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Mientras leía los informes sobre Reiss, al exiliado no lo abandonaba el asco que le provocaba comprobar aquellas traiciones a los principios más sagrados. Y, a pesar de las infamias que por su oficio seguramente Reiss había cometido, no podía dejar de sentir admiración por un hombre que, él bien debía de saberlo, había colocado su cabeza bajo el hacha del verdugo. Su mayor temor, sin embargo, era que la ruptura de Reiss había implicado a Liova y a la IV Internacional, y que, cuando la ira de Stalin y sus testaferros se desatase, los trotskistas iban a ser otra vez sus víctimas propiciatorias.

Liev Davídovich no tuvo que esperar mucho para conocer el desenlace de aquella historia que terminaría tocando el centro mismo de su vida: el 6 de septiembre, Liova le dio la noticia de que unos días antes Reiss había sido asesinado en una carretera, cerca de Lausana. La policía sospechaba de un comité para la repatriación de ciudadanos rusos, una de las tapaderas de la NKVD creadas en París. Pero ese mismo día, por un camino paralelo, recibió otra carta, enviada por su colaborador Rudolf KJement, donde éste le comentaba que Reiss le había asegurado que entre los planes de la policía estalinista estaba la eliminación de los trotskistas fuera de la URSS y que Liev Sedov encabezaba la lista. Klement aconsejaba, por tanto, una evacuación del joven, a quien, además, se le veía al borde de una quiebra física y nerviosa debido a las tensiones económicas y políticas en medio de las cuales realizaba su trabajo, a lo que se agregaban las complicaciones familiares acrecentadas desde que su esposa, Jeanne, se declarara partidaria de la facción política de su ex marido, Raymond Molinier. Por ello, después de una conversación con Natalia, en la que barajaron las opciones para el futuro del muchacho, Liev Davídovich escribió a Liova, pidiéndole su opinión respecto a los temores de KJement, antes de proponerle cualquier alternativa para proteger su vida.

Mientras esperaban respuesta de Liova, al fin llegó el ansiado veredicto de la Comisión Dewey. Como había previsto Liev Davídovich, Dewey y los demás miembros del jurado habían llegado a la conclusión de que los procesos de Moscú de agosto de 1936 y enero de 1937 habían sido fraudulentos y, por lo tanto, los declaraban inocentes a su hijo y a él. Entusiasmado, envió un telegrama a Liova, exigiéndole que le diera la mayor difusión a los resultados del contraproceso, que convocara a periodistas y partidarios para iniciar una ofensiva propagandística, mientras él se dedicaría a preparar los artículos que debían acompañar al texto de la sentencia en un número especial del Boletín.

Apenas unos meses después, Liev Davídovich trataría de clarificarse el modo en que la vida y la historia se fueron entrelazando en aquellos momentos hasta conducir a la mayor tragedia. Porque, en medio de la vorágine de optimismo desatada por el veredicto, recibieron la respuesta de Liova a los temores de Klement: el joven consideraba (como su padre) que de momento era insustituible en París, y no podía delegar sus tareas en Klement, encargado de la coordinación de la pospuesta fundación de la IV Internacional, ni en Etienne, su colaborador más responsable. Era verdad, les confesaba, que él tenía problemas de dinero, que vivía en una buhardilla fría, que las relaciones con Jeanne se habían complicado y que lo sucedido en Moscú lo había afectado más de lo que en principio había creído, pues prácticamente todos los hombres entre los cuales había crecido y fueron sus modelos habían ido cayendo, tras admitir traiciones desproporcionadas. Mientras leían la carta, Natalia y Liev Davídovich volvieron a discutir el destino de Liova y en aquel momento les pareció injusto pedirle que acudiera a México, casi seguro sin su esposa, y se confinara como ellos, pues si no se escondía, apenas sustituiría un peligro por otro. Liev Davídovich le dijo entonces a su mujer que confiaba en la capacidad de Liova para cuidarse, y que quizás Stalin pensase que matarlo podía ser una medida un tanto excesiva. Para él nada es excesivo, había comentado Natalia: a pesar de coincidir con su marido, ella hubiera preferido tener al muchacho más cerca de ellos.

Fue por aquellos días cuando se presentó en Coyoacán un tal Josep Nadal. El hombre se decía catalán, militante del POUM y muy cercano amigo de Andreu Nin. En vista de la represión desatada en España contra su partido, Nadal había preferido poner mar y tierra por medio. Como pedía tener una entrevista con el camarada Trotski, Van Heijenoort sostuvo un primer encuentro con él y, al regresar, le confesó a Liev Davídovich que había sentido un escozor en la espalda al conversar con el hombre en un restaurante de la capital. Las muertes de Nin y Reiss, sumados a los temores de Klement, advertían a Liev Davídovich y su círculo más cercano de la nueva ofensiva estalinista fuera de la URSS, y todos sabían que cualquier modesto obrero español, cualquier refugiado alemán, cualquier intelectual francés podía ser el ángel negro enviado por Moscú. Pero, motivado por lo que al parecer conocía el recién llegado sobre la desaparición de Nin, Liev Davídovich decidió verlo, aunque aceptó que Jean van Heijenoort estuviese presente durante la entrevista.

El catalán resultó ser un hombre locuaz y de razonamientos agudos que, a pesar de su desmedida afición a los cigarrillos, cautivó a Liev Davídovich. Según contó, para él no cabía duda: Nin estaba muerto y sus asesinos habían sido dirigidos por los hombres de Moscú que imponían su ley en el bando republicano. Los comentarios escuchados señalaban incluso al asesor soviético llamado Kotov y al comunista francés André Marty, célebre por su brutalidad, como los organizadores del operativo encargado de secuestrar a Nin y de eliminarlo, cuando éste se negó a firmar las confesiones de su colaboración con los franquistas.

Nadal, que por su cercanía con Andreu estaba al tanto de muchos entresijos políticos, confirmaría a Liev Davídovich varias sospechas sobre la estrategia de Moscú respecto a España. Para él estaba claro que Stalin jugaba al dominio y eventual sacrificio de la República con varias cartas, y una de ellas era la financiera. Tras conseguir que Negrín, en sus días de ministro de Hacienda (recompensado ahora con la jefatura del gobierno, Nadal dixit), autorizara la salida del tesoro español hacia territorio soviético, aquella enorme cantidad de dinero parecía haberse evaporado y ahora se le exigía al gobierno republicano nuevos pagos en metálico por la ayuda militar, que comprendía aviones, artillería, municiones y hasta el sostén diario del contingente de asesores enviados al país. Las armas recibidas, le había dicho Nin, eran suficientes para que la República resistiera un tiempo pero insuficientes para hacer frente a los fascistas apoyados por Hitler y Mussolini, y la razón oculta de que no vendiera más material de guerra al gobierno era que a Stalin no le interesaba un ejército republicano lo bastante bien equipado como para aspirar a la victoria pues, llegado ese punto, podría resultar incontrolable… Pero como el yugo financiero no lo garantizaba todo, Stalin había ordenado también el control político de la República.