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Pero Liev Davídovich sabía que Kronstadt iba a quedar siempre como un capítulo negro de la revolución y que él mismo, lleno de vergüenza y dolor, cargaría siempre con esa culpa. También sabía que si en Kronstadt los bolcheviques (y se incluía, y también a Lenin) no hubieran reprimido sin piedad la rebelión, quizás habrían abierto las puertas a la restauración: así de simple, de terrible, de cruel pueden ser la revolución y sus opciones, pensó entonces y pensaría hasta el final, sin que nada lo hiciera cambiar de opinión.

Cuando a finales de noviembre llegó la carta de Liova donde le informaba de la tardía salida del número delBoletín con los resultados de la Comisión Dewey, Liev Davídovich prefirió no responderle. En las últimas cartas cruzadas habían estado al borde de una ruptura: sencillamente, no podía admitir que Liova hubiese necesitado cuatro meses para poner a punto la edición más importante que se hubiera hecho del Boletín. Todas las justificaciones resultaban inadmisibles y llegó a pensar que había habido negligencia y hasta incapacidad por parte de su hijo. En una de aquellas cartas incluso le había comentado si no sería mejor trasladar la publicación a Nueva York y ponerla en manos de otros camaradas. Natalia, que recibía otras misivas del hijo, le había dicho que Liova se sentía ofendido, pues no entendía cómo su padre podía ser tan insensible, conociendo los problemas que lo acosaban. ¡Insensible!, había protestado al oír a su esposa: ¿un hombre con la experiencia de Liova no entiende lo que está en juego? Liova es un excelente soldado y estamos en guerra, había agregado, sin sospechar cuánto lamentaría, muy pronto, sus exabruptos, su falta de sensibilidad.

Fue a principios de año cuando decidieron que el exiliado pasara una temporada lejos de la Casa Azul. Rivera aseguraba haber visto a unos hombres sospechosos merodeando por los alrededores y, para evitar riesgos, optaron por trasladarlo a la casa de Antonio Hidalgo, un buen amigo de los Rivera que vivía en las alturas del bosque de Chapultepec. Liev Davídovich aceptó la idea incluso con satisfacción, pues deseaba aprovechar el aislamiento para avanzar en la biografía de Stalin: necesitaba sacarse aquella bruma oscura de la cabeza. Natalia, mientras tanto, se quedaría en Coyoacán, y acordaron que solo lo visitaría si la estancia se prolongaba. ¿Hasta cuándo viviremos huyendo, escondidos, provocando incluso la paranoia de hombres como Diego Rivera?, pensó mientras se adentraba en el bosque de cipreses.

Los días vividos en la casa de Antonio Hidalgo pronto perderían sus contornos y de aquella estancia solo recordaría hasta el final la tarde del 16 de enero de 1938. Desde la ventana del estudio que le habían asignado, había visto a Rivera atravesar el jardín con el sombrero en la mano. Liev Davídovich escribía en ese instante un artículo en el que utilizaba la polémica sobre Kronstadt para hacer una defensa de la ética del comunista. Cuando Diego llegó al estudio, él advirtió en su cara que algo grave había sucedido y, sin pensar, casi negándose a pensar, le preguntó.

Liova había muerto en París. Cuando Liev Davídovich oyó aquellas palabras, sintió cómo la tierra se abría y él quedaba suspendido en el aire, como una marioneta. Nunca recordaría si agredió físicamente a Diego, pero sí que le gritó embustero, canalla… hasta que se derrumbó en una silla. Cuando comenzó a recuperarse, Rivera le contó que, tras leer la noticia en los periódicos de la tarde, había telegrafiado a París en busca de confirmación. Solo cuando la tuvo se había atrevido a ir a verlo. Hidalgo le propuso entonces que se comunicara con París para informarse mejor, pero él se negó: nada iba a cambiar el destino del hijo muerto y lo único que deseaba en ese instante era estar junto a Natalia.

