– Pero, caray, Luisito, estás hecho un hombre.
Luis se sorbió los mocos sin soltar a su hermano.
– Y tú estás flaquísimo, tío. Te toco los huesos.
– Es la puta guerra.
– ¿Y ése es tu perro? ¿Cómo se llama?
– EsChurro… No es mío, pero como si lo fuera. Apareció un día… -Luis silbó y el animal vino hasta sus pies-. Aprende rápido, y es más bueno… ¿Quieres llevártelo? -Ramón acarició los cabellos revueltos de su hermano menor y con los pulgares le limpió los ojos.
Luis miró a su madre, indeciso.
– Ahora no podemos tener perros -afirmó ella y fumó con avidez-. A veces no tenemos ni para comer nosotros.
– Churro come cualquier cosa, casi nada -dijo Ramón e instintivamente levantó los hombros para protegerse cuando un cañón retumbó en la distancia-. Con lo que te gastas en tabaco, come una familia.
– Mis cigarrillos no son tu problema… Anda, Luis, vete con el perro, necesito hablar con Ramón -exigió Caridad, y caminó hacia una encina cuyas hojas habían logrado resistir el agresivo invierno en la sierra.
Ya bajo el árbol, Ramón volvió a sonreír al observar el retozo de Luis y el pequeñoChurro.
– ¿Me vas a decir a qué has venido? ¿Quién te ha enviado?
– Kotov. Quiere proponerte algo muy importante -dijo ella y volvió a colocarlo bajo el cristal verde de su mirada.
– ¿Kotov está en Barcelona?
– De momento. Quiere saber si estás dispuesto a trabajar con él.
– ¿En el ejército?
– No, en cosas más importantes.
– ¿Más que la guerra?
– Mucho más. Esta guerra se puede ganar o se puede perder, pero…
– ¡Qué coño dices! No podemos perder, Caridad. Con lo que están enviando los soviéticos y con las gentes de las Brigadas Internacionales, vamos a joder uno por uno a todos esos fachas…
– Eso estaría bien, pero dime… ¿Tú crees que se puede ganar la guerra con los trotskos haciéndoles señas a los fascistas en la trinchera de al lado y con los anarquistas llevando a votación las órdenes de combate?… Kotov quiere que trabajes en cosas importantes de verdad.
– ¿Importantes como qué?
La explosión sacudió la montaña, demasiado cerca de donde estaban los tres. El instinto impulsó a Ramón a proteger a Caridad con su propio cuerpo y rodaron por el suelo congelado.
– Voy a volverme loco. ¿Esos maricones no duermen? -dijo, de rodillas, mientras sacudía una manga del capote de Caridad.
Ella le detuvo la mano y se inclinó a recoger el cigarrillo humeante. Ramón la ayudó a ponerse de pie.
– Kotov piensa que eres un buen comunista y puedes ser útil en la retaguardia.
– Cada vez hay más comunistas en España. Desde que llegaron los soviéticos y las armas, la gente piensa distinto de nosotros.
– No lo creas, Ramón. La gente nos tiene miedo, a muchos no les gustamos. Éste es un país de imbéciles, beatos hipócritas y fascistas de nacimiento.
Ramón observó cómo su madre exhalaba el humo del cigarrillo, casi con furia.
– ¿Y para qué me quiere Kotov?
– Ya te lo he dicho: algo más importante que disparar un fusil en una trinchera llena de agua y de mierda.
– No me imagino qué puede querer de mí… Los fascistas están avanzando, y si toman Madrid… -Ramón negó con la cabeza cuando descubrió una leve presión en el pecho-. coño, Caridad, si no te conociera diría que has hablado con Kotov para que me aleje del frente. Después de lo que le pasó a Pablo…
– Pero me conoces… -lo cortó ella-. Las guerras se ganan de muchas maneras, deberías saberlo… Ramón, quiero estar lejos de aquí antes de que amanezca. Necesito una respuesta.
