Cuando regresaron a Coyoacán, a Liev Davídovich lo sorprendió una sensación que no experimentaba desde los días de Prínkipo: volvía a un sitio deseado. Para un hombre que había vivido toda su existencia en constante movimiento, la noción tradicional del hogar había sido sustituida por la necesidad de un sitio propicio para trabajar, y la Casa Azul, con sus encantos y su atmósfera exótica, ejercía un magnetismo benéfico al que se añadía (Liev Davídovich nunca lo admitiría en sus escritos) el atractivo revoloteo de las hermanas Kahlo, cuyas atenciones habían despertado instintos que los años de lucha y aislamiento habían adormecido. Disfrutar de la belleza de Cristina y del halo misterioso de Frida, del olor a juventud que emanaba de ambas y de los diálogos en los que solía deslizar galanterías a veces torpes y elementales, se fue convirtiendo en una especie de juego adolescente capaz de volatilizar la noción de encierro y de convertir la cocina, los corredores, el patio de la casa, en lugares de encuentros sonrientes, mientras sentía que aquel retozo hacía retroceder la acechante vejez.
A la espera de las conclusiones de Dewey, Liev Davídovich siguió comprobando informaciones capaces de desarmar su presunta participación en la conspiración antisoviética. Se lamentó de que muchos de aquellos documentos no hubieran llegado a sus manos semanas antes, y la idea de que Liova había actuado con cierta indolencia lo colocó al borde de la ira. Decidido a castigar la imperdonable ineficiencia, delegó en sus secretarios la correspondencia con Liova, sabiendo que el joven captaría de inmediato la señal que transmitía su silencio.
Una noche de finales de marzo, terminada la cena, Natalia, Jean van Heijenoort y Liev Davídovich, junto a los moradores de la Casa Azul, prolongaron una de las amables veladas en las que, con frecuencia, se le exigía al exiliado que narrara los más disímiles recuerdos de su existencia. Como se sentía animado, se lanzó a relatar la historia de su relación con el mariscal Tujachevsky, el joven y elegante oficial que en los días de la guerra civil, gracias a su capacidad como estratega, había sido bautizado como «el Bonaparte ruso». Natalia, que conocía aquellos episodios y entendía poco y mal el inglés que utilizaban como lengua franca, fue la primera en retirarse, y de inmediato la siguió Rivera, quien ya almacenaba en su sangre una cantidad impresionante de whisky. Frida, vencida por el sueño, fue la siguiente, y entonces Van Heijenoort se esfumó, discretamente.
La sonrisa de Cristina, el vino ingerido y las ansias acumuladas por varias semanas de cercanía provocaron la previsible explosión. Más de una vez, en cenas y paseos, Liev Davídovich había deslizado una mano hacia las piernas o los brazos de Cristina, solo como un juego cariñoso, y ella, coqueta y delicadamente, siempre con una sonrisa, había impedido cualquier avance, aunque sin disuadirle del todo, sugiriendo quizás que escarceos y sonrisas eran parte de un rito de acercamiento al que por fin el hombre se lanzó esa noche. Entonces, para su sorpresa, ella lo detuvo y le pidió que no confundiera admiración y afecto con otros sentimientos. Sin entender la reacción de una mujer que hasta ese momento parecía aceptar sus insinuaciones, Liev Davídovich se quedó mudo, con los deseos congelados.
Molesto por el fracaso, avergonzado por haber cedido a un impulso que ponía en peligro su relación con los dueños de la casa y, peor aún, la solidez de su matrimonio, el hombre se llamó a la cordura para desterrar el alarido hormonal que lo había superado. Se impuso pensar si sus intenciones con la joven no habían sido más que una embriaguez pasajera provocada por el magnetismo de una piel tersa: una manifestación absurda de la fiebre de la cincuentena, se dijo.
Cuando Frida se enteró de lo ocurrido, ella misma asumió el papel de confidente y le ofreció el magro consuelo de ponerlo al día de los desmanes sexuales de su hermana, tan aficionada a aquellos juegos de calentamiento de varones e, incluso, al más sórdido engaño: Cristina había sobrepasado todos los límites cuando se metió en la cama con el mismísimo Diego, algo que Frida se había tragado aunque nunca les perdonaría ni a su marido ni a su hermana. La ternura y la comprensión de la pintora, salpicadas de coquetería, llevaron a Liev Davídovich a preguntarse si no habría calibrado mal sus posibilidades, y empezó a redirigir sus intenciones, que pronto adquirieron una vehemencia avasalladora, capaz de alterar sus horas de vigilia y de sueño con la imagen de la mujer que le había confiado tan íntimas revelaciones.