Antes de ponerse en el camino, le reclamó a Diego toda la información. Lo ocurrido había sido y seguiría siendo confuso: el 8 de febrero, ciertos malestares de Liova habían hecho crisis y los médicos le diagnosticaron una apendicitis y decidieron una operación de urgencia. Para evitar que los asesinos de la GPU pudieran localizarlo, Liova había optado por ingresar en una clínica privada en las afueras de París, regentada por unos emigrados rusos. Su paradero solo lo sabían Jeanne y su colaborador, Etienne, pues para extremar precauciones Liova se había inscrito en la clínica como monsieur Martin. La operación resultó un éxito, pero cuatro días después, aún no se sabía por qué razón, el joven había sufrido una extraña recaída. Según los testigos, deliraba, deambulaba por la clínica y gritaba de dolor. Los médicos habían vuelto a operarlo, pero su organismo, vencido por el agotamiento, no resistió la segunda intervención.

Mientras se dirigían a Coyoacán, Liev Davídovich sentía cómo las sienes le latían y el cuerpo le temblaba. No podía dejar de pensar que su hijo había muerto solo, lejos de su madre, sin haber vuelto a ver a sus hijas, perdidas en la Unión Soviética. Y que Liova apenas tenía treinta y dos años. Al entrar en su habitación vio a Natalia Sedova, sentada en la cama, mirando viejas fotos familiares. Como nunca antes en su vida deseó morir en ese segundo, desaparecer para siempre antes que verse obligado a darle a su mujer la noticia. Ella, al observarlo (nunca lo había visto tan desvalido y envejecido, le diría semanas después), se había levantado, empujada por las dos únicas preguntas que podía hacer: ¿Liova? ¿Seriozha? La mente humana es un gran misterio, pero sin duda es a la vez sabia y sibilina, pues en ese instante el exiliado sintió que hubiera preferido decir Seriozha antes que Liova: la vida de Serguéi, si aún la conservaba, le pertenecía a Stalin; la de Liova le parecía más suya, más real. Era tanto el dolor que le iba a provocar a Natalia que no se atrevió a decir «ha muerto», y balbuceó que el pequeño Liova estaba muy enfermo. Natalia Sedova no necesitó más para saber la verdad.

Ocho días permanecieron encerrados, sin recibir visitas ni condolencias, apenas sin comer, solos Natalia y éclass="underline" ella leía y releía las cartas del hijo muerto y lloraba; él, echado a su lado, lloraba con ella, lamentando la suerte del joven, haciendo cábalas sobre cómo debió haberlo protegido, sobre cómo debió haberlo tratado, culpándose por no haber reconocido cada día su gran trabajo, por no haberlo obligado a salir de Francia. Pero decidió que tampoco quería olvidar el dolor: era el tercer hijo que perdía y no sabía cuándo debería llorar a Seriozha, que quizás ya estuviese muerto, también sacrificado por el odio de un criminal.

Lentamente empezaron a desentrañar la sórdida madeja que había envuelto el final de Liova y comprendieron que había algo oscuro en su muerte, y que esas tinieblas solo podían proceder de un sitio: el

Kremlin. Los médicos de la clínica seguían sin explicarse el motivo de su recaída, pero uno de ellos le había confesado a Jeanne que sospechaba que lo habían envenenado con algún producto para él desconocido. A Jeanne y a Étienne ahora les parecía extraño que Liova hubiera decidido camuflar su origen precisamente en una clínica de rusos, y decían desconocer quién había podido sugerirle ese lugar. Además, no tenían idea de quiénes, además de ellos y Klement, conocían su paradero.

Liev Davídovich estaba convencido de que el remordimiento nunca lo dejaría en paz. La muerte del muchacho, fuese por la causa que fuese, parecía más ligada al destino de su padre que al suyo; era una consecuencia directa de la vida y los actos del progenitor. La ausencia de Liova les había dejado a él y a Natalia una desolación insondable, pues sentían que ninguno de sus hijos les había sido más cercano. «Él era nuestra parte joven. Y no me perdono que no hayamos sido capaces de salvarle», escribió, como homenaje de despedida. «La vieja generación con la que una vez emprendimos el camino de la revolución ha sido barrida del escenario. Lo que las deportaciones y las cárceles zaristas, lo que las privaciones del exilio, la guerra y las enfermedades no hicieron, lo ha logrado Stalin, el peor azote de la revolución…», escribió en las líneas finales del obituario de Liova, convencido de que, tarde o temprano, el mundo tendría la certeza de que Stalin también había matado al niño que en las mañanas frías y pobres de París, camino de la escuela, entregaba en la imprenta los llamados a la paz y a la revolución proletaria por las que vivió y ahora estaba muerto… ¡Que el dolor se convierta en rabia, que me dé fuerzas para continuar!, escribió y volvió a llorar.