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A sugerencia de Tom, que esa noche no cojeaba en absoluto, buscaron labrasserie Le Balzar, en la calle Des Ecoles, donde alguien los estaría esperando. Caridad avanzaba entre los dos hombres, satisfecha, y Ramón decidió no volver a flaquear, al menos de manera evidente y delante de Tom. Quería preguntar por el pequeño Luis, a quien suponía todavía en París, y por Montse, que en algún momento le había comentado su intención de viajar a Francia. ¿Sabría Caridad algo de África, de la pequeña Lenina?

Al entrar en labrasserie un hombre con el cráneo rapado y brillante se puso de pie y los recién llegados, precedidos por Tom, avanzaron hacia la mesa que ocupaba. Después de estrecharle la mano al hombre, Tom los presentó, hablando en francés:

– Nuestra camarada Caridad. Este es George Mink -y volviéndose hacia su pupilo-: Jacques, George será tu contacto en París.

– Bienvenido, monsieur Mornard. Le deseo una agradable estancia en la ciudad.

Mientras bebían los aperitivos, a instancias de Tom, Caridad comentó cómo estaban las cosas en España, unos pocos días antes. Según ella, el Ejército Popular seguía mostrando debilidades, achacables a una causa concreta: el sabotaje enemigo. Mink, como si no entendiera, comentó que ya aplastados los trotskistas y los anarquistas, no se explicaba a qué enemigos se refería, y ella saltó: a los incapaces que todavía nos gobiernan.

– El ejército está ahora armado por los soviéticos y dirigido en un ochenta por ciento por oficiales comunistas -subrayó Caridad, mirando directamente a Tom-, pero aun así seguimos perdiendo batallas y los fascistas han llegado al Mediterráneo; han partido en dos la península. La única explicación es que al corazón de la República le falta la pureza ideológica necesaria para ganar la guerra. En España hacen falta más purgas.

– Pobre España -dijo Tom y de momento Jacques no supo a qué se refería-. Ya hay asesores soviéticos hasta en los baños públicos, y los comunistas españoles son los que halan la cadena. Si prácticamente controlamos el ejército, la inteligencia, la policía, la propaganda, ¿a quiénes van a purgar ahora?

– A los traidores. Ya nos quitamos de arriba a Indalecio Prieto. Todo el tiempo estuvo haciéndonos la guerra. Se pasaba el día diciendo que los comunistas somos como autómatas que obedecemos las órdenes del comité del Partido. Era peor que cualquier quintacolumnista…

– A veces Prieto me parecía un iluminado -dijo Tom, con un suspiro-. Nunca había visto un ministro de la Guerra más convencido de que no iba a ganar la guerra… Pero el verdadero problema es que ustedes, los comunistas españoles, no saben ganar. ¿Te has oído cómo hablas, Caridad? Pareces un puñetero editorial de periódico. Ahora todos hablan así… ¿Y quién va a pagar el desastre de España? Pues nosotros: Pedro, Orlov, yo y los demás jefes de los asesores. Pero la verdad es que nos estamos cansando de oírlos hablar y hablar y tener que empujarlos todos los días.

Jacques Mornard había sentido el latigazo en la espalda de Ramón. Con razón o sin ella, los golpes siempre iban a caer sobre las cabezas españolas, pensó, pero se mantuvo en silencio.

– No sé qué clase de comunistas son ustedes -siguió Tom, como si drenara un viejo resentimiento-. Dejan que otros les digan qué deben hacer y que los traten como a niños. Los lobos del Komintern siguen cortando el pastel. ¿Y por qué lo hacen? Porque ustedes no se deciden a mandarlos a la mierda y a hacer las cosas como deben.

– Y si los mandamos a la mierda -comenzó Ramón, sin lograr contenerse en aquel instante- a ellos y a vosotros, ¿con qué nos enfrentamos a las unidades italianas y a la aviación alemana? Sabes que dependemos de vosotros, que no tenemos alternativa…

Tom miró directamente a los ojos de su pupilo. Era una mirada penetrante y fácil de decodificar.

– ¿Qué te pasa, Jacques? Te veo alterado…, un hombre como tú…

Jacques Mornard percibió la intención punzante de aquel tono de voz y sintió que lo embargaba la impotencia, pero hizo un último esfuerzo por salvar su dignidad.

