asesinato de Max, el hijo de Gorki, Yagoda no contestó. Vishinsky le exigió una respuesta, pero el reo se mantuvo en silencio. La tensión se hizo densa y la voz del fiscal resonó entre las columnas cuando le gritó al reo que confesara su papel en el asesinato de Max. Desde su silla, en tensión, Jacques advirtió que las manos de Yagoda temblaban de un modo incontrolado cuando, mirando al tribunal, con voz apenas audible, negó haber participado en el asesinato del hijo de Gorki y agregó, con tono de súplica:

– Quiero confesar que he mentido durante la instrucción. No he cometido ninguno de los delitos que se me imputan y que he reconocido. Le pido, camarada fiscal, que no me interrogue sobre los motivos de la mentira. Siempre fui fiel a la Unión Soviética, al Partido y al camarada Stalin, y como comunista no puedo culparme de delitos que no cometí.

Jacques Mornard comprendió que algo demasiado extraño estaba ocurriendo. El rostro de Vishinsky, los de los jueces, las expresiones de los miembros del tribunal y hasta las de los acusados revelaban un desconcierto que, desde el área dedicada al público, se había convertido en un avispero de voces de incredulidad, sorpresa, indignación, cuando por encima de la algarabía se alzó la voz del juez principal que decretaba un receso hasta la tarde.

– ¡Pero qué interesante! -le comentó Grigoriev, excitado-. Vamos a comer, te prometo que esta tarde vas a ver algo que nunca debes olvidar.

Cuando regresaron, Jacques Mornard vio penetrar en el Salón de las Columnas a un Yagoda que parecía haber envejecido diez años en apenas cinco horas. Cuando el juez se lo exigió, el acusado se levantó con dificultad. Su mirada era la de un cadáver.

– ¿Mantiene el acusado su declaración de esta mañana? -quiso saber el juez y Yagoda movió la cabeza negativamente.

– Me reconozco culpable de cuanto se me acusa -dijo y abrió una larga pausa hasta que los aplausos, silbidos y gritos de muerte al perro traidor de numerosos asistentes fueron acallados por el mazo del juez-. No creo necesario repetir la lista de mis delitos y no pretendo atenuar la gravedad de mis crímenes. Pero como sé que las leyes soviéticas no conocen la venganza, pido perdón. Yo me dirijo a ustedes, mis jueces; a ustedes, chequistas, a ti, camarada Stalin, para decir: ¡perdónenme!

– ¡No, no habrá perdón para ti! -gritó en ese instante Vishinsky, sin poder ocultar su satisfacción y su odio-. ¡Vas a morir como un perro! ¡Todos merecen morir como perros!

Grigoriev tocó con el codo a un Jacques demudado y le hizo una seña con la cabeza, poniéndose de pie.

– Ya no hay nada más que ver -le dijo mientras abandonaban el salón.

Jacques Mornard no pudo evitar sentirse confundido. Costaba encontrarles una lógica a las dispares reacciones de Yagoda. Ya en la calle, Grigoriev le pidió al chofer que los trasladaba por la ciudad que los llevara directamente al piso franco. Cuando bajaron, despidió al conductor con la orden de que pasara a recogerlo en un par de horas. En lugar de subir la escalera, Grigoriev le hizo señas a Jacques y salieron al patio del edificio, a través del cual accedieron a una calle por donde, siempre en silencio, avanzaron hacia la congestionada plaza de las Tres Estaciones. Sin detenerse, Grigoriev puso rumbo al estricto edificio de la estación de Leningrado. Casi a codazos entraron en el único local donde servían bebidas alcohólicas y el asesor pidió dos pintas de cerveza.

– ¿Qué te pareció lo que viste?

Jacques Mornard supo de inmediato que la pregunta poseía demasiados trasfondos y su respuesta podía tener algún valor para su futuro.

– ¿Quieres la verdad?

