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De las infinitas batallas que había librado, ¿cuál recordaba como la más ardua? ¿Las que tuvo con Lenin en los días de la escisión entre bolcheviques y mencheviques? ¿Las tensas y dramáticas de 1917, cuando se decidía el nacimiento o el aborto de la revolución? ¿Las furiosas de la guerra civil, siempre abocadas a la violencia fratricida? ¿Las mezquinas de la sucesión y por el control del partido? ¿Las de la supervivencia física y política en aquellos años de exilio y marginación? ¿Y cuál había sido su contendiente más temible: Lenin, Plejánov, Stalin? Cuando Liev Davídovich miraba la hoja en blanco sobre la que no se atrevía a colocar la pluma, pensaba: No, la batalla nunca ha sido tan ardua ni el contrincante tan escabroso, pues jamás se había visto obligado a luchar por algo tan esencial.

Desde que Natalia Sedova dejó la Casa Azul y él se refugiara con los guardaespaldas en una cabaña de las colinas de San Miguel Regla, pretextando la necesidad de ejercicios físicos, pero tan urgido de poner distancia con la Casa Azul como de cocinarse en la soledad de su desesperación y vergüenza, había estado buscando el modo más elegante de concretar un acercamiento con su mujer a sabiendas de que su dignidad debía ser la primera pieza que tendría que sacrificar en aras del objetivo supremo.

El sentimiento de culpa hasta entonces ausente se había desatado, y no solo por la herida que le había causado a Natalia: durante aquel infame mes de junio de 1937, las vidas de dos de sus más queridos y constantes amigos habían sido devoradas por la furia de Stalin, mientras él, hundido en la reverdecida espuma de su libido, dedicaba lo mejor de su inteligencia a idear los modos de burlar las presencias de Diego y Natalia, para correr tras Frida hacia la cercana casa de Cristina Kahlo, en la calle Linares, el lugar de sus encuentros sexuales. Van Heijenoort y los jóvenes guardaespaldas habían tenido que servir de facilitadores de las citas, prestándose a las ficciones que iba generando el cerebro afiebrado de Liev Davídovich: desde cacerías, pesquerías y paseos a las montañas hasta la búsqueda de documentos que debía localizar personalmente, había utilizado todos los pretextos. Para sus protectores la situación había resultado agónica, pues sabían de los riesgos físicos que existían en cada escapada y, sobre todo, en una escandalosa ventilación de unaffaire que podría destrozar el matrimonio del exiliado y afectar a su prestigio de revolucionario generosamente acogido en la Casa Azul o, incluso, podía provocar una reacción violenta de Rivera… Pero él había decidido no mirar hacia los lados, solo preocupado por desfogar ansias y recibir la desprejuiciada actividad sexual de Frida, capaz de revelarle, a sus cincuenta y siete años, resortes y prácticas de cuya existencia apenas sospechaba. Nunca, como en aquellos días de lujuria, la locura había rondado con tanta fuerza la mente de Liev Davídovich, y cuando se observaba en los espejos veía la imagen de un hombre que apenas le resultaba conocido y que, no obstante, seguía siendo él mismo.

La tarde del 11 de junio, luego de un combate matinal con Frida, se había empeñado en la redacción de uno de los pasajes más oscuros de su relación con Stalin: la reconstrucción del día de 1907, justo treinta años atrás, cuando la lógica decía que se habían conocido, en Londres, y, quizás, se había escrito el prólogo de aquella guerra. Natalia, que ya percibía en la atmósfera la densidad del engaño, había entrado en la habitación y, sin decir palabra, colocado el periódico sobre el folio que él estaba escribiendo. Sin levantar la vista, Liev Davídovich había leído el titular y sentido cómo crecía la angustia en su pecho mientras devoraba el reporte tomado delPravda: en Moscú se había iniciado la causa contra ocho altos oficiales del Ejército Rojo, encabezados por el mariscal Tujachevsky, el segundo hombre de la jerarquía militar, y el juicio había quedado visto para sentencia. El tribunal que los juzgaba, abundaba el despacho, era una sección especial del Supremo y se componía de «la flor y nata del glorioso Ejército Rojo».

