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El 8 de enero de 1978 pudo haber sido el día más frío de todo aquel invierno, y achaqué a la temperatura y a la lluvia intermitente que barría el mar y la arena la ausencia del hombre que amaba a los perros. ¿Se habría enfermado, quizás, y por aquella razón fallaba por primera vez a una cita acordada? La tarde siguiente, apenas entregué las pruebas de galera en la imprenta, corrí hacia la cola de la Estrella y volví a la playa. Aunque todavía hacía frío, el cielo se había despejado y el mar mostraba una calma inusual para la temporada. Caminando por la orilla o recostado a alguna casuarina otra vez esperé, otra vez en vano, hasta que cayó la noche. Los diez días siguientes, resistiendo las protestas de Raquelita, atravesando ciudad y media como un condenado, repetí seis veces aquella rutina y regresé a aquel pedazo de playa, y rogué por la aparición del hombre, los perros y la conclusión de aquella historia absorbente.

Mientras hacía juegos con mi mente para propiciar su regreso -tiraba monedas al aire, cerraba los ojos diez minutos, contando los segundos, y cosas así-, manejé todas las posibilidades para justificar la ausencia de López, aunque el sacrificio anunciado deDax y los problemas de salud del hombre me parecieron los más probables. Al sexto o séptimo viaje baldío, empecé a considerar si lo mejor no sería averiguar cómo llegar a López -la pista de los singulares borzois, actores en una película, me resultaba la más factible-, pero unos días después decidí que no tenía derecho a hacerlo y que lo mejor, para mí, era no intentarlo: ya bastante peligroso es jugar con fuego, para además querer meterse dentro de él. Finalmente, a punto de tener una crisis con Raquelita y ya en pleno mes de febrero, comencé a espaciar mis viajes a la playa y, como si me curara de otra adicción, busqué los modos de superar la ansiedad que me había dejado aquel vacío expectante, lleno de interrogaciones.

Muchos años después le confesaría a mi amigo Dany que el día en que fui a devolverle los libros sobre Trotski estuve a punto de vencer mis miedos y contarle la historia de mis encuentros con el hombre que amaba a los perros. El hecho de ser el único depositario de un relato capaz, por sí solo, de demoler los cimientos de tantos sueños me urgía a drenar el horror que me habían inoculado y me producía una especie de vértigo mental, peor que los vértigos que sufría López. Aquel manejo turbio de los ideales, la manipulación y ocultamiento de las verdades, el crimen como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira me provocaban indignación y más y nuevos temores.

Todavía en aquel momento lo que en realidad más me intrigaba era desconocer el destino final de Mercader, de quien apenas sabía -por el artículo doblado dentro de la biografía de Trotski- que había ido a la cárcel en México y que luego lo habían acogido en un Moscú de cierta forma hostil hacia él y sus actos, una ciudad donde, según López, su amigo había muerto, confinado en un anonimato que incluía a su tumba.

Como no podía sacarme de la cabeza al hombre que amaba a los perros, comencé a pensar si no debía hacer algo para averiguar qué podía haber pensado, sentido, creído Ramón Mercader durante aquellos años de castigo y encierro, y más tarde, cuando regresó a un mundo que ya no se parecía -aunque seguía siendo el mismo- al mundo del cual había partido, más de veinte años antes, lleno de fe, convicciones y con una misión de muerte en las manos.

Lo que no se me ocurrió todavía, ni se me ocurriría hasta unos años después, fue la posibilidad de poner en blanco y negro la confesión que me hiciera López y menos aún la de escribir un libro sobre el crimen de Mercader y la historia y los intereses de sus demiurgos. Quizás porque el relato había quedado incompleto y muchos de los detalles de la parte conocida escapaban a mi comprensión y a mi capacidad de relacionarlos y situarlos en un contexto histórico, o quizás porque no sabía si López reaparecería en algún momento y, fuese él quien fuese, yo le había prometido no contar ni escribir su relato. Tal vez no lo pensé porque, en realidad, me había olvidado tanto de que alguna vez había querido ser escritor que ya casi no pensaba como un escritor. Pero el caso es que la idea de la escritura de aquella historia inconclusa no vino a mi mente, y, si lo hizo, fue de manera demasiado tímida -y enseguida verán que no escojo cualquier adjetivo-. Solo varios años más tarde, cuando empecé a exprimirme la memoria para tratar de reproducir los detalles de lo que López me había contado, supe que la verdadera causa de aquella larga posposición, la única y real causa, había sido el miedo. Un miedo más grande que yo mismo.

En los meses que siguieron a la desaparición del hombre que amaba a los perros, por las vías más sinuosas, casi siempre en voz baja, fui persiguiendo los pocos libros existentes en la isla capaces de ayudarme a entender la dramática relación entre Stalin y Trotski y lo que habían representado aquel enfrentamiento enfermizo y el éxito previsible de Stalin y sus métodos para la suerte de la Utopía. Hurgando en la montaña de literatura de aliento estalinista que desde Moscú seguía llegando al país, desempolvando roídos panfletos de los años cincuenta que iban del trotskismo más elemental al anticomunismo de guerra fría, tragando en seco mientras leíaUn día en la vida Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, años atrás publicado en Cuba, fui moldeando un conocimiento fragmentario y difuso que, a pesar de todos los ocultamientos (aún faltaban casi diez años para la glasnost y la primera tanda de revelaciones de algunas interioridades del terror), me trajo aparejada una inevitable sensación de asombro e incredulidad (el asco subiría a la superficie poco después), sobre todo por el burdo manejo de la verdad al que tantos hombres se habían visto sometidos.

Mientras, cada vez que podía, me daba un salto a la playa, convencido de que debía tentar a la suerte; y muchas veces, cuando escuchaba el timbre del teléfono, pensaba si no sería López quien me reclamaba.

Fue un hecho tremendamente doloroso aunque no tan inesperado el que vino a sacarme, abruptamente, del marasmo de acechos, especulaciones y lecturas en que me había abandonado el hombre que amaba a los perros. Mi hermano William había luchado por dos años para que revocasen la decisión de separarlo definitivamente de la carrera de medicina. En aquel combate de cartas, casi siempre sin respuesta, y entrevistas con funcionarios menores, William había tomado un camino peligroso y retador: exigía que se le aceptara en la universidad, y ello, además, sin tener que ocultar su condición de gay irreversible y total. Con temor a lo que pudiera ocurrirle («¿Qué más puede pasarme, Iván?», me preguntó; yo le respondí: «Siempre puede haber más»), traté de convencerlo de que la ancestral homofobia nacional, con todas sus mezquindades sociales, políticas, culturales y religiosas, no estaba preparada para asimilar aquel reto, pero sí para aplastar a quienes lo lanzaran. Tal vez mi hermano y su ex profesor de anatomía, también enrolado en la cruzada, habían confundido no sólo su capacidad para deglutir miradas de desprecio y las más diversas humillaciones, sino, sobre todo, sus posibilidades de éxito. Las vejaciones, marginaciones, ofensas a que se vieron sometidos en los sitios adonde acudieron buscando una justicia en la que ellos creían terminaron por devastarlos y, al cabo de dos años de encarnizado combate, se dieron por vencidos del peor de los modos: tratando de escapar por la tangente que los llevaría a la posible salvación o al seguro despeñadero.