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Los vinos franceses y el rudo tequila mexicano ayudaron a Liev Davídovich y a Natalia en el empeño de saltar del mole poblano a las puntas de filete a la tampiqueña, del pescado a la veracruzana a la consistencia rugosa de las tortillas, coloreadas y enriquecidas con pollo, guacamole, ajíes, jitomates, frijoles refritos, cebollas y cerdo asado al carbón, todo salpicado con el fogoso chile que clamaba por otra copa de vino o un trago de tequila capaces de aplacar el incendio y limpiar el camino hacia la degustación de aquellas frutas (mangos, pinas, zapotes, guanábanas y guayabas) pulposas y dulces, insuperables para coronar el festín de unos gustos europeos deslumbrados por texturas, olores, consistencias y sabores que se revelaban exóticos para ellos. Abrumados por aquel banquete de los sentidos, Liev Davídovich descubrió cómo sus prevenciones se esfumaban y la tensión dejaba paso a una invasiva voluptuosidad tropical capaz de arroparlo en una molicie benéfica que su organismo y su cerebro agotados recibieron golosamente, según escribió.

Después de la siesta de rigor, se dispusieron a dar un paseo en auto con Frida, Shachtman, Novack y Octavio Fernández, el camarada que más había trabajado para que se les concediera el asilo. Sin embargo, los acogidos pronto volvieron a la realidad cuando vieron que el vehículo se colocaba en una caravana encabezada por el jeep descapotado donde viajaban, fusiles en mano, los miembros de la guardia presidencial. Liev Davídovich pensó que ni siquiera en el paraíso volverían a ser totalmente libres.

En el tren, Frida lo puso al día de las reacciones que estaba provocando su llegada. Tal y como era de esperar, la decisión del general Cárdenas había sido un acto de desafiante independencia, pues la había tomado en un momento de grandes tensiones políticas, en pleno proceso de reforma agraria y con la nacionalización del petróleo en su agenda. El decreto de acogida (cuya única y comprensible condición era que el exiliado se abstuviera de participar en los asuntos políticos locales) había sido un acto de soberanía mediante el cual el presidente expresaba la fidelidad a sus propias ideas políticas más que una simpatía por las del asilado. Pero aquella decisión había convertido a Cárdenas en objeto de las más disímiles acusaciones, que iban de los gritos de traidor a la Revolución mexicana y de aliado de los fascistas (proferidos por los comunistas y los líderes de la Confederación de Trabajadores, soporte tradicional del presidente), hasta la de anarquista rojo a las órdenes de Trotski (esgrimidos por una burguesía para la cual Trotski y Stalin significaban lo mismo y la llegada del primero confirmaba la ascendencia de «los rusos» sobre el presidente).

Un exultante Diego Rivera los esperaba en una pequeña estación cercana a México D.F. y desde allí, acompañados por otros policías y muchos amigos armados de botellas de coñac y whisky, emprendieron el camino hacia aquel extraño domicilio pintado de azul telúrico.

El primer conocimiento que Liev Davídovich había tenido de la obra de Rivera se había producido en París, durante los años de la Gran Guerra, cuando los ecos de la Revolución mexicana llegaron a Europa y, con ellos, las obras de sus pintores revolucionarios. Luego, había seguido con atención el fenómeno cultural del muralismo, del que incluso tuvo noticias en los días de su destierro en Alma Ata, cuando Andreu Nin le había enviado un hermoso libro sobre la pintura de Rivera que había perecido en el incendio de Prínkipo. En cambio, apenas tenía una noción superficial de la obra atormentada y simbolista de Frida, pero desde que se encontraron rodeados de sus pinturas, de un surrealismo muy personal, descubrió que su sensibilidad se comunicaba mucho mejor con el arte adolorido de la mujer que con la monumentalidad explosiva de Rivera.

Los anfitriones habían dispuesto para él la antigua habitación de Cristina Kahlo, la hermana de Frida. Cuando Rivera se había resuelto a cobijarlos, le compró a la joven una residencia cerca de la Casa Azul, por lo que advirtió a los Trotski que podían disponer a sus anchas de aquel espacio. La amabilidad de los pintores y el estado crítico de sus finanzas obligaron a Liev Davídovich a aceptar lo que, pensaba, solo sería un hospedaje temporal.