De inmediato el ex comisario de la Guerra había advertido que, a diferencia de los juicios efectuados en el último año, a Tujachevsky y a los otros generales no se les acusaba de trotskismo sino de ser miembros de una organización al servicio del Tercer Reich. Aun cuando ya sabía que los viejos oficiales del Ejército Rojo estaban en la mira de Stalin, Liev Davídovich no había podido imaginar que, a menos que tuviera las pruebas más sólidas de la existencia de un complot, el Sepulturero se atreviera a una decapitación de la cúpula militar del país en un momento en el que la guerra parecía inevitable. El sabía que desde la sustitución de Tujachevsky como viceprimer Comisario de Defensa, dos meses antes, muchas debían de haber sido las detenciones ordenadas entre la alta oficialidad; más aún, estaba seguro de que el destino de aquellos militares se había decidido cuando se hizo público que el responsable administrativo y político del ejército, el viejo bolchevique Gamárnik, se había suicidado, mientras cuatro de sus asesores desaparecían misteriosamente.

A la mañana siguiente Moscú había informado del fusilamiento sumarísimo de los acusados, que, aseguraban, habían reconocido su traición. La estupefacción y el dolor habían paralizado a Liev Davídovich: él sabía que tal vez Stalin tenía razón en temer que los líderes del ejército pudieran urdir una conspiración para echarlo del poder, pero resultaba inadmisible acusar a aquellos hombres (sostenes militares de la revolución en los días más oscuros) de agentes de una potencia fascista, sobre todo cuando la lista de reos la encabezaban, precisamente, comunistas y judíos, como los generales Yakir, Eidemann y Feldmann. Pero, si en realidad los militares habían conspirado, ¿por qué no habían actuado?, ¿por qué habían demorado el golpe cuando estaban advertidos de que iban tras ellos?

Nunca antes Liev Davídovich había sentido igual temor por el futuro de la revolución y del país, a la vez que estaba convencido de que si Stalin se atrevía a dar aquel salto mortal era porque tenía en sus manos la promesa de Hitler de respetar las fronteras de la URSS en caso de guerra. De no ser así, los jefes fascistas debían de pensar que Stalin estaba definitivamente loco al aceptar la historia de aquella conspiración que ningún ser racional se tragaría, pues solo el hecho de colocar a tres altos oficiales de origen judío como cabecillas de un complot progermano habría resultado increíble hasta para los mismos nazis, supuestos socios de los traidores. La conclusión inevitable había sido que, con aquel proceso, Stalin daba otro paso en su acercamiento a Hitler, al que tantas veces había denunciado desde el ascenso electoral del fascismo.

Durante varios días Liev Davídovich había dejado de buscar a Frida para refugiarse en el seguro consuelo de su Natasha, para quien la muerte de Tujachevsky, como tantas otras que se les revolvían en la memoria, eran pérdidas de sus propios afectos. ¿A cuántos más iba a matar Stalin?, le había preguntado Natalia una noche, mientras bebían café en la habitación, y él le ofreció su respuesta: mientras quedase un bolchevique con memoria del pasado, los verdugos tendrían trabajo… Ya la guerra a muerte no era contra la oposición, sino con la historia. Para hacerlo bien, Stalin tenía que matar a todos los que conocieron a Lenin, a los que conocieron a Liev Davídovich y, por supuesto, a los que conocieron a Stalin… Tenía que acallar a todos los que habían sido testigos de sus fracasos, del genocidio de la colectivización, de la locura asesina de sus obras y sus campos de trabajo… Y después todavía tendría que expulsar del mundo a los que lo habían ayudado a aniquilar la oposición, el pasado, la historia, y también a los testigos molestos… ¿Y Serguéi? ¿Y Liova? ¿Y por qué no ha venido ya por nosotros?, se preguntó entonces la mujer. El observó que los ojos de Natalia Sedova tenían el brillo mate del dolor y había sentido en el pecho la presión de la vergüenza por sus debilidades y se negó a decirle que sus hijos estaban tan condenados a morir como ellos dos. Quizás alterado por el dolor, en ese instante cometió uno de los deslices más imperdonables de su vida y le preguntó a Natalia si le daba miedo morir. Del azul mate, los ojos de ella pasaron al color del acero, como el de una daga húmeda, y él había sentido un miedo que jamás le había tenido a nada en la vida: no, ella no le temía a la muerte, dijo la mujer. Solo le preocupaba que murieran el respeto y la confianza.