– Sí, mi amor. Te agradezco que me dejes ir. Pero si no quieres, no voy.
Jacques sonrió. Las aguas volvían a su nivel. Su preeminencia quedaba restablecida y comprendió que podía ser muy cruel con aquel ser desvalido. Es más, le satisfacía serlo. Un componente maligno de su personalidad se revelaba en aquella relación y descubría el gozo que le provocaba la posibilidad de doblegar voluntades, de generar miedo, de ejercer poder sobre otras personas hasta hacerlas reptar ante sí. ¿Tendría algún día la ocasión de ejercer aquel dominio sobre Caridad?, pensó y se dijo que, aun cuando no tuviera nombre ni patria, era un hombre dotado de odio, fe y, además, de un poder, y lo iba a utilizar siempre que le fuese posible.
– Claro que quiero que vayas, si eso te complace -dijo satisfecho, magnánimo-. Yo tengo que hacer unas compras para mandarles a mis padres algún regalo por Navidad. ¿Qué te gustaría que te regalara a ti?
Sylvia se distendió. Lo miró y en sus ojos miopes había gratitud y amor.
– No te preocupes por mí, querido.
– Ya veré con qué te sorprendo -dijo y le tomó la mano sobre la mesa y la obligó a inclinarse hacia él, para darle un beso en los labios.
Jacques sintió cómo la mujer se removía de emoción y se dijo que debía de administrar con cuidado su poder: un día podía matarla con una sobredosis.
Menos de dos años después, Ramón Mercader entendería que las pruebas de fortaleza psíquica a las que se vio sometido durante las amargas semanas finales de 1938 y las primeras de 1939 no pasaron de ser un ensayo grotesco de las experiencias que vivió en el momento más crítico de su vida, y que le exigieron hasta la última molécula de su capacidad de resistencia para impedir el quiebre total.
Aunque las noticias que a lo largo de diciembre llegaban de España iban dibujando las proporciones del desastre, Jacques Mornard consiguió mantener la imagen de su aséptica distancia política. Con mayor vehemencia evitó que ante él se discutiera de política y, en alguna ocasión, llegó a abandonar una reunión donde los presentes se empeñaban en revolcarse en aquellos temas desagradables y tontos de la guerra, el fascismo y la política francesa.
En la soledad de su departamento, sin embargo, leía todos los artículos de prensa que le revelaran algo sobre la situación en España y escuchaba los noticiarios de radio como si buscara una luz de esperanza en medio de las tinieblas. Pero cada noticia era una cuchillada en el corazón de sus ilusiones. Entonces daba rienda suelta a su rabia contenida, a su impotencia, y lanzaba maldiciones, patadas a los muebles, juramentos de venganza. Aquellos desahogos, casi histéricos, lo dejaban agotado y le mostraron la debilidad de Jacques Mornard ante las pasiones de Ramón, pero le reafirmaron en su desprecio a todo lo que oliera a fascismo, burguesía y traición a los ideales del proletariado. Sus ocultos deseos de cambiar su piel por la de su hermano Luis, que seguía peleando con los restos del Ejército Popular en medio del caos y de las veleidades de los políticos españoles, se convirtieron en una obsesión, y se juró que cuando le llegara el momento de actuar contra los enemigos sería implacable y despiadado, como los enemigos de su sueño lo estaban siendo con aquel intento de fundar un mundo más justo.
La falta de noticias de Tom se sumaba a sus incertidumbres. Temía por el destino del asesor, tan propenso a involucrarse y transgredir los límites. Si lo mataban o lo hacían prisionero en España todo el esfuerzo realizado y la estructura montada podía venirse abajo, como ya había ocurrido con otras líneas operativas. Entre sus preocupaciones también contaba el hecho de que el plazo para el regreso de Sylvia se iba agotando. La joven debía reincorporarse a su trabajo en la segunda semana de febrero y habían fijado el día primero como fecha de partida. Aunque Jacques sabía que un poco de presión podía disuadirla, sentía que convivir más tiempo con Sylvia requeriría un esfuerzo para el cual no estaba preparado y temía que la melosidad de la mujer pudiera hacerlo explotar en cualquier momento.
La reaparición de George Mink, en la segunda semana de enero, trajo un poco de alivio para la ansiedad de Jacques Mornard. El recién llegado lo citó en el cementerio de Montparnasse y Jacques pensó que nunca entendería por completo a los soviéticos: la noche anterior había nevado sin piedad y ése debía de ser el día más frío de aquel invierno.
Como habían acordado, Mink lo esperaba junto a la tumba del príncipe D'Achery, duque de San Donnino, y madame Viez, en la séptima división de la Avenida del Oeste. La nieve había formado una capa de hielo compacto sobre la que se debía andar con cuidado. El cementerio, como era de esperar, estaba desierto, y al ver la figura oscura de Mink en medio del paisaje blanco, flanqueado por los dos leones que hacían singular el mausoleo del príncipe, Jacques se dijo que nada podía resultar más sospechoso que un encuentro en aquel sitio, con aquel clima.
– Buen día, amigo Jacques.
– ¿Buen día? ¿No te gustaría tomar un café en un sitio caliente?
– Es que me encantan los cementerios, ¿sabes? Desde hace años vivo en un mundo donde no se sabe quién es quién, qué es verdad y qué es mentira, y menos aún hasta cuándo estarás vivo… y aquí por lo menos uno se siente rodeado de una gran certeza, la mayor certeza… Además, esto de hoy no es frío, frío de verdad…
– Por favor, George. ¿Tiene que ser aquí?
– ¿Sabías que cuando Trotski y Natalia Sedova se conocieron, solían venir aquí para leer a Baudelaire frente a su tumba?
– ¿Aunque hiciera este frío de mierda?
– La tumba de Baudelaire está por allí. ¿Quieres verla?
Abandonaron el cementerio helado y caminaron hasta la plaza Denfert Rochereau, donde alguna vez Jacques había tomado un café. Incluso en el interior del local que escogieron Jacques conservó su abrigo, pues ahora sentía que el frío le nacía desde dentro.
Mink había regresado hacía cuatro días, cargado de órdenes que Beria le había dado personalmente. Además, tal como esperaba, en la Embajada de París también tenían orientaciones enviadas por Tom desde España.
– ¿Qué se sabe de Tom? Los franceses están amenazando con cerrar la frontera.
– Para Tom eso no es problema. Él siempre sale.
– ¿Cuáles son las órdenes? ¿Qué tengo que hacer? ¿Sylvia debe irse?
– Déjala ir. Pero con una argolla en la nariz. Prométele matrimonio.
Jacques respiró aliviado al recibir aquella autorización.
– ¿Y qué le digo? ¿Que iré yo a verla, que venga ella en el verano…?
– No le asegures nada. Dile que le avisarás de tu decisión por carta. La orden de Moscú puede llegar mañana o en seis meses, y hay que estar listos para ese momento. Cuando Tom regrese, él organizará las cosas. Beria quiere que desde ahora se ocupe solo de este trabajo. Órdenes de Stalin. Por cierto, él mismo le puso nombre a la operación:Utka.
– ¿Utka?
– Utka, pato… Y cualquier método será bueno para cazarlo: envenenamiento de la comida o del agua, explosión en la casa o en el coche, estrangulamiento, puñalada en la espalda, golpe en la cabeza, disparo en la nuca -Mink tomó aire y concluyó-: No se ha descartado ni siquiera el ataque de un grupo armado o una bomba lanzada desde el aire.