– Si jamás viste su tumba ni fuiste a su entierro, ¿cómo estás tan seguro de que Ramón está muerto? -pregunté, echando mano a mi última posibilidad de perseverancia, a pesar de que ya me sabía derrotado por las razones de López.
– Sé que está muerto porque lo vi unas semanas antes de que muriera, cuando ya lo habían desahuciado… -dijo y sonrió, con visible tristeza-. Mira, para que estés tranquilo, te voy a dar una razón que no vas a poder rebatirme: ¿crees que Ramón, después de prometer que guardaría silencio para el resto de su vida, y de haber sostenido su compromiso contra viento y marea, le contaría su historia al primer…, al primero que se encontrara? Si yo fuera Ramón, ¿crees que me hubiese arriesgado a hacerlo? Y, además, ¿para qué?
En un segundo conté diez adjetivos con los que López pudo haberme calificado (desde los comemierda o sapingo cubanos hasta el gilipollas que alguna vez él mismo había usado), y pensé en otras tantas razones para rebatirle a López sus últimas preguntas (un hombre que, según él mismo, se está muriendo, ¿a qué puede temerle?: la única respuesta afirmativa implicaría que el miedo también se transmite, como una herencia, e incluya el destino de esos mismos hijos a los que, quizás para protegerlos, López, o Mercader -si en realidad aquel hombre era Ramón Mercader-, había decidido no contarles aquella historia). Pero me di cuenta de que si deseaba seguir escuchando, mi única opción era creerle; de hecho, en ese instante yo le creía. Me impuse olvidar o por lo menos posponer mis dudas, hasta que de algún modo tuviera la certeza absoluta de que López era López y Mercader un fantasma sin tumba. O lo contrario. Pero ¿cómo coño iba a llegar a cualquiera de aquellas certezas si unos días antes ni siquiera sabía que había existido un hombre llamado Ramón Mercader del Río?
La interrupción del relato cortó el impulso del hombre que amaba a los perros, y aquella tarde se despidió mucho antes de la caída del sol. Aunque acordamos volver a vernos el lunes, yo permanecí otro rato en la arena, temiendo que la relación se hubiese deteriorado por mi suspicacia. Y si era así, me quedaría sin saber el modo en que se desarrollaron las acciones destinadas a sellar la entrega sin límites de Ramón Mercader.
De todas formas, ese fin de semana me dediqué a la maratoniana lectura del último tomo de la biografía de Deutscher, Elprofeta exiliado, para tratar de colocar mi conocimiento en la época en la cual transcurría el relato de López. Recuerdo que cuando apareció en las páginas finales del libro la figura tétrica de Jacques Mornard sentí un salto en el pecho, como si el asesino hubiese entrado en mi habitación. Mi cerebro comenzó entonces a jugarme una mala pasada: la imagen de Mornard que me venía a la mente era la de López, con sus pesados espejuelos de carey. Yo sabía que aquello no tenía sentido, pues entre el Mornard joven y apuesto y el López cetrino y, según él, moribundo, la distancia debía de ser enorme. Pero mi imaginación insistía en encajar el retrato vivo y real del dueño de los borzois en el cuerpo esquivo del supuesto belga aparecido en la fortaleza de Coyoacán con la misión de matar al hombre que, junto a Lenin, había conseguido lo impensable: que los bolcheviques se hicieran con el poder en 1917, y más aún, que lo conservaran después, imponiéndose a ejércitos imperiales y enemigos internos.
Entre las páginas del tomo final de la biografía había encontrado tres recortes de prensa que delataban el interés del dueño del libro por la relación entre Trotski y su asesino. Uno era del diario cubanoInformación, donde, bajo un gran titular, el mismo dueño de los libros daba la noticia del atentado sufrido por Trotski el 20 de agosto de 1940 y el estado de máxima gravedad en que se encontraba al momento del cierre del periódico (a un comunista de 1940 aquél le habría parecido un comentario protrotskista, solo porque el redactor no se pronunciaba sobre lo sucedido); el segundo debía pertenecer a una revista y contenía un comentario sobre las parodias del asesinato de Trotski, supuestamente contadas por varios escritores cubanos, que Guillermo Cabrera Infante había incluido en su libro Tres tristes tigres (nunca publicado en Cuba y, por tanto, casi inencontrable para nosotros); y el último, apenas una larga columna sin fecha ni referencia, me resultó el más revelador, pues hablaba de la presencia de Ramón Mercader en Moscú después de salir de la cárcel mexicana donde cumplió su sentencia. El autor de la columna relataba que una persona muy cercana a Mercader -¿habría sido López, responsable de otra infidencia?- le había contado que, desde el día del atentado, el asesino llevaba en sus oídos el grito de dolor de su víctima.
Fue el lunes siguiente, 22 de diciembre, cuando tuve la que, sin saberlo aún, sería mi última conversación con el hombre que amaba a los perros. Recuerdo perfectamente que esa tarde, como nunca antes desde que López comenzara a contarme la historia de Ramón, me sentí sometido a una presión que hasta entonces había logrado escamotear: por mi propio bien, me pregunté mil veces, ¿no debería comentar en oídos propicios lo que me estaba ocurriendo con aquel Jaime López empeñado en contarme amí una historia tremebunda y políticamente tan comprometedora? El miedo que ya me envolvía, reforzado por lo leído sobre el final de Trotski, era un sentimiento más sórdido, mucho más mezquino de lo que yo mismo me confesaba en aquel momento, pues en realidad no tenía tanto que ver con el relato de horror y traición que estaba escuchando como con el hecho más que probable de que llegara a saberse que yo había hablado durante varios días con aquel hombre extraño, sin decidirme a «consultarlo», como se solía decir y como, se suponía, era mi deber. Pero la sola idea de buscar al «compañero que atendía» al centro de información que editaba la revista de veterinaria -todos le llamaban así, «el compañero que atendía» y todos sabían quién era, pues parecía importante que todos supiéramos de su existencia difusa pero omnipresente- y contarle una conversación que, fuese quien fuese López, yo había prometido no comentar, me parecía tan degradante hacia mi persona que me rebelé ante la posibilidad. Decidí en ese momento asumir las consecuencias (¿había un trabajo menos importante y ambicionado que el mío?; sí, claro, podrían devolverme, por ejemplo, a Baracoa…) y durante años tapié aquella historia con un muro de silencio, y ni siquiera Raquelita supo nunca -ella no lo sabe todavía hoy y además no le importaría un carajo saberlo- lo que me había contado Jaime López.
Aquella tarde de mis temores desbocados, apenas llegó a la playa, López me confesó que se sentía terriblemente triste:Dax había empezado a tener problemas de locomoción -se marea, como yo, dijo-, y la opción del sacrificio comenzaba a ser inminente.
– Ya sé que no eres veterinario y yo no debería pedírtelo -me dijo, sin mirarme-, pero si tú me ayudas creo que va a ser más fácil…
– Quisiera ayudarte, pero de verdad no sé hacerlo ni puedo -le dije, observando a los dos perros que corrían por la arena. Dax, era evidente, había perdido la elegancia de su trote y tropezaba a los pocos pasos.
– No sé cómo voy a resolver esto… -el hombre hablaba consigo mismo, más que conmigo; su voz estaba a punto de quebrarse-. Quiero asegurarme de que no sufra…