La noche de la celebración, luego de la cena, los convocados caminaron por los callejones del centro, leyendo las proclamas políticas que cubrían las paredes, donde igual acusaban a Cárdenas de traidor y comunista, que le daban su apoyo y lo instaban a seguir hasta el final. El nombre de Trotski, como era de esperar, aparecía en varias de esas pintadas, que iban, también, de los vivas a los muera, de las bienvenidas a los fuera de México. Pero esa noche Liev Davídovich no estaba interesado en los carteles ni en los descubrimientos de la ciudad: lo que en realidad buscaba era la cercanía de Frida. El vértigo sensorial en que había caído reclamaba un desahogo que comenzó a perseguir con vehemencia. Aunque el físico de la pintora imponía la barrera de una deformidad que debía valerse de corsés ortopédicos y de un bastón para auxiliar la más afectada de sus piernas, quizás precisamente por aquellas limitaciones la mujer asumía el sexo y la sensualidad de un modo agresivo, desbordado, y cuando Liev Davídovich supo que su moralidad abierta incluso le había permitido volcar sus ansias en relaciones homosexuales, el duende pervertido de la virilidad se había desatado en elucubraciones descarnadas y en unas ansias más urgentes que todas las sentidas en su juventud o en sus días de poderoso comisario, cuando tantas compañeras de lucha le habían brindado un solidario desahogo de las tensiones y fervores acumulados.
De los poemas y cartas de amor, ocultos entre las páginas de los libros que solía recomendarle a Frida, los reclamos de Liev Davídovich ya exigían un ascenso hacia lo concreto. El fuego que lo impulsaba ardía con tal fuerza que había logrado incluso superar el temor de que Natalia sospechara de sus devaneos. Y aquella noche de jolgorio, mientras Diego, Natalia, los amigos sumados al paseo y los secretarios entraron al edificio donde se hallaba uno de los murales de Rivera, él se hizo el demoradizo y, sin que mediaran palabras, detuvo a Frida contra la fachada y la besó en los labios mientras, entre respiro y respiro, le repetía cuánto la deseaba. Con total conciencia, en ese momento Liev Davídovich se estaba lanzando al pozo de la locura y poniendo en peligro todo lo trascendente de su vida: pero lo hizo feliz, orgulloso, temerario y sin el menor sentimiento de culpa, se diría después, convencido de que, al fin y al cabo, había valido la pena haber gastado en aquella orgía de los sentidos los mejores cartuchos de las últimas reservas de su virilidad.
17
Ramón Mercader estaba convencido de que París era la ciudad más fatua del mundo y que los franceses y su gobierno socialista estaban traicionando a España, negándole el apoyo salvador que la República pedía a gritos. Pero se sintió satisfecho cuando Tom le abrió la puerta del departamento del último piso de la calle Léopold Robert y descubrió cómo desde las ventanas del ala norte podía ver el bulevar Montparnasse mientras desde el balcón, mirando al sur, se entreveía el bulevar Raspail, a la altura del Café des Arts.
– Está muy bien, ¿no? -comentó Tom, mientras le entregaba las llaves-. Céntrico y discreto, muy burgués pero un poco bohemio, como te corresponde.
– A Jacques Mornard le gusta -admitió, y observó las mesas y estantes de madera, desangelados por la falta de adornos, las paredes vacías donde debía colgar algunas fotos-. Él tiene que empezar a hacerlo suyo.
– Tienes tiempo para aclimatarte. Dos o tres meses, creo.
Jacques encendió un cigarrillo y recorrió la habitación, el cubículo del retrete, el cuarto de baño y la pequeña cocina donde una puerta acristalada dejaba ver el balcón de servicio que daba al patio interior del edificio. Regresó a la sala con un platillo de café que haría las veces de cenicero hasta tanto adquiriese los enseres necesarios, más afines a sü personalidad. En ese instante lo invadió una sensación desconocida, pues desde que Caridad comenzara sus fugas, más de diez años atrás, él nunca había vuelto a tener nada parecido a lo que los burgueses se empeñan en llamar un hogar.