Envuelto en la tupida tela de araña del deseo, Liev Davídovich debió acudir a toda su disciplina para concentrarse en el trabajo. La presencia de Frida y la atmósfera misma de la Casa Azul lo inducían a la molicie y las divagaciones, cuando tantos compromisos políticos y problemas económicos lo reclamaban. Quizás el hecho de haber pospuesto la redacción de la biografía de Lenin por empeñarse en la de Stalin, de la cual había cobrado unos adelantos, también afectó a su ritmo de trabajo. Investigar en los archivos y hurgar en su memoria todo lo relacionado con aquel ser oscuro le resultaba una tarea ingrata, y, aunque pretendía convertir el libro en una granada contra el Sepulturero, en el fondo sentía que se rebajaba al dedicarle su inteligencia y su tiempo.
Un extraño y confuso suceso ocurrido en Barcelona el 3 de mayo consiguió centrar su atención en lo que ocurría en España. Desde hacía varios meses, el escenario de la guerra civil se había convertido en un terreno de confrontación política entre los grupos que combatían a favor de la República, y Liev Davídovich había advertido la mano de Moscú detrás de acusaciones y debates entre las facciones. No podía ser casual, escribiría, que poco después de iniciadas las purgas en Moscú y anunciado el apoyo militar a la República, dependiente de las armas y asesores soviéticos, se hubiese desatado una campaña contra los reales y supuestos trotskistas españoles, a quienes se les asediaba con la misma saña y las mismas acusaciones, casi con las mismas palabras con que habían sido juzgados los bolcheviques en la URSS. Su viejo amigo Andreu Nin, de quien se había distanciado por diferencias tácticas, había sido uno de los primeros expulsados del aparato gubernamental, mientras su partido, el POUM, se convertía en blanco de ataques propagandísticos más acerbos que los proferidos contra los militares fascistoides.
En el tumulto de informaciones censuradas y contradictorias llegadas desde Barcelona, el olfato del viejo revolucionario pudo advertir que lo ocurrido en torno al control militar del edificio desde el que se regían las comunicaciones de la República solo había sido un pase de castigo que escondía y a la vez aceleraba el objetivo de la corrida: matar al toro de la oposición y doblegar al gobierno a la voluntad soviética, lo que le permitiría a Stalin convertirse en protagonista imprescindible del juego político europeo. Por ello no se extrañó cuando supo que los primeros en ser colocados en la picota habían sido los militantes del POUM: era evidente que la agresividad con que los comunistas españoles se lanzaron a su liquidación se debía, más que a viejas pugnas o a la necesidad de lograr un gobierno unido, a la obsesión del amo del Kremlin por el control (más deseado incluso que la derrota militar de Franco y de sus fascistas de segunda).
En los últimos días de aquel mayo turbulento llegaron a Coyoacán varios ejemplares de la recién salida edición deLa revolución traicionada. Los Rivera, para celebrarlo, invitaron a los Trotski y a otros amigos a cenar en un restaurante del centro. Como sus ánimos andaban muy restablecidos, Liev Davídovich había comenzado a hacer uso de la libertad de movimientos que le concedían las autoridades mexicanas. Con cierta frecuencia viajaba a la abigarrada ciudad, acompañado por dos o tres guardaespaldas, camuflado en el asiento trasero de un automóvil y cubierto por un sombrero y un pañuelo que le ocultaba hasta la barbilla. Aun así, había disfrutado de esas excursiones y, algunas noches, incluso, se había dedicado a recorrer las calles del centro para diseccionar el pesado barroco de la catedral, el ambiente de las cantinas y su música de mariachis, y la elegancia de los viejos palacios virreinales, siempre perseguido por el olor de las tortillas puestas al fuego en cada esquina de la ciudad. La animación de México le parecía la de un mundo pujante, sostenido sobre un profundo mestizaje cultural que, sin embargo, no sería capaz, en siglos, de derribar las barreras que separaban a las razas convivientes.