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– Sí, dile que sí.

Por el resto de sus días Ramón Mercader recordaría que, apenas unos segundos antes de pronunciar las palabras destinadas a cambiarle la existencia, había descubierto la malsana densidad que acompaña al silencio en medio de la guerra. El estrépito de las bombas, los disparos y los motores, las órdenes gritadas y los alaridos de dolor entre los que había vivido durante semanas, se habían acumulado en su conciencia como los sonidos de la vida, y la súbita caída a plomo de aquel mutismo espeso, capaz de provocarle un desamparo demasiado parecido al miedo, se convirtió en una presencia inquietante, cuando comprendió que tras aquel silencio precario podía agazaparse la explosión de la muerte.

En los años de encierro, dudas y marginación a que lo conducirían aquellas cuatro palabras, muchas veces Ramón se empeñaría en el desafío de imaginar qué habría ocurrido con su vida si hubiera dicho que no. Insistiría en recrear una existencia paralela, un tránsito esencialmente novelesco en el que nunca había dejado de llamarse Ramón, de ser Ramón, de actuar como Ramón, tal vez lejos de su tierra y sus recuerdos, como tantos hombres de su generación, pero siendo siempre Ramón Mercader del Río, en cuerpo y, sobre todo, en alma.

Caridad había llegado unas horas antes, acompañada por el pequeño Luis. Habían viajado desde Barcelona, a través de Valencia, conduciendo el potente Ford, confiscado a unos aristócratas fusilados, en el que solían moverse los dirigentes comunistas catalanes. Los salvoconductos, adornados con un par de firmas capaces de abrir todos los controles militares republicanos, les habían permitido llegar hasta la ladera de aquella montaña agreste de la Sierra de Guadarrama. La temperatura, varios grados bajo cero, los había obligado a permanecer en el interior del auto, cubiertos con mantas y respirando el aire viciado por los cigarrillos de Caridad, que colocaron a Luis al borde de la náusea. Cuando por fin Ramón consiguió bajar hasta la seguridad de la ladera, molesto por lo que consideraba una de las habituales intromisiones de su madre en la vida de cuantos se relacionaban con ella, su hermano Luis dormía en el asiento trasero y Caridad, con un cigarrillo en la mano, daba paseos alrededor del auto, pateando piedras y maldiciendo el frío que la hacía bufar nubes condensadas. Apenas lo divisó, la mujer lo envolvió con su mirada verde, más fría que la noche de la sierra, y Ramón recordó que desde el día que se reencontraron, hacía más de un año, su madre no le daba uno de aquellos besos húmedos que, cuando era niño, solía depositar con precisión en la comisura de sus labios para que el sabor dulce de la saliva, con un persistente regusto de anís, bajara hasta sus papilas y le provocara la agobiante necesidad de preservarlo en la boca más tiempo del que le concedía la acción de sus propias secreciones.

Hacía varios meses que no se veían, desde que Caridad, convaleciente de las heridas recibidas en Albacete, fuera comisionada por el Partido y emprendiera un viaje a México con la tarea de recabar ayuda material y solidaridad moral para la causa republicana. En ese tiempo la mujer había cambiado. No era que el movimiento de su brazo izquierdo aún se viera limitado por las laceraciones provocadas por un obús; no debía de ser tampoco a causa de la reciente noticia de la muerte de su hijo Pablo, el adolescente a quien ella misma había obligado a marchar al frente de Madrid, donde había sido destrozado por las orugas de un tanque italiano: Ramón lo achacó a algo más visceral que descubriría esa noche en que su vida empezó a ser otra.

– Llevo seis horas esperándote. Ya casi va a amanecer y no aguanto más tiempo sin tomarme un café -fue el saludo de la mujer, dedicada a aplastar el cigarrillo con la bota militar, mientras observaba el pequeño perro lanudo que acompañaba a Ramón.

En la distancia, los cañones tronaban y los motores de los aviones de combate eran un retumbar envolvente que bajaba desde un lugar ubicuo de un cielo desprovisto de estrellas. ¿Irá a nevar?, pensó Ramón.

– No podía soltar el fusil y salir corriendo -dijo él-. ¿Cómo estás? ¿Y Luisito?

– Desesperado por verte, por eso lo he traído. Yo estoy bien. ¿Y ese perro?

Ramón sonrió y miró al animal, que olisqueaba las ruedas del Ford.

– Vive con nosotros en el batallón… Se me ha pegado como una lapa. Es bonito, ¿no? -y se acuclilló-. ¡Churro! -susurró, y el animal se acercó moviendo la cola. Ramón le acarició las orejas mientras lo limpiaba de abrojos. Levantó la vista-. ¿Por qué has venido?

Caridad lo miró a los ojos, más tiempo del que el joven podía soportar sin desviar la mirada, y Ramón se incorporó.

– Me han enviado para que te haga una pregunta…

– No puedo creerlo… ¿Has venido hasta aquí para hacerme una pregunta? -Ramón trató de sonar sarcástico.

– Pues sí. La pregunta más importante: ¿qué estarías dispuesto a hacer para derrotar el fascismo y por el socialismo?… No me mires así, que no bromeo. Necesitamos oírlo de tus labios.

Ramón volvió a sonreír, sin alegría. ¿Por qué le hacía esa pregunta?

– Pareces un oficial de reclutamiento… ¿Tú y quién más lo necesita? ¿Esto es cosa del Partido?

– Responde y después te lo explico -Caridad se mantenía seria.

– No sé, Caridad. Pues lo que estoy haciendo, ¿no? Jugarme la vida, trabajar para el Partido… No dejar que esos hijos de puta fascistas entren en Madrid.

– No es suficiente -dijo ella.

– ¿Cómo que no es suficiente? No vengas a complicarme…

– Luchar es fácil. Morir, también… Miles de personas lo hacen… Tu hermano Pablo… Pero ¿estarías dispuesto a renunciar a todo? Y cuando digo todo, es todo. A cualquier sueño personal, a cualquier escrúpulo, a ser tú mismo…

– No lo entiendo, Caridad -dijo Ramón, con toda su sinceridad y una naciente alarma instalada en el pecho-. ¿Hablas en serio? ¿No podrías ser más clara?… Yo tampoco puedo pasarme aquí toda la noche -y señaló hacia la montaña de la que había bajado.

– Creo que ya estoy hablando muy claro -dijo ella y extrajo otro cigarrillo. En el instante en que prendió la cerilla, el cielo se iluminó con el destello de una explosión y la portezuela trasera del auto se abrió. El joven Luis, cubierto con una manta, corrió hacia Ramón, resbalando sobre el suelo helado, y se estrecharon en un abrazo.