Cuando Tom regresó, a principios de junio, observó con satisfacción cómo su criatura rozaba la perfección y se sintió satisfecho de haber sabido descubrir en un primitivo comunista catalán aquel diamante que pulía como la joya más exquisita. Cumplida su estancia en España, Tom había vuelto a Nueva York, para saber que la línea de Sylvia Ageloff había sido activada y comenzaría a correr durante el mes de julio, cuando la muchacha, profesora dehigh school, tomara sus vacaciones de verano y, gracias al entusiasmo y la generosidad económica de su vieja amiga Ruby Weil, emprendiera el viaje de sus sueños a París. Sin decirle quién era la persona fotografiada, Tom le entregó a Jacques un retrato de Ruby Weil y vio que los ojos del joven se iluminaban.
– No está nada mal -admitió.
Tom sonrió y, sin hacer comentarios, le entregó una segunda foto donde se veía a una mujer cercana a los treinta, con gafas de aro redondo y cristales gruesos, el rostro delgado cubierto de pecas y el pelo lacio, caído sin gracia, por el que asomaban las puntas de las orejas.
– No todos los vinos son de Burdeos, Jacques… -dijo Tom, sin dejar de sonreír-. Ésta es Sylvia Ageloff, tu liebre. Bien cocinada, va y hasta sabe bien.
Para suavizar la conmoción, Tom le contó que también había estado en México, donde otras líneas de la operación ya se habían puesto en marcha. Mientras los hombres del Komintern le habían asignado al Partido Comunista la misión de exaltar los ánimos populares en contra de la presencia del renegado en el país, cuatro agentes, todos españoles, habían sido sembrados en la capital para llevar a cabo la operación si se daba la orden y si sus posibilidades de éxito se consideraban reales.
– Quizás estés viviendo las mejores vacaciones de tu vida, en París, lejos de la guerra, con dinero para gastar a manos llenas. Si tienes que roer este hueso -golpeó con la uña el rostro fotografiado de Sylvia Ageloff, y sonrió-, y si al final no te toca encargarte del trabajo, te haremos un buen descuento en tus deudas.
Jacques pensó que había sacrificios peores, y con ese consuelo se dispuso a esperar la llegada de la mujer que, si la suerte le correspondía, sería su conducto hacia el remoto Coyoacán y, tal vez, hacia la historia.
Desde comienzos de julio, Tom y Mink se habían esfumado y aquellos días de espera del momento cero, apaciblemente veraniegos, fueron para Jacques Mornard unas jornadas lentas, ensombrecidas por la crisis galopante que vivía la coalición del gobierno del Frente Popular en Francia, pero, sobre todo, por las cada vez peores noticias que iban llegando desde España, donde había comenzado la evacuación de voluntarios de las Brigadas Internacionales sin que el Ejército Popular, a pesar de la intrépida campaña del Ebro, lograra hacer retroceder a las tropas franquistas y consiguiera expulsarlas de la franja que habían abierto hasta el Mediterráneo. Los residuos del Ramón aún palpitantes en Jacques no podían dejar de enervarse ante aquellos fracasos, pero su disciplina había logrado mantenerlo alejado de los sitios donde se reunían los voluntarios evacuados, antes de partir de regreso a sus respectivos países. A Ramón le habría gustado escuchar sus historias, respirar su ambiente.
El día 15 de julio, sin que Jacques lo esperara, un Tom pálido y alterado había ido a verlo al departamento de la calle Léopold Robert. Sin saludarlo siquiera, le dijo que se había presentado una grave contingencia: todo parecía indicar que Orlov, el jefe de los asesores de la inteligencia soviética en España, había desertado. En aquel instante, por primera vez Jacques vería un resquicio de debilidad en aquel hombre al que tanto admiraba por su aplomo ante cualquier circunstancia. Pero muy pronto entendió las dimensiones del desastre que lo atormentaba.
– Estamos detrás de él, pero el cabrón conoce todos los métodos y cómo hacer las cosas. Sabemos que está en Francia, quizás aquí mismo, en París, y la verdad es que creo que se nos va a escapar.
