– Pero ¿qué coño tú dices? -saltó al conocer mi intención y de inmediato agregó, en voz más baja y con mirada de preocupación clínica-: ¿Tú te volviste loco, mi socio? ¿Te estás emborrachando otra vez o qué carajo te pasa?
En esos años casi nadie en la isla, al menos que yo conociera, tenía el menor interés confeso por Trotski ni por el trotskismo, entre otras razones porque aquel interés -si es que le surgía o le re-surgía a alguien tan enloquecido como para además revelarlo- no podía acarrearle a nadie más que complicaciones de todo tipo. Y muchas. Si escuchar cierta música occidental, creer en cualquier dios, practicar yoga, leer determinadas novelas consideradas ideológicamente dañinas o escribir un cuento de mierda sobre un pobre tipo que siente miedo podía significar un estigma y hasta implicar una condena, meterse con el trotskismo hubiera sido como colgarse una soga al cuello, sobre todo para los que se movían en el mundo de la cultura, la enseñanza y las ciencias sociales. (Después sabría que solo algunos refugiados uruguayos y chilenos de los que por esos años vivían en la isla se atrevían a hablar del tema con cierto conocimiento de causa, aunque hasta ellos mismos, sometidos a la presión atmosférica, lo hacían en voz baja.) De ahí la reacción casi violenta de mi amigo.
– No comas mierda, Dany -le contesté cuando empezó a calmarse-. No voy a meterme a trotskista ni un carajo. Lo que necesito es saber…, s-a-b-e-r, ¿me entiendes? ¿O es que también está prohibidosaber?
– ¡Pero es que ya túsabes que Trotski es candela!
– Ese es mi problema. Consígueme algún libro de los que debe de tener el pariente de Elisa y no me jodas. No le voy a decir a nadie de dónde lo saqué…
A pesar de sus protestas, yo había tocado una fibra de la curiosidad inteligente de Dany, pues más rápido de lo que esperaba (teniendo en cuenta la no muy cercana relación que sostenía con el viejo ex trotskista) me puso en contacto con un autor y una biografía de los cuales yo jamás había oído hablar: Isaac Deutscher, y su trilogía sobre «el profeta»: desarmado, armado y desterrado, en ediciones publicadas en México a finales de la década de los sesenta. La mañana en que me entregó los tres tomos, después de obligarme a hacerle todas las promesas concebibles de que le devolvería los libros lo antes posible, pasé por mi trabajo y pedí el resto del mes de vacaciones. Fuera de los viajes a la playa, lo que mejor recuerdo de esos días fue la intensidad devoradora con que leí aquella voluminosa biografía del revolucionario llamado León Bronstein, y la consecuente comprobación de mi monumental desconocimiento de las verdades (¿verdades?) históricas de los momentos y los hechos en medio de los cuales había vivido aquel hombre, hechos y momentos tan rusos y lejanos, comenzando por la Revolución de Octubre (nunca he entendido bien qué pasó en Petro-grado aquel 7 de noviembre que en realidad era el 25 de octubre y cómo se tomó un Palacio de Invierno que al final casi nadie quería defender y que automáticamente marcó el triunfo de la Revolución y dio el poder a los bolcheviques) y siguiendo, entre otros, por unas también extrañas luchas dinásticas entre revolucionarios en las que solo Stalin parecía dispuesto a tomar el poder y por unos casi silenciados procesos de Moscú (que para nosotros parecían no haber existido nunca) en los que los reos eran sus peores fiscales. Al final de todo aquel desfile de manifestaciones del «alma rusa» (si no entendemos algo de los rusos siempre parece ser por culpa de su alma), estaba la corroboración del asesinato del viejo líder, algo que se había difuminado en los libros soviéticos dedicados a él, pues Trotski (quizás porque era ucraniano y no ruso) más bien parecía haber muerto de un catarro o, mejor aún, devorado un día cualquiera por una tembladera, como si fuera un personaje de las novelas de Emilio Salgari.
Gracias a esa biografía, la persona que viajó hasta la playa a partir del tercer encuentro ya empezaba a ser alguien mínimamente capaz de asimilar distintos elementos de aquella historia desde un prisma diferente. Ahora mis oídos se empeñaban en interpretar una información que, con un somero conocimiento de los hechos y de sus actores, intentaba colocar en un tablero de cuyas coordenadas empezaba a tener una primera noción.