La Casa Azul ya había cobrado el aspecto de una fortaleza sitiada. Varias ventanas habían sido tapiadas y algunas paredes reforzadas y, tan pronto arribaron los exiliados, se dispusieron turnos de guardia. A los jóvenes trotskistas norteamericanos se les encargó el interior de la morada, mientras el exterior era custodiado por la policía local. No obstante, apenas instalados, Liev Davídovich empezó a sentir cómo lo envolvía un optimismo que ya creía extraviado, aunque se impuso, más por la agotada Natalia que por él mismo, tomar un respiro antes de lanzarse otra vez a la lucha que lo reclamaba.

Como tantas veces en su vida, la política se encargó de sacudirlo y recordarle que ni la posibilidad del más breve reposo le había sido conferida a Prometeo y a los que se atreviesen a estar cerca de su roca. Aquél era el sino que lo perseguiría hasta el último día de su vida.

Las radios y los periódicos comenzaron a anunciar que la sala penal montada en la Casa de los Sindicatos de Moscú volvía a abrir sus puertas para escenificar un nuevo episodio del grotesco estalinista. Al principio no se sabía el número de enjuiciados ni sus nombres, hasta que se especificó que eran trece, encabezados por el mismo Rádek que, con su retumbante capitulación, se había creído a salvo de las iras de Stalin. En la causa también aparecían encartados el pelirrojo Piatakov, Murálov, Sokólnikov y Serebriakov, aunque volvían a ser Liev Sedov y Liev Davídovich los principales reos en ausencia.

Desde que se inició el nuevo proceso, el 23 de enero de 1937, Liev Davídovich se encerró con la radio para tratar de desentrañar la lógica de aquel absurdo donde los procesados parecían competir con confesiones cada vez más humillantes y desquiciadas, que ahora añadían a las conspiraciones para derrocar al sistema o asesinar a Stalin la existencia de planes de sabotaje industrial, de envenenamientos masivos de obreros y campesinos, e incluso la firma de un pacto secreto entre Hitler, Hirohito y Trotski para desmembrar a la URSS. Los saboteadores fueron cargando sobre sus espaldas todos los fracasos económicos, el hambre y hasta los accidentes ferroviarios e industriales con los que habían agredido al país y a sus heroicos trabajadores y traicionado la confianza del Líder. Una de las acusaciones del proceso ubicaba a uno de los reos en París, recibiendo órdenes de Trotski justo cuando él se hallaba en Barbizon sin permiso para visitar la capital. Pero la piedra angular de la conspiración abortada descansaba sobre la confesión de Piatakov, quien aseguraba haber viajado de Berlín a Oslo en 1935 para celebrar en esa ciudad una cumbre contrarrevolucionaria con el renegado Trotski.

Obligado a salvar su responsabilidad en este asunto, el pusilánime gobierno noruego emitió un desmentido con pruebas de que el presunto avión de Piatakov, procedente de Alemania, nunca había aterrizado en Noruega en los sitios y las fechas declaradas por el fiscal y aceptadas por el acusado. Pero ya se sabía que las rabiosas imprecaciones del ex menchevique Andréi Vishinsky contra los perros rabiosos degenerados y malolientes para los que pedía la muerte iban a superar cualquier obstáculo o evidencia de la empecinada realidad… Liev Davídovich sabía, sin embargo, que aquel proceso insostenible escondía algún objetivo que iba más allá de la necesidad de reparar las contradicciones del anterior y eliminar a otro grupo de viejos bolcheviques: y algo de ese fin se le fue haciendo evidente a medida que se repetían en el juicio los nombres de Bujarin y sus compañeros de la difuminada Oposición de derechas. Más oscuro y difícil de entender se le antojó, en cambio, la mención de ciertos oficiales del Ejército Rojo, supuestamente vinculados, también ellos, a la conspiración trotskista, a la traición y el sabotaje.