– Vete tranquilo. Yo me encargo de que mis cosas sigan su rumbo. No te voy a fallar… ¿Y ella está bien?
Tras el mostrador del bar estaba el espejo más largo, impoluto y preciso que Ramón Mercader recordaría en su vida. Fue su espejo de referencia, con el que compararía todos los demás espejos del mundo, el espejo donde tantas veces hubiera querido verse, especialmente la gélida mañana moscovita de 1968 en que, sintiendo el dolor abrasivo en su mano derecha y observando su reflejo en los nuevos cristales del mausoleo del dios de los proletarios del mundo, vislumbró el vacío que acechaba a su vida de tinieblas: entonces pensó que si hubiera estado frente al espejo mágico del Ritz, seguramente se habría visto, como en aquellas tardes de 1938, cuando era Jacques Mornard y andaba con su fe y su salud intactas, luciendo un traje de muselina o un dril crujiente por el almidón, henchido de orgullo al saberse en el centro del combate por el gran futuro de los hombres.
Antes de partir, Tom le había explicado, con su habitual meticulosidad para programar el futuro, cómo transcurriría aquel primer encuentro con Sylvia Ageloff y Ruby Weiclass="underline" la tarde del 19 de julio, Jacques se toparía con las mujeres en el bar del hotel Ritz, donde Ruby y Sylvia entrarían acompañadas por la librera Gertrude Allison, para que él, aprovechando su relación de cliente de Allison, fuera presentado a las turistas y las invitara a una copa. En ese instante Sylvia caería en la mira del fusil del belga; a partir de ese momento, el modo en que la presa sería abatida solo dependería de las habilidades y del pulso sin nervios de Jacques Mornard.
Pero aquella tarde, acodado frente a un gintonic apenas bautizado con ginebra, otra vez pensaba que tal vez el brusco cambio de actitud de África, cuando se separaron en Barcelona, no tuviera nada que ver con otros hombres y solo se hubiera debido a órdenes de cortar con sus antiguas relaciones antes de enrolarse en su nueva misión. Aliviado por aquella idea, contempló a través del espejo la entrada bulliciosa y sonriente de cuatro mujeres. Reconoció a Allison, a la rubia Ruby Weil, y se dijo que la joven alta debía de ser Marie Crapeau, una francesa amiga de la librera. Enfocó entonces a la pecosa con gafas, de piel lechosa, que escondía su delgadez extrema bajo una saya ancha de pliegues y una blusa de vuelos, y sintió cómo rebotaba en el vidrio perfecto la abrumadora fealdad de Sylvia Ageloff. Las vio sentarse a una mesa y decidió que debía voltearse para observar, como los otros parroquianos, a las mujeres que llegaban con tal alboroto. Comprendió que en ese instante Jacques Mornard iba a alcanzar su mayoría de edad.
Gertrude Allison dio un grito de auténtica sorpresa:
– ¡Pero miren quién está ahí!… ¡Hola, Jacques!
Sonriente, con su copa en la mano, se acercó a las mujeres dejando que su encanto personal, su elegancia y su perfume se desplegaran y comenzaran su trabajo. Gertrude hizo las presentaciones y cuando él estrechó la mano de Sylvia tuvo la sensación de tocar un pájaro diminuto y endeble. Gertrude Allison le explicó quiénes eran sus dos amigas norteamericanas, de visita en París, y lo conminó a sentarse. Él no quería interrumpir la fiesta, pero a tanta insistencia… con la condición de que le aceptaran la invitación a un trago.
– Jacques es fotógrafo -explicó Gertrude-. ¿Sigues trabajando paraCe Soir?
– Siempre que me piden algo -dijo, sin darse importancia.
Gertrude se volvió hacia las mujeres y explicó:
– Es de los afortunados que no necesitan trabajar para vivir.
– No tanto -matizó él, modesto.
– Pero déjame decirte que acá las amigas -señaló a Sylvia y Ruby-prefieren a los machos obreros, bien sudados y peludos… Ellas son marxistas, leninistas y varios «istas» más…
– Trotskista -Sylvia apenas sonrió, pero no pudo contenerse-. Yo soy trotskista -repitió y Jacques recibió en sus oídos la voz cálida pero cortante de la mujer.