Unos días después de que se me inoculara la peregrina pero lógica sospecha de que López no fuese López y de que Mercader no estuviera muerto, llegué a la playa dispuesto a tratar de forzar al hombre para que me confesara la verdad sobre su identidad -si es que esa verdad existía, algo de lo que yo no estaba seguro-. Cautelosamente aceché el resquicio apropiado para colar mi duda y hallé la ocasión cuando López me hablaba de la conmoción que provocó en su amigo Ramón y en su madre, Caridad del Río, el polémico pacto Molotov-Ribbentrop.
– ¿Sabes? -le pregunté, sin mirarlo-, en todo lo que me has contado hay algo que no me creo.
López dio fuego a uno de sus cigarros con la valiente fosforera de bencina. Ante su silencio, seguí:
– Nadie puede saber tanto de la vida de otra persona. Por más que le hayan contado. Es imposible.
López fumaba sin prisa, y me dio la impresión de que no había escuchado mis palabras. Después entendería que un tipo como yo apenas hubiera podido mover aquella roca: el hombre era un especialista en responder solo lo que deseaba, y su estrategia fue quitarme la sartén, aferrarse al mango y darme un golpe en la cabeza con la plancha.
– ¿Qué estás pensando? ¿Que es mentira lo que te he contado? -se quitó unos momentos los espejuelos, los miró a trasluz y los mojó con la lengua, para limpiarlos del salitre que se les había adherido.
– No sé -dije, y dudé. Su voz había adquirido un tono capaz de enfriar mis impulsos y por eso elegí muy cuidadosamente mis palabras-: ¿Cómo es posible que sepas tanto de Ramón? ¿No es mucha casualidad que Caridad y tu madre, las dos, hayan nacido en Cuba? Estoy pensando que…
– ¿Que soy el hermano de Ramón? ¿O que fui su jefe?
Sopesé rápidamente aquellas posibilidades, sin darme cuenta de que con ellas el hombre no hacía más que aflojarme en mi convencimiento. Pero no me dejó mucho tiempo para pensar, pues de inmediato fue al grano.
– ¿O acaso crees que yo soy Ramón? -preguntó.
Lo miré en silencio. En las últimas semanas, el hombre que amaba a los perros perdía peso a ojos vistas, su piel se había vuelto más opaca, definitivamente verdosa, y con frecuencia sufría de dolor de garganta y lo asaltaban ataques de tos que calmaba con buches de agua endulzada con miel de la botella que ahora también lo acompañaba siempre. Pero en aquel instante en sus ojos había una intensidad que quemaba y, debo admitirlo, que me daba miedo.
– Ramón está muerto y enterrado, muchacho. Y lo peor es que se ha convertido en un fantasma. Si buscas en todos los cementerios de la Unión Soviética no encontrarás su tumba. Ni yo mismo sé con qué nombre lo enterraron… Ya te lo dije: entre las cosas que Ramón entregó a la causa, estaban su nombre y su libertad de tomar cualquier decisión… Además, si te estoy contando todo esto, ¿para qué iba a engañarte en lo demás? ¿Qué importa quién sea yo? Es más: ¿qué cambiaría si yo fuera Ramón?
Las respuestas acudieron a mi mente: importa porque lo que me estás contando es la Historia del Engaño, y todo habría cambiado si tú fueses Ramón, pues nadie (al menos eso pensaba yo) hubiera querido ser Ramón Mercader. Porque Ramón provocaba asco y producía miedo… Pero de más está aclarar que no me atreví a decírselas.
– Sé lo que estás pensando, y no me asombra -me dijo el hombre, y yo sentí un nuevo corrientazo de temor-. Ésta es una historia repulsiva, que devalúa ella sola millones de discursos que se han hecho durante sesenta años… Y también es verdad que Ramón terminó repugnando a mucha gente -hizo una pausa, aunque permaneció inmóvil-. Pero intenta entenderlo, coño, aunque no lo justifiques. Ramón es un hombre de otra época, de un tiempo muy jodido, cuando no estaba permitida ni siquiera la duda. Cuando él me contó su historia, la situé en su mundo y en su tiempo, y entonces la entendí. Aunque, eso sí, nunca le tengas compasión, porque Ramón odiaba ese sentimiento.