– Es que siempre somos los culpables…

– Nadie ha dicho eso -el tono de Tom había cambiado-. Casi desde la nada han avanzado hasta donde están, hoy son el partido más influyente en el bando republicano, y siempre van a contar con nuestro apoyo. Pero tienen que madurar de una vez.

– ¿Cuándo vuelves a España? -preguntó Mink aprovechando el momento de distensión, y Tom suspiró.

– En dos días. Preparo las cosas aquí y me vuelvo a ir. Yézhov insiste en que siga trabajando con Orlov. Pero me cuesta tener la mente en dos asuntos… Tengo una sola cabeza y me la estoy jugando en dos partes.

Caridad lo miró y, con una cautela impropia en ella, comentó:

– Entre la gente se rumorea que los asesores nos están dejando a nuestra suerte. Hasta se habla de la mala voluntad de algunos…

– Los que dicen eso son unos ingratos… Yo quiero irme porque tengo otra misión. He sudado sangre en España y he puesto mi pellejo delante de los tanques italianos en Madrid cuando nadie daba una peseta por la ciudad… -Tom bebió una copa del vino que habían servido y miró el mantel, de un blanco refulgente, como si buscara la mácula inexistente-. Nadie puede decir que quiera abandonarlos…

El silencio se estancó sobre la mesa y Mink se lanzó sobre él, mientras rellenaba su copa vacía.

– Yo sé que lo de España duele, pero nosotros tenemos otros problemitas, como el de escoger los platos, ¿no? Les recomiendo lachoucroute alsaciana, las salchichas que trae son de primera. Aunque yo me decanto por el cassoulet, me encanta el pato…

Antes de que Tom volviera a ponerse la piel de Kotov y regresara a España, Jacques recibió un consejo que en realidad era una orden: debía borrar España y su guerra de la cabeza. Para Jacques Mornard lo que ocurría al sur de los Pirineos solo serían noticias leídas en los periódicos. Ramón no podía permitir que aquella pasión aflorara y resquebrajara su identidad, ni siquiera en los círculos más íntimos, y, como medida preventiva, Tom le prohibió ver o hablar con Caridad hasta que él lo autorizase. La sutil maquinaria que había echado a andar hacía inadmisible la existencia de esa clase de deslices sentimentales y patrióticos: Ramón Mercader había demostrado ser capaz de colocarse por encima de esas debilidades y sus pasiones no debían salir de la oscuridad hasta que no fueran convocadas por una causa mayor, quizás la misma causa mayor.

George Mink, con su fachada de hijo de ucranianos emigrados a Francia en los días de la guerra civil rusa, se encargó desde entonces de ubicar a Jacques en el mundo parisino que le correspondía. Frecuentaron durante semanas los locales de la bohemia de la Rive Gauche, el hipódromo donde Jacques practicó sus conocimientos teóricos sobre las apuestas, recorrió las calles históricas y ahora degradadas de

Le Marais, intimó con las coristas del Moulin Rouge invitándolas a champán y recorrió al timón las calles de París aprendidas de los planos estudiados en Malájovka. Como si visitase un santuario, George lo llevó al Gemy's Club, donde Louis Leplée presentaba su gran descubrimiento, laMôme Piaf, una mujercita volátil y un tanto desgreñada que, con una voz enorme, entonaba canciones llenas de frases comunes y de metáforas atrevidas que, sin embargo, dejaron impávido y aburrido al belga. Con Jacques al volante visitaron Bruselas y Lieja, los fabulosos castillos de la cuenca del Loira y entrenaron el paladar del joven con los chocolates belgas, los vinos y quesos franceses, los rotundos platos normandos y los sutiles aromas de la cocina provenzal. El departamento de la calle Léopold Robert tomó un aspecto aburguesado e informal y Jacques se vistió con el arte de unos sastres judíos alemanes recién instalados en Le Marais, y llegó a tener en su guardarropa doce sombreros. Todo el tiempo se mantuvieron alejados de los círculos políticos franceses, del mundo de los emigrados rusos y de los cenáculos de los republicanos españoles, donde pululaban los espías de todos los servicios secretos del planeta, como si hubiesen sido convocados a una convención general del mundo de las tinieblas.