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Sintiendo cómo se ahogaba en un reflujo de vergüenza, Liev Davídovich pensó que había llegado el momento de poner fin a su relación con Frida.

Días después, Liev Davídovich se diría que otra noticia, llegada esa vez desde España, había sido la culpable de que dilatara la decisión de cerrar su amorío clandestino. La depresión en que amenazó hundirlo la confirmación de que su viejo colega Andreu Nin había desaparecido tras haber sido detenido, acusado de cargos similares a los que se utilizaban en Moscú, le había impedido sobreponerse a la lujuria que lo mantenía atado al sexo voraz de la mujer de Diego Rivera.

La historia de la detención y la desaparición de Nin estaba llena de contradicciones y, como ya era habitual, de chapuceros retos a la credibilidad. Por diversas fuentes el exiliado logró establecer que el 16 de junio la policía había sacado al comunista catalán de Barcelona para llevarlo a Valencia. La última noticia confirmada lo ubicaba, la noche del 22, en una prisión especial de Alcalá de Henares, de donde, según la prensa oficial, había sido rocambolescamente rescatado por un comando alemán, encargado de llevarlo a territorio fascista y, más tarde, de enviarlo a Berlín.

La acusación de que Nin era un espía franquista resultaba burda e insostenible: los hombres de Stalin en España ni siquiera se habían preocupado demasiado por la verosimilitud de sus imputaciones. La desaparición y casi segura muerte de aquel amigo que más de diez años atrás Liev Davídovich había conocido en Moscú y se había sumado a la oposición sin renunciar jamás a sus propios criterios políticos de comunista convencido y anárquico, solo podía deberse a la asombrosa capacidad de Nin para resistir las torturas de la GPU sin firmar las declaraciones que con toda seguridad le pusieron delante. Un luchador como él habría sabido, desde el principio de su calvario, que su destino estaba decretado, pero que de sus labios dependían el prestigio de su partido y la vida de sus compañeros, acusados de promotores de un golpe de Estado. Y vencer a Stalin debió de convertirse en su última obsesión mientras era torturado y se negaba a firmar la condena de la izquierda española y de su propia memoria.

La imagen del joven Tujachevsky, siempre marcial, convertido en plena guerra civil en uno de los puntales del recién creado Ejército Rojo, y la desmañada y pasional de Andreu Nin, deslumbrado con la realidad soviética pero sin dejar de interrogarla, acompañarían a Liev Davídovich en el entierro de su último suspiro juvenil. Aunque después de los primeros choques eróticos Frida había comenzado a enviarle señales que podían leerse como de contención, el hombre, embriagado de sexo, se había negado o había sido incapaz de entenderlas, aun cuando no había dejado de advertir que, tras primeras citas, ella había tratado de esquivarlo (satisfecha tal vez su curiosidad político-sexual, cumplida su posible venganza contra las infidelidades de Rivera), provocando que él la persiguiera incluso con más saña. Cuando al fin se tendían en la intimidad, ella trataba de resolver el trámite con rapidez, mientras él le confesaba una y otra vez cuánto la amaba, la deseaba, la soñaba.

La tensión llegó a levantarse como una nueva barricada dentro de la Casa Azul y fue Natalia Sedova quien, a principios de julio, había prendido fuego a la mecha cuando, sin consultárselo a nadie, se trasladó a un apartamento en el centro de la ciudad, dando a Rivera la excusa de que prefería estar sola mientras se sometía a un tratamiento médico por «problemas femeninos». Ante aquella situación, Frida debió de entender que aquel disparate empezaba a rebasar los límites de lo controlable y esa misma tarde había entrado en la habitación de sus huéspedes y atacado a su amante por el flanco que él menos esperaba: tenían que aclarar las cosas de una vez, y él debía tomar una decisión definitiva: ¿se iba con su mujer o se quedaba con ella? La disyuntiva había removido al hombre, pero él respondió sin pensarlo: aquella opción nunca se había contemplado. Con sus pasos difíciles, Frida se había acercado y acariciado el rostro del amante y, llamándolo Piochitas -el nombre que dan los mexicanos a la barba de perilla-, le dijo que el juego había terminado. Ya no era divertido y podían herir a otras gentes que no lo merecían, y no lo decía por Diego, un cerdo borracho, ni por ella, la cerda sin riendas en que Diego la había convertido, lo decía por Natalia, que era una reina.

