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Cuando John Dewey llegó a México, tras imponerse a infinidad de presiones políticas, pidió la información que le faltaba por leer y se negó a entrevistarse con Trotski. Recordó a la prensa que, ideológicamente, no compartía las teorías del procesado, y, como presidente de la Comisión, solo se atendría a ofrecer unas conclusiones a partir de las pruebas y testimonios presentados y que el único valor de aquel resultado sería de carácter moral.

El 10 de marzo, la Casa Azul tenía el aspecto de un campamento militar. Dentro de la edificación se había esfumado la armonía de objetos y colores al ser retirados los tiestos de plantas, los muebles de madera veteada y las obras de arte, para ceder espacio a miembros del jurado, periodistas y guardaespaldas. Fuera de la mansión se habían levantado barricadas y desplegado decenas de policías. La mañana de la apertura, ya a la espera de Dewey y los miembros del jurado, Diego Rivera observó el patio y, sonriente, le habló a su huésped de los sacrificios que debían hacerse por la revolución permanente.

Dewey mostró una energía que desafiaba sus setenta y ocho años. Nada más entrar en la casa, tras saludar a Diego y a Liev Davídovich, pidió comenzar: su función y la de los miembros del jurado, dijo, consistiría en oír cualquier testimonio que el señor Trotski tuviera a bien presentarles, interrogarlo y ofrecer después unas conclusiones. La pertinencia de aquellas sesiones, en su opinión, se basaba en el hecho de que el señor Trotski hubiera sido condenado sin la oportunidad de hacerse escuchar, lo cual constituía un motivo de grave preocupación para la Comisión y para la conciencia del mundo entero.

En ese instante se iniciaba, quizás, la semana más intensa y absurda de la vida de Liev Davídovich… No podía recordar que alguna vez se hubiera visto sometido al esfuerzo físico e intelectual de lidiar por horas y horas contra una lógica enfermiza como la que emanaba de las acusaciones pergeñadas en Moscú. Como todo el contraproceso se desarrolló en inglés, constantemente él temía no ser lo preciso o explícito que necesitaba y deseaba. En las noches apenas dormía dos o tres horas, cuando el cuerpo vencía a la mente; su estómago, afectado por la tensión y los litros de café bebidos, se le había convertido en una piedra de fuego clavada en el abdomen, mientras la presión arterial, ya intranquilizada por la altura, le había instalado un zumbido en los oídos y una dolorosa molestia en la base del cráneo. Al final del sexto día lo envolvió la impresión de hallarse en un lugar extraño, entre desconocidos que hablaban de asuntos incomprensibles, y creyó que desfallecería, pero sabía que hablar ante aquellas personas era su única alternativa, quizás la última ocasión de luchar en público por su nombre y por su historia, por sus ideas y por los restos mortales de una revolución traicionada.

Cuando llegó el momento de su alegato, el 17 de abril, los miembros de la Comisión vieron ante sí a un hombre extenuado que tuvo que pedir permiso a Dewey para permanecer sentado. Sin embargo, cuando se encarriló en el discurso, su vehemencia de los viejos tiempos retornó y los reunidos en la Casa Azul percibieron algunos de los destellos del Trotski que había conmovido a las masas en 1905 y 1917, de la pasión que le habían valido la devoción de tantos hombres y el odio eterno de otros, desde Plejánov hasta Stalin. Su primera conclusión fue que, de acuerdo con el actual gobierno soviético, todos los miembros del buró político que hizo triunfar la revolución y acompañó a Lenin en los días más difíciles de la guerra y la hambruna y habían puesto en marcha al país, hombres que habían sufrido cárcel, destierro, represiones incontables, en realidad desde siempre habían sido traidores a sus ideales y, más aún, agentes al servicio de potencias extranjeras deseosas de destruir lo que ellos mismos habían construido. ¿No era una paradoja que los líderes de Octubre, todos, hubieran resultado unos traidores? ¿O tal vez el traidor era uno solo y se llamaba Stalin? No se detendría a demostrar la falsedad, más aún, el absurdo de los hechos que le imputaban, dijo, pero debía recordar que los gobiernos de Turquía, Francia y Noruega habían corroborado que él no había desarrollado en sus territorios labor antisoviética alguna, pues había permanecido apartado e incluso confinado bajo vigilancia policial. Olvidado de sus debilidades físicas, se puso de pie: la combustión de las ideas debió de actuar como un resorte que lo proyectaba y daba fuerzas para llegar a la salida: la experiencia de su vida, recordó, en la cual no habían escaseado los triunfos ni los fracasos, no había destruido su fe en el futuro de la humanidad sino que, por el contrario, le había dado una convicción indestructible. Esa fe en la razón, en la verdad, en la solidaridad humana, que a la edad de dieciocho años llevó consigo a las barriadas de la ciudad provinciana de Nikoláiev, la había conservado plenamente, se había hecho más madura, pero no menos ardiente, y nada ni nadie, nunca, podría matarla.

Con la respiración agitada y la cabeza adolorida, volvió a ocupar su asiento. Sus ojos se habían posado en los del anciano profesor norteamericano y, por unos segundos densos, se sostuvieron la mirada. El silencio resultó dramático. Antes del alegato de Liev Davídovich, Dewey había prometido pronunciar unas conclusiones provisionales, pero ahora se mantenía como petrificado. Un sollozo de Natalia Sedova rompió el ensalmo. Por fin Dewey bajó la mirada y observó sus apuntes para susurrar que la vista quedaba cerrada hasta que elaboraran las conclusiones finales… Y agregó: todo lo que él pudiera decir hubiera sido un imperdonable anticlímax.

Apenas cerradas las sesiones, Liev Davídovich se vio obligado a acatar la orden de Natalia y salió hacia una casa de campo, en la hermosa ciudad de Taxco. Aunque había pedido a los secretarios que llevaran las escopetas de caza, era tal su fatiga que solo pudo dar unos paseos por la ciudad y, casi al final de la estadía, realizar una excursión a las pirámides del Sol y de la Luna de Teotihuacán. Por fortuna, los dolores de cabeza, la tensión sanguínea y los insomnios comenzaron a ceder, pero la vigilancia estricta de Natalia lo mantuvo en una reclusión que incluía el bloqueo de la correspondencia.