– ¿Estáis seguros de que ha desertado?
– No tenía otra alternativa.
– ¿Y no era un hombre de confianza?
– Tanto, que conoce toda la red de espionaje soviético en Europa.
Jacques sintió una sacudida.
– ¿También sabe de mí?
– No -lo tranquilizó Tom-. Tú estás fuera de su alcance. Pero los camaradas que están en México no. No te imaginas lo que sabe Orlov. Como dicen en España, el puñetero nos dejó con el culo al aire… Es un desastre.
– Te juro que no lo entiendo: ¿Orlov era un traidor?
Tom encendió un cigarrillo, como si necesitara aquella pausa.
– No, no lo creo, y eso es lo peor. Lo obligaron a desertar. Lo que pasó ahora fue que el loco de Yézhov le mandó un telegrama a Orlov diciéndole que debía venir a París, tomar un auto de la embajada y presentarse en Amberes para abordar un barco donde celebraría una reunión muy importante con un enviado suyo. Orlov ni siquiera tenía que ser demasiado inteligente para olerse que si se presentaba iba a terminar fusilado, como Antónov-Ovseienko y los otros asesores que Yézhov mandó a buscar. El día 11 salió de España y se esfumó.
Jacques Mornard sintió que la cabeza le daba vueltas. Algo demasiado enfermizo y descabellado estaba sucediendo y, por lo que le decía Tom, las consecuencias podían ser imprevisibles.
– Si Beria y el camarada Stalin no paran a Yézhov, todo se va a ir a la mierda.
– ¿Y por qué no lo paran de una vez, coño? -se exaltó Jacques.
– ¡Porque Stalin no quiere, carajo! -gritó Tom, tirando al suelo el cigarrillo-. ¡Porque él no quiere!
Tom se puso de pie. La furia que lo dominaba era desconocida para Jacques, que permaneció en silencio hasta que el otro, recuperado el control, volvió a hablar.
– Tu plan sigue en pie. Orlov ni siquiera sabe que existes y ésa es nuestra garantía. Ahora es más importante que nunca que lo hagas todo bien. Mientras no sepamos dónde está Orlov y qué información va a soltar, estamos en el aire. Por lo pronto hemos puesto en cuarentena a tres de los camaradas que están en México y hemos sacado definitivamente al otro… Orlov conocía personalmente a ese agente. Él mismo lo recomendó para algún trabajo de máxima responsabilidad.
Jacques siguió callado. Sabía que Tom necesitaba descargar todas esas tensiones, y lo hacía frente a él porque confiaba en su discreción y requería más que nunca de su inteligencia.
– Voy a decirte algo de lo que te ibas a enterar en algún momento, y ya no tiene sentido que no sepas. Ese agente que sacamos de México es una mujer y trabajaba con el nombre de Patria. Llegado el momento, de haber sido necesario, ella y tú habrían trabajado juntos…
Ramón se sobresaltó. ¿Sería posible que un disparate de Yézhov lo hubiera privado de algo tan hermoso con lo que ni siquiera habría podido soñar?
– ¿Estás hablando de…?
– África de las Heras. Cuando tú llegaste a Malájovka, ella estaba en la cabaña 9. Salió de allí dos meses antes que tú. Orlov no sabe dónde está, pero él la conoce y no podemos arriesgarla. Es demasiado valiosa.
Ramón Mercader se puso de pie y fue hasta el ventanal desde donde se veía el bulevar Montparnasse. Estaba cayendo la tarde y los cafés, con sus mesas al sol, se habrían llenado de parroquianos, despreocupados y apacibles, que hablarían de grandes y pequeñas cosas de sus vidas, tal vez anodinas pero propias. Saber que durante semanas había tenido a África a treinta metros de él sin que les permitieran verse no resultaba una noticia reconfortante. Era una mutilación, otra más, de las muchas que había tenido que sufrir para llegar al punto oscuro de su vida en que se hallaba: sin pasado, sin presente, con un futuro en el que dependería de las decisiones de otros, de los rumbos intangibles de la historia. Ramón se volvió y miró a Tom, que, con la cabeza baja, volvía a fumar.