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La evidencia de una muerte cercana y la revelación de aquellos sentimientos aplacaron mis dudas sobre la identidad de López y, especialmente, me decidieron a afrontar, con el silencio, las consecuencias que podían derivarse de mi actitud, sin duda alguna ideológicamente cuestionable. Y es que la muerte tiene esa capacidad: resulta tan definitiva e irreversible que apenas deja márgenes para otros temores. Incluso un hombre como el que esa tarde tenía frente a mí (conocedor de todo sobre la muerte, según me había dicho) se detenía ante ella, se removía ante su presencia, aun cuando se tratara de la muerte de un perro.

Después de beber café, fumarse un cigarro y sufrir un acceso de tos, al fin López se lanzó sobre la historia de Ramón Mercader, y me relató el modo en que su amigo había entrado definitivamente en la historia. Yo lo escuchaba, con mi capacidad de juicio extraviada, con todo mi asombro desbordado y hasta con cierto júbilo cuando el relato se cruzaba con las informaciones obtenidas de mis lecturas recientes. En algún momento descubrí también que se iba adueñando de mí una molesta y sibilina mezcla de desprecio y compasión (sí,compasión, y nunca he tenido dudas respecto a la palabra ni a lo que denota) por aquel Mornard-Jacson-Mercader dispuesto a cumplir lo que había asumido como su deber y, sobre todo, como una necesidad histórica reclamada por el futuro de la humanidad.

López parecía al borde del agotamiento cuando llegó al climax del relato. Hacía rato que había oscurecido y yo apenas podía verle el rostro, pero me aferraba a sus palabras, excitado por lo que estaba escuchando.

– Lo que falta de la historia es el regalo de Año Nuevo -dijo en ese momento, y me pareció un hombre conmovido que siente un gran alivio. Todavía hoy cierro los ojos y puedo verlo en los últimos minutos del relato: López había hablado con un silbido en la voz y la mano izquierda sobre la venda que siempre le cubría la derecha-. Mi mujer es la comunista más rara que conozco. Hasta en Moscú se empeñaba en celebrar la Nochebuena y las navidades. Para ella son sagradas, y nunca mejor dicho… Y no querrá soltarme en todos estos días, así que me va a ser difícil venir hasta después de Año Nuevo. Tengo que complacerla.

– ¿Cómo hacemos entonces? -yo me sentía ansioso y frustrado. Una acumulación de evidencias terribles y de preguntas enquistadas casi me asfixiaba, pero sabía que lo mejor era no tocarlas para evitar que se pudiese enturbiar la relación con el hombre, pues me faltaba por atravesar una etapa decisiva en la vida de Ramón Mercader y, por todo lo escuchado, ansiaba conocerla-. ¿Quieres que te llame por teléfono?

Me respondió de inmediato:

– No. Nos vemos el 8 de enero. ¿Puedes?

– Creo que sí.

– Yo vengo el 8, y si no te veo, vuelvo el 9.

– Anjá -acepté ante la falta de alternativas-. ¿YDax?

– No puedo hacerlo ahora -me dijo López y extendió la mano para que yo lo ayudara a ponerse de pie-. Con cuidado, me duelen mucho los brazos…Dax es fuerte, resistirá. Voy a esperar todo lo que se pueda, hasta principios de año. Si tuviera un amigo que me ayudara…

– PobreDax -dije, al ver el rumbo que tomaba la conversación y al comprobar que los borzois se acercaban, ya deseosos de irse, pues había pasado su hora de comer.

López me extendió su mano vendada. Sin pensarlo yo le sonreí y se la estreché. Luego me agaché para recoger la bolsa del termo y entregársela. Y me atreví a soltar una de las preguntas que me atormentaba:

– Leí en un periódico que Ramón oyó toda su vida el grito de Trotski. ¿Él le habló de ese grito?

López tosió y se pasó la mano vendada por el rostro. Yo hubiera querido que hubiese más luz para verle los ojos.

– Todavía lo oía cuando me contó la historia, hace unos diez años -me dijo, y empezó a alejarse-. Creo que lo oyó hasta el final… Que tengas una feliz Navidad.

– Lo propio -alcancé a decir en medio de mi conmoción, y de inmediato me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no pronunciaba ni oía aquellas dos palabras que en Cuba únicamente se utilizaban como fórmula para devolver felicitaciones navideñas, aquellas fiestas desde hacía varios años desterradas de la isla científicamente atea y demasiado necesitada de cada jornada de trabajo como para darse el lujo de desaprovechar algunas de esas valiosas jornadas.