– En la ducha canta «La Internacional» -concluyó Gertrude Allison y todos, incluida Sylvia, sonrieron distendidos.
– Las felicito -dijo, haciendo evidente su desinterés-. Me encantan las personas que creen en algo. Pero a mí la política… -y apoyó la frase con un encogimiento de hombros-. Me interesan más las canciones en la ducha…
El mantel estaba puesto y Jacques se encargó de ordenar los platos y repartir los cubiertos. Media hora después, cuando Gertrude y Marie se marcharon, él decidió acompañar un rato más a las turistas y, al despedirse, quedaron citados para ir al hipódromo, donde él tenía que hacer fotos de las carreras al día siguiente. Y si ellas no tenían otros compromisos, se brindaba a mostrarles París la nuit una vez terminado el trabajo.
El encanto de Jacques Mornard, su manera espléndida de gastar el dinero, su auto, su conocimiento de la noche parisina y aquel departamento con aire bohemio a un costado del bulevar Montparnasse, donde cerraron la noche bebiendo una copa de oporto, resultó irresistible, sobre todo para alguien como Sylvia Ageloff, que además no entendía por qué a la hora de repartir coqueteos aquel joven (que obviamente no llegaba a los veintiocho años que confesaba) pareciera preferirla a ella, y no a Ruby Weil.
A la mañana siguiente, una llamada de Tom sacó a Jacques de la cama y quedaron para comer en La Coupole. Mientras bebían un aperitivo, Jacques le contó que todo marchaba según lo previsto y lo único que le restaba hacer era pedirle a Sylvia Ageloff que se bajara las bragas. Para que todo funcionara de manera más eficiente, lo mejor sería alejar a Ruby de París, y Tom le dijo que George se encargaría.
– Ahora vamos a comer algo, no sé cuándo pueda volver a sentarme a una mesa -Tom colocó los cigarrillos junto al cenicero-. Orlov apareció.
Jacques esperó. Sabía que Tom le diría solo lo que pudiese.
– Está en Montreal, pidiendo una visa para entrar en Estados Unidos. Cuando pasó por París descubrió que teníamos vigilancia en la Embajada estadounidense y se fue a la canadiense. Tenía encima más pasaportes que una oficina consular y todos eran muy buenos…, yo mismo se los había conseguido.
– ¿Y cómo supieron que estaba en Canadá?
El camarero llegó y ordenaron los platos.
– Orlov es el hijo de puta más hijo de puta que se ha inventado en el mundo -la voz de Tom era una mezcla de rabia y admiración-. Nada más llegar le mandó una comunicación al camarada Stalin con copia a Yézhov. Propone un trato: si no se toman represalias contra su madre y su suegra, que viven en la URSS, él entregará a los servicios secretos americanos un poco de carnaza y se guardará lo gordo. Y lo que él sabe es muy, muy gordo. Nos puede destrozar el trabajo de años. Pero si le pasa algo a una de esas mujeres, a su esposa, a sus hijos o a él, un abogado se va a encargar de hacer pública una declaración con todo lo que sabe y que ya está en la bóveda de un banco de Nueva York.
– ¿Y qué dicen en Moscú? ¿Creen que él cumplirá el trato?
– No sé qué dicen allá, pero yo pienso que sí. Él sabe que podemos hacerles muy difícil la vida a su madre y a su suegra, y a él podemos encontrarlo donde se meta. ¿Sabes qué? Por culpa de Yézhov hemos perdido al demonio más inteligente y cínico que teníamos. Creo que Beria está por pactar con él.
– ¿Y las operaciones en México?
– Toda la operación se mantiene en cuarentena, hasta ver cómo se asientan las cosas. El camarada Stalin me pidió que, mientras tanto, me instalara en España y tratara de arreglar el desastre que dejó Orlov.
– ¿Qué hago entonces?
– Tú sigues siendo la gran esperanza blanca. Ya empezó la partida de ajedrez y las aperturas suelen ser decisivas… e irrepetibles. Tienes toda mi confianza, Jacques. Ocúpate de Sylvia. Nosotros nos encargamos de lo demás.