En ese instante Liev Davídovich había comprendido que tal vez nunca conseguiría saber a ciencia cierta qué reacción química había combustionado en el interior de Frida para que se lanzara a aquella aventura. Se preguntaría si él no había sido utilizado solo como instrumento de venganza contra Rivera (¿era posible que el pintor no se hubiera dado cuenta de nada?); si su halo histórico habría motivado el deslumbramiento curioso de la joven; incluso, si la compasión por verle sufrir ante el rechazo de su hermana había convencido a Frida, tan liberal, de que remojar las calenturas de un hombre que le doblaba la edad era apenas un acto de divertida misericordia que en nada mellaba su moralidad distendida. Pero cuando el perfume de Frida se diluyó en el aire de la habitación, Liev Davídovich había conseguido sonreír: ¿el juego había terminado? Solo para Frida. A él le tocaba ahora limpiar la suciedad empozada en su espíritu y tratar de salvar, con la menor cantidad de daños posibles, la confianza y el amor de Natalia Sedova. Pero treinta años de compañía le advertían que tendría que lidiar con un animal indomable que entregaba con la misma vehemencia su solidaridad que su odio, su amor que su rechazo. Tengo miedo, había pensado.

Unos días después, observando desde la ventana las montañas áridas de San Miguel, un Liev Davídovich ya decidido a sacrificar su dignidad y a superar sus miedos tomó papel y comenzó la más intensa y extraña correspondencia, de hasta dos cartas por día, donde reconocía la dependencia sentimental y biológica que tenía de su mujer. Al salir de la Casa Azul, Natalia le había dejado una nota capaz de herirle como una daga: ella se había mirado en el espejo, decía, y había visto la muerte de sus encantos a manos de la vejez. No le reprochaba nada, solo se colocaba ella y lo colocaba a él ante un hecho irreversible. Pero Liev Davídovich había entendido el sentido del mensaje: que aquella vejez llegaba al cabo de treinta años de vida común, a lo largo de los cuales Natasha había vivido por él y para él. En ese instante, empezó a escribir unas súplicas, a menudo firmadas como «Tu viejo perro fiel», a manera de toques cada vez más quejumbrosos en las puertas de un corazón al que trataba de reconquistar con recuerdos del ayer y urgencias sentimentales y físicas del presente, expresadas a veces en un lenguaje tan directo que a él mismo le asombraba… Cuando al fin recibió una carta de ella, preocupada por el pesimismo que le impedía a su marido concentrarse en el trabajo, él supo que la batalla estaba ganada y que el vencedor había sido el sentido de la bondad de su querida Natasha: «Tú seguirás llevándome en tus hombros, Nata, como me has llevado a lo largo de tu vida», le escribió y, al día siguiente, con el séquito inevitable, tomó el camino de la capital en busca de la mujer de su vida.

Un suceso ocurrido en París, del que Liova lo había puesto al tanto, atrajo su atención desde que volvieron a la Casa Azul. Ignace Reiss, nombre de guerra de uno de los jefes del servicio secreto soviético en Europa, se había acercado a Liev Sedov para comunicarle su decisión de desertar. El joven, con la cautela previsible, había tenido dos encuentros con el agente, y éste le había contado, entre otros horrores, que Yézhov y varios militares designados por Stalin habían sido quienes, de acuerdo con los alemanes, habían planificado la fabricación de acusaciones falsas para procesar a los jefes del ejército. Según Reiss, la todavía andante purga de militares era no solo una limpieza necesaria para la seguridad política de Stalin, sino también parte de la colaboración que sostenían el estalinismo y el nazismo, bajo la cobertura de sus respectivos odios, y con el objetivo de negociar la alianza con la que llegarían a la guerra. Los servicios secretos desempeñaban, de momento, la parte más activa de aquella cooperación y lo que más horrorizaba a Reiss era la traición que representaba esa componenda para todos los revolucionarios que en el mundo se alistaban en la lucha antifascista junto a la URSS, para los comunistas que, a pesar de lo ocurrido en Moscú, aún los obedecían.