¿La conocía? Ramón la miró y se preguntó qué había quedado de la mujer refinada y mundana con la que él, sus hermanos y su padre solían caminar las tardes de domingo por la plaza de Cataluña en busca de los restaurantes de moda o de la elegante heladería italiana recién abierta en el paseo de Gracia: de aquella mujer no quedaba nada, pensó. Ahora Caridad era un ser andrógino que hedía a nicotina y sudores enquistados, hablaba como un comisario político y solo pensaba en las misiones del Partido, en la política del Partido, en las luchas del Partido.
Sumido en sus cavilaciones el joven no había percibido que, tras la explosión del obús que los lanzara al suelo, sobre la sierra se había instalado un compacto silencio: como si el mundo, vencido por el agotamiento y el dolor, se hubiera dormido. Ramón, tanto tiempo sumergido en los ruidos de la guerra, parecía haber extraviado la capacidad de escuchar el silencio, y en su mente, ya alterada por la posibilidad de un regreso, en ese momento flotaba el recuerdo de la Barcelona efervescente de la que había salido unos meses antes y la imagen tentadora de la joven que le había dado un sentido profundo a su vida.
– ¿Has visto a África? ¿Sabes si sigue trabajando con los soviéticos? -preguntó, apenado por la persistencia de una debilidad hormonal de la que no había logrado deshacerse.
– ¡Eres pura fachada, Ramón! Saliste blando como tu padre -dijo Caridad, buscando sus partes sensibles. Ramón sintió que podía odiar a su madre, pero tuvo que darle la razón: África era una adicción que lo perseguía.
– Te he preguntado si ella sigue en Barcelona.
– Sí, sí…, anda con los asesores. Hace unos días la vi en La Pedrera.
Ramón observó que los cigarrillos de Caridad eran franceses, muy perfumados, tan distintos de los canutos malolientes que se pasaban sus compañeros de batallón.
– Dame un pitillo.
– Quédatelos… -ella le entregó el paquete-. Ramón, ¿serías capaz de renunciar a esa mujer?
El presentía que una pregunta así podía llegar y sería la más difícil de responder.
– ¿Qué es lo que quiere Kotov? -insistió, evadiendo la respuesta.
– Ya te lo he dicho, que renuncies a todo lo que durante siglos nos dijeron que era importante, solo para esclavizarnos.
A Ramón le pareció estar escuchando a África. Era como si las palabras de Caridad brotaran de la misma torre del Kremlin, de las mismas páginas deEl capital de donde salían las de África. Y en ese instante tuvo noción del silencio que los envolvía desde hacía varios minutos. Caridad era África, África era Caridad, y la renuncia a todo lo que había sido se le exigía ahora como un deber, mientras aquel mutismo doloroso y frágil se posaba sobre su conciencia, cargando el temor de que en el próximo minuto su cuerpo pudiera ser quebrado por el obús, la bala, la granada todavía agazapada pero ya destinada a destrozarle la existencia. Ramón comprendió que temía más al silencio que a los rugidos perversos de la guerra, y deseó estar lejos de aquel lugar. Fue entonces cuando dijo, sin saber que colgaba su vida de aquellas pocas palabras:
– Sí, dile que sí.
Caridad sonrió. Tomó el rostro de su hijo y, con su precisión alevosa, le estampó un beso demorado en la comisura de los labios. Ramón percibió que la saliva de la mujer se filtraba hacia la suya, pero no pudo encontrar ahora el sabor del anís, ni siquiera el de la ginebra que le entregara la última vez que lo había besado: solo recibió el dulzor asqueante del tabaco y la acidez fermentada de una mala digestión.
– En unos días te reclamarán desde Barcelona. Estaremos esperándote. Tu vida va a cambiar, Ramón, mucho -dijo y se sacudió la tierra-. Ahora me voy. Está amaneciendo.
Como si fuera algo casual, Ramón escupió, girando la cabeza, y encendió un cigarrillo. Avanzó tras Caridad hacia el auto, del que Luis bajó conChurro entre sus brazos.
– Suelta el perro y despídete de Ramón.