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La desaparición de William cobró toda su dimensión trágica cuando dos agentes de la policía fueron a la casa de Víbora Park e informaron a mis padres que, según las investigaciones realizadas hasta ese momento, habían sido su hijo William Cárdenas Maturell y el ciudadano Felipe Arteaga Martínez, ex profesor de anatomía de la Facultad de Medicina, quienes, de acuerdo con un custodio de la marina del río Almendares, se habían robado un bote de motor con el propósito de viajar a través del Estrecho de la Florida hacia Estados Unidos. El bote, volcado y sin el motor, había sido hallado por unos pescadores dos días antes, a unos cuarenta kilómetros al norte de Matanzas, y, según el servicio de guardacostas estadounidense, ninguna persona con las características de William Cárdenas o Felipe Arteaga había sido rescatada en las últimas noventa y seis horas. ¿Tenían ellos alguna noticia de su hijo? ¿Sabían algo de sus planes?

Mis padres -Sara y Antonio- se aferraron a la esperanza de que William estuviera en un cayo del norte cubano, en una playa perdida de las Bahamas o a bordo de algún barco que, por cualquier razón, no hubiera dado la noticia del rescate. Pero a medida que pasaban los días y las esperanzas comenzaban a naufragar por su propio peso, un sentimiento de culpa por no haber apoyado al hijo y haberle hecho sentir, ellos más que nadie, el peso del rechazo, se fue adueñando de su ánimo hasta lanzarlos a la depresión. Yo, por mi parte, lamentaba no haber sido lo suficientemente solidario con William y haberlo dejado solo en aquel combate desproporcionado en el que mi hermano apenas aspiraba a un reconocimiento de su libertad de elección sexual y su derecho, siendo homosexual, a estudiar la carrera de su vida.

El ambiente hasta entonces tenso de la casa de Víbora Park se tornó fúnebre. En unos pocos meses mis padres se convirtieron en unos ancianos que vivían prácticamente encerrados en su habitación. Mi casa olía a tumba y a culpa, y para escapar de aquella atmósfera me transformé en una especie de fugitivo, que pasaba todas las horas posibles en mi trabajo y al salir me sentaba en la Biblioteca Nacional a leer sobre la vida y la obra de los escritores suicidas (me dio por eso, y aún sigo sin saber de dónde me había brotado aquella necesidad casi necrofilica). La atmósfera enfermiza de la casa y la lejanía física y mental con la que trataba de evadirme hundieron mi relación con Raquelita en un primer período de crisis -parece que tengo magnetismo para las crisis- que tocó fondo cuando decidimos que lo mejor era separarnos por un tiempo. Como nunca en los últimos cinco años, temí que mi soledad, la desesperación, la urgencia por evadirme de la realidad me acercaran a una botella y volviera a caer en el foso de aquella adicción.

Las desgracias se precipitaron un año y pico después de la desaparición de William, a más de dos de mi último encuentro con el hombre que amaba a los perros -siempre recordaba que una frase tan manida como «Lo propio» fue lo último que le había dicho, deseándole unas felices navidades…-, pues en marzo de 1981 murió mi padre y, cuatro meses después, le tocó a la vieja. No llamé a ninguno de los amigos que me quedaban, tampoco a la mayoría de los familiares ni a mis compañeros de trabajo, y por eso a sus velorios asistieron unos pocos vecinos y los parientes que, por alguna vía, supieron de lo ocurrido.

Con aquellas ausencias tuve ante mí las dimensiones reales de mi soledad y una muestra de cómo las decisiones de la Historia pueden meterse por las ventanas de unas vidas y devastarlas desde dentro. La casa familiar de Víbora Park, construida por mi padre cuando yo era un niño y William aún no había nacido, se transformó en una especie de mausoleo por el que vagaban fantasmas y recuerdos, ecos de risas, llantos, saludos, conversaciones que allí se produjeron a lo largo de veinticinco años, cuando éramos una familia, si no feliz al menos normal, un clan que por lógica de la vida podía hasta crecer con la incorporación de Raquelita y la llegada previsible -al principio tan reclamada por mi padre- de unos nietos que rejuvenecieran aquellas paredes levantadas con sus esfuerzos, su amor y sus manos.

Dany fue uno de los amigos que asistió al velorio de mi madre. Raquelita lo había llamado y él vino a hacerme compañía y a disculparse por no haberse enterado, hasta ese mismo momento, de la muerte de mi padre. Recuerdo que por esa época Dany estaba exultante y lejano, pues su primer libro de cuentos acababa de ser publicado luego de recibir un reconocimiento en el mismo concurso en que yo había obtenido una mención… diez años o diez siglos antes. Dos días después del entierro Dany volvió a mi casa, y me pidió disculpas por las deslealtades que, según él, había acumulado conmigo: no haber estado a mi lado cuando la desaparición de William, la muerte de mi padre, mi separación de Raquelita, y, sobre todo, por no haber sido yo el primero en recibir un ejemplar de su libro publicado, pues, según dijo, todo lo que él pudiera hacer y llegar a ser como escritor me lo debía a mí, a mis consejos, a los libros que le había hecho leer.

Mientras hablábamos y bebíamos café, sentados en la terraza que daba al patio de la casa, yo le dije que no había nada que perdonar: la vida es un vértigo y cada cual debe manejar el suyo. Como necesitaba hacerlo con alguien, le confesé que me perseguía un gran sentimiento de culpa y él trató de convencerme