– Me voy a mi hotel -dijo Tom, lanzando un bostezo-. ¿Vas a descansar?
– Necesito comprar algo de comer. Leche, café…
– Muy bien. Nos vemos esta noche. A las ocho, delante de lafontaine Saint Michel. Te tengo una sorpresa -y, con más dificultad que otras veces, se puso de pie.
– ¿Cuándo me vas a contar lo que te pasó en esa pierna?
Tom sonrió y abandonó el piso.
Jacques abrió su única maleta. Sacó las camisas y el traje de cachemir inglés y los tendió sobre una butaca, para que se airearan y recobraran su forma. Bajó a la calle y cruzó el bulevar Montparnasse para entrar en la Closerie des Lilas, casi vacío a media mañana. Pidió un vaso de leche caliente, un croissant y una taza de café. Empleó su mejor acento belga y recordó que no era necesario exagerar. En cualquier caso, tendría tiempo para limar aquellos defectos menores, se dijo, mientras dejaba caer en el bolsillo de su chaqueta el cenicero de la mesa vecina, grabado con el nombre del café.
Antes de deshacerse de Grigoriev, su mentor le había explicado que durante su viaje a Nueva York había puesto en marcha el sinuoso pero casi seguro camino de Jacques Mornard hacia el renegado Liev Trotski: a Ramón le pareció tan rebuscado e improbable que llegó a pensar si todo aquello no era una ficción. Grigoriev le había contado cómo bajo la identidad de míster Andrew Roberts había entrado en contacto con Louis Budenz, el director delDaily Worker. En otras ocasiones Budenz había colaborado con los servicios secretos soviéticos, y ahora Roberts necesitaba de él algo tan simple y tan difícil como que le enviara a París a una joven llamada Sylvia Ageloff, miembro activa de los círculos trotskistas norteamericanos, hermana de otras dos fanáticas, que, incluso, habían trabajado muy cerca del exiliado. Por supuesto, no le comentó para qué requería a Sylvia en Francia, y aunque Budenz solo conocería de la necesidad de mover a la trotskista, Roberts le recalcó que todo debía hacerse con la mayor discreción y creyó suficiente advertencia recordarle que, de aquella petición, nadie salvo ellos dos sabía una palabra. Louis Budenz se había comprometido a darle respuesta cuanto antes.
Esa noche, cuando abandonó el autobús y pasó ante el Odéon rumbo a lafontaine Saint Michel, Jacques Mornard sintió cómo penetraba en el corazón de una ciudad en efervescencia. Para los parisinos la guerra que se vivía del otro lado de los Pirineos y la que se anunciaba en el horizonte europeo estaban tan lejanas como el planeta Marte. La nuit parisienne mantenía su animación y, mientras esperaba junto a la fuente, Jacques se sintió rodeado de vida.
Tal vez el instinto o una llamada telúrica de la sangre lo hizo volverse: de inmediato la descubrió entre la gente, mientras se acercaba del brazo de Tom. Notó cómo su nueva identidad se removía con la sola presencia de aquel alarido que respondía al nombre de Caridad del Río. Cuando la mujer estuvo frente a él, sonriente y orgullosa, vestida con una elegancia que ahora le resultaba incongruente (aquellos zapatos de taco alto y piel de cocodrilo, por Dios), y susurró en catalán un«Mare meva, quin home més ben plantat!», él adivinó lo que venía: ella lo tomó por el cuello y lo besó en la mejilla, con la precisión malévola capaz de ubicarle el calor de su saliva en la comisura de los labios. Aunque Jacques Mornard trató de mantenerse a flote, Caridad había soltado las amarras de un Ramón que seguía emergiendo de sus profundidades arrastrado por aquel invencible sabor de anís.