– Espero la verdad -dijo el otro y se sirvió un segundo vaso, que cargó con un chorro del vodka que llevaba en un bolsillo.

– Yagoda no confesó por voluntad propia. Todo sonaba a teatro.

Grigoriev lo miró, pensativo, bebió un gran sorbo delyorsh y, sin apartar la mirada de los ojos de Jacques Mornard, vertió más de la mitad de la chekushka de vodka en su jarra y se lo bebió.

– Yagoda conoce todos los métodos que existen para hacer confesar a alguien. Muchos los inventó él y puedo asegurarte que tenía una gran creatividad. Por supuesto, a él ya le habían aplicado algunos antes del juicio. ¿No te fijaste cómo se le movían los dientes? Quién sabe a qué persona perteneció esa dentadura… Pero el infeliz, en su desvarío, creyó que podía resistir… Hace tres días Krestensky pensó lo mismo y terminó confesándolo todo… A Yézhov no le hicieron falta ni tres horas para convencer a Yagoda de que no es posible resistir si uno es culpable de algo. Solo la inocencia absoluta te puede salvar y, aun así, muchos inocentes son capaces de confesar que crucificaron a Cristo con tal de que los dejen tranquilos y los maten cuanto antes.

– ¿Me estás diciendo que Yagoda es culpable de todo lo que dice el fiscal?

– No sé si de todo, o de casi todo, o nada más de una parte, pero es culpable. Y eso lo hizo débil. Y con esa debilidad no se puede soportar los empeños de mis colegas. Hoy ha sido un buen día para ti, Jacques. Yo quería mostrarte cómo se arrastra un hombre, pero has tenido el privilegio de ver cómo se derrumba y se hunde. Espero que hayas aprendido la lección: nadie resiste. Ni siquiera Yagoda. Tampoco va a resistir Yézhov cuando le toque su turno.

Jacques Mornard se decidió y bebió de un golpe casi toda su pinta de cerveza. Sintió cómo sus pulmones se congestionaban, amenazando asfixiarlo, hasta que sus fosas nasales bufaron como una locomotora que se pone en marcha; todavía tuvo que esperar unos segundos para recuperar el aliento. Aquel aprendizaje podría resultar mucho más arduo, pero había comprobado que el vapor etílico tenía la ventaja de expulsar de su olfato la pestilencia del ambiente.

– ¿Me vas a decir ahora qué pasó con Andreu Nin? -preguntó cuando al fin pudo hablar.

Grigoriev sonrió, mientras negaba con la cabeza.

– Qué tozudo… ¿Qué quieres que te diga? Ese catalán estaba tan loco que no confesó. Le llenó los cojones a todo el mundo y…

– Yo ya sabía que no iba a confesar -dijo y acercó a Grigoriev la jarra de cerveza. Su mentor le dejó caer un chorro de vodka-. Ni aunque lo inundaran de vodka…

15

A lo largo de la última semana de noviembre y el mes de diciembre de 1977 tuve seis encuentros, todos pactados de antemano, con el hombre que amaba a los perros. El invierno, indeciso, se iría disolviendo hasta el fin de año en dos o tres frentes fríos que se agotaron en su tránsito sobre el Golfo de México y solo trajeron a la isla alguna llovizna incapaz de alterar los termómetros y unas olas turbias que quebraron la placidez del mar ante el cual sostuvimos nuestras conversaciones. Arrastrado por las palabras del hombre, yo corría de mi trabajo a la playa y apenas si pensaba en otra cosa que en el nuevo encuentro acordado. Oír y tratar de deglutir aquella historia donde casi todas las peripecias constituían revelaciones de una realidad sepultada, de una verdad ni siquiera imaginada por mí y por las personas que yo conocía, se había convertido en una obsesión. Lo que iba descubriendo mientras lo escuchaba, sumado a lo que había comenzado a leer, me turbaba profundamente, mientras la llama de un miedo visceral me laceraba, sin que fuera capaz, a pesar de todo, de quemar mis deseos de saber.