López avanzó por la arena, compacta por la lluvia del día anterior. Junto a él marchabanIx y Dax, a paso lento. La oscuridad no me permitía ver al negro alto y flaco, pero yo sabía que seguía allí, entre las casuarinas, desgranando su paciencia. López se acercó a los árboles y su figura se fue fundiendo con la noche hasta que desapareció. Como si nunca hubiera existido, pensé.

Segunda parte

16

¿Qué sensaciones lo acompañaron cuando vio levantarse sobre la línea del horizonte la silueta de la interrogación más absoluta? Observó aquel mar de una transparencia refulgente, capaz de herir las pupilas, y seguramente pensó que, a diferencia de Hernán Cortés, lanzado sobre aquella tierra ignota en busca de gloria y poder, él, si acaso, podía aspirar a encontrar allí un punto de apoyo para los días finales de su existencia y la grotesca posibilidad de reivindicar un pasado donde ya había alcanzado y agotado su cuota de gloria y poder, de furia y esperanzas.

Veinte días había durado la navegación de pesadilla. Desde que abordaron elRuth y sus sirenas lanzaron el quejido de despedida hacia la agreste costa noruega, aquel carguero que desde sus cisternas regurgitaba el vaho malsano del petróleo se había convertido en una prolongación aún más encarnizada del encierro sufrido en el fiordo desolado. A pesar de que Liev Davídovich, Natalia y la escolta policial eran los únicos pasajeros de la embarcación, el inevitable Jonas Die y sus hombres se encargaron de mantener aislados a los deportados, impidiéndoles la comunicación por radio y vigilándolos incluso cuando se sentaban a la mesa del capitán Hagbert Wagge, tan orgulloso de llevar a bordo aquel pedazo de historia. Confinados en la cabina del comandante, Liev Davídovich y Natalia pasaron los días leyendo los pocos libros sobre México que habían conseguido gracias a Konrad Knudsen, tratando de vislumbrar lo que les aguardaba en aquel Nuevo Mundo, siempre violento y exaltado, donde el precio de la vida podía ser una simple mirada mal recibida y donde, según sabían, nadie los esperaba.

Cuando la costa cobró toda su nitidez, sus temores salieron a flote, y Liev Davídovich lanzó a Die una postrera exigencia: solo abandonaría el petrolero si venía en su busca alguna persona que le inspirara confianza. ¿Quién?, pensaba, cuando Jonas Die le dio la sorprendente respuesta de que iban a complacerlo, y él también se concentró en la observación de la costa.

Mientras el barco se acercaba al puerto de Tampico, se hizo visible la multitud intranquila que se congregaba en sus alrededores, punteada por los uniformes azules de la policía mexicana. Aunque hacía mucho que Liev Davídovich había superado el temor a la muerte, los gentíos exaltados siempre le obligaban a recordar el que había rodeado a Lenin en septiembre de 1918 y del cual había salido la mano armada de Fanny Kaplan. Pero un manto de alivio cayó sobre sus aprensiones cuando descubrió, en un extremo del espigón, las facciones de Max Shachtman, la estampa maciza de George Novack y la levedad irradiante de una mujer que no podía ser otra que la pintora Frida Kahlo, la compañera sentimental de Diego Rivera.

Apenas atracaron, los Trotski cayeron en un torbellino de júbilo. Varios amigos de Frida y Rivera, sumados a los correligionarios norteamericanos venidos con Shachtman y Novack, los envolvieron en una ola de abrazos y congratulaciones que obraron el milagro de hacer correr las lágrimas de Natalia Sedova. Conducidos a un hotel de la ciudad donde les habían organizado una comida de bienvenida, los recién llegados fueron oyendo el tropel de informaciones retenidas por Jonas Die, sin duda molesto por el carácter de las noticias: el general Lázaro Cárdenas no solo había concedido a Liev Davídovich asilo indefinido, sino que lo consideraba su huésped personal y, con el mensaje de bienvenida, le enviaba el tren presidencial para que los trasladara a la capital. A su vez, Rivera, que se disculpaba por no haber podido desplazarse hasta Tampico, les ofrecía, también indefinidamente, una habitación en la Casa Azul, la edificación que ocupaba con Frida en el barrio capitalino de Coyoacán.