– Tú sigues siendo la gran esperanza blanca. Ya empezó la partida de ajedrez y las aperturas suelen ser decisivas… e irrepetibles. Tienes toda mi confianza, Jacques. Ocúpate de Sylvia. Nosotros nos encargamos de lo demás.
Sylvia Ageloff cataba la desnudez de Jacques Mornard y pensaba que estaba viviendo en medio de un cuento de hadas. Sabía que pensar de ese modo resultaba terriblemente cursi, pero le era imposible asumirlo de otro modo. Si aquel joven, hijo de diplomáticos, refinado, culto, bello y mundano no era el mismísimo príncipe azul, ¿qué otra cosa podía ser? La pasión con que Jacques le despertó los resortes oxidados de su libido la habían lanzado más allá de todos los éxtasis imaginables, al punto de aceptar la condición de abstenerse de hablar de política, el monotema de su vida de militante sin amor.
Los días de paseos por París, Chartres y las riberas del Loira; el fin de semana en Bruselas, donde Jacques le mostró los lugares de su niñez, aunque se negó (para pasajera molestia de Sylvia) a llevarla a la casa paterna; la comprensión infinita del amante, que aceptó conducirla a Barbizon para que ella viera, al borde mismo del bosque de Fon-tainebleau, la casa llamada «Ker Monique» que tres años atrás habitara su idolatrado Liev Davídovich, todo eso se complementó con noches en los restaurantes más lujosos y los cafés más concurridos, donde se reunía la bohemia intelectual parisina (en el Café de Flore, Jacques le mostró a una arrobada Sylvia la mesa alrededor de la cual bebían y discutían Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir y otros de los jóvenes que se hacían llamar existencialistas; en el Gemy's Club la hizo escuchar a Édith Piaf a dos mesas de Maurice Chevalier), y, sobre todo, con las madrugadas en que la virilidad de Jacques Mornard se le clavaba en el centro de la vida, y que la convirtieron, a las pocas semanas, en una marioneta cuyos movimientos nacían y morían en los dedos del hombre.
Una sola preocupación había acompañado a Sylvia durante aquellos días de gloria. Apenas llegada a París, a mediados de julio, se había producido una conmoción en los círculos trotskistas por la desaparición de Rudolf Klement, uno de los más cercanos ayudantes de Trotski y secretario ejecutivo de la planeada IV Internacional comunista. Desde México el exiliado había enviado una protesta a la policía francesa, pues la carta en la que Klement decía renunciar a la Internacional y al trotskismo era, según él, una burda patraña de los servicios de inteligencia soviéticos. Por eso, cuando el 26 de agosto el cadáver descuartizado de Klement fue hallado en una orilla del Sena, Sylvia Ageloff cayó en un estado de depresión del que solo saldría para asistir, como traductora, a la reunión fundacional de la Internacional trotskista en Périgny, en las afueras de París.
En una de sus fugaces apariciones, Tom le aconsejó a Jacques que apoyara sentimental y políticamente a Sylvia, para terminar de fraguar su dominio sobre ella.
– Hay un problema -dijo Jacques, mirando las aguas del Sena que habían bañado el cadáver de Klement-. Sylvia tiene que volver a suhigh school en octubre. ¿Qué es mejor, dejarla ir o retenerla?.
– Orlov ya está en Estados Unidos y parece que va a cumplir con su parte del trato. Pero Beria tiene detenidas las operaciones especiales hasta que saquen del camino a Yézhov. Creo que lo mejor es que la retengas aquí y afiances tu posición. ¿Es difícil? -Jacques sonrió y negó con la cabeza mientras lanzaba su colilla al río-. Para que Sylvia esté tranquila, le vamos a conseguir algún trabajo. Es mejor si se mantiene ocupada y gana unos francos.
– No te preocupes, Sylvia no nos causará problemas.
Tom observó a Jacques Mornard y sonrió.
– Tú eres mi campeón… Y te mereces una historia que te debo hace tiempo. ¿Nos tomamos un vodka?
Atravesaron la plaza del Chátelet en busca de la calle Rivoli, donde unos judíos polacos habían montado un restaurante especializado en platoskosher, ucranianos y bielorrusos, servidos con una abundancia capaz de espantar a sus competidores franceses. Escanciado el vodka, Tom sugirió a Jacques que le dejara pedir por él, y el joven aceptó. Luego de beber dos tragos devastadores, Tom encendió uno de sus cigarrillos.
– ¿Me vas a decir cómo te quedaste cojo?
– Y dos o tres cosas más… A ver, la cojera se la debo a un cosaco del ejército blanco de Denikin. Me dio un sablazo en la pantorrilla y me cercenó los tendones. Eso fue en 1920, cuando yo era el jefe de la Cheka en Bashkina. Los médicos pensaban que no iba a caminar más, pero a los seis meses apenas me quedaba esta cojera intermitente que me ves… Hacía un año que yo había dejado el Partido Socialista Revolucionario y me había hecho miembro del Bolchevique, aunque desde que comenzó la guerra civil estaba enrolado en el Ejército Rojo, siempre con la idea de que me pasaran a la Cheka. ¿Sabes por qué? Pues porque un amigo que había entrado en la Cheka me deslumbró con lo que me contó: eran el azote de dios, no tenían ley, y les daban dos pares de botas al año, cigarrillos, una bolsa de embutidos. Hasta tenían automóviles para trabajar. Cuando pude entrar vi que era verdad: ¡a los chequistas nos daban patente de corso y zapatos buenos! Pero no creas que fue fácil ascender, y tampoco pienses que te voy a contar las cosas que hice para lograr mis primeros grados y estar al año de jefe en una ciudad… Cuando terminó la guerra me llevaron a Moscú, para que pasara la escuela militar, y cuando salí me llamaron del Departamento de Extranjeros. El caso es que en 1926 estaba trabajando en China, con Chiang Kai-Shek. Cuando se produjo el golpe contra los comunistas en Shangai, los asesores soviéticos caímos en desgracia y empezaron a matarnos como a perros rabiosos. Metieron en una cárcel a mi jefe, Mijaíl Borodin, y a otros compañeros, acusados de ser «enemigos del pueblo chino», y los estaban torturando para más tarde matarlos. Yo logré rescatarlos y sacarlos del país, pero tuve que volver a Shangai para evitar que esos hijos de puta arrasaran con todo el consulado soviético… Aquello me costó caro. Los hombres de Chiang Kai-Shek me dieron tantos golpes que me dejaron por muerto.Bliat'!… Tuve la suerte de que un amigo chino me recogiera: viajé veintidós días en un carretón, cubierto con paja, hasta que más muerto que vivo me dejaron en la frontera… Por rescatar a Borodin y a los otros me dieron la Orden de la Bandera Roja… que, por cierto, ahora debería devolver, porque acaban de fusilar a Borodin tras acusarlo de ser «enemigo del pueblo soviético» -Tom sonrió con tristeza y apuró el vodka-. Apenas me repuse, me mandaron aquí, para que empezara a penetrar en lo que debía ser mi destino: Occidente. Entonces pasó algo que quizás ya sospechas…
– Conociste a Caridad -dijo Ramón, que en algún momento del diálogo había extraviado a Jacques Mornard.
– Ella era una mujer distinta. Tenía siete años más que yo, pero aunque lo negara, se rebelara, se revolcara por el suelo, se veía que tenía clase. Me gustó y empezamos una relación.
– Que todavía sigue.
– Aja. En esa época ella estaba como perdida, aunque ya simpatizaba con los comunistas de Maurice Thorez. Y yo estaba trabajando con ellos…
– ¿Por ti se afilió al Partido?
– Se hubiera afiliado de cualquier modo. Caridad necesitaba cambiar su vida, pedía a gritos una ideología que la centrara.
– ¿Caridad es una colaboradora o trabaja con vosotros?
– Desde 1930 colaboraba con nosotros, pero entró en plantilla en 1934, y su primer trabajo lo hizo en Asturias, cuando la sublevación de los mineros… Eso te aclarará muchas cosas sobre ella que a lo mejor antes no entendías.
El joven asintió, tratando de reubicar ciertos recuerdos de las actuaciones de Caridad.
– Por eso regresó a España cuando ganó el Frente Popular. Y por eso está aquí, en París… ¿O porque es tu amante?
– En España trabajaba para nosotros y ahora está aquí porque va a sernos muy útil en esta operación y porque las cosas allá van a ir de mal en peor… La República se está cayendo a pedazos. En unos días Negrín va a proponer la salida de los brigadistas internacionales para dar un golpe de efecto. El todavía cree que Gran Bretaña y Francia los pueden apoyar, y que con esa ayuda hasta pueden ganar la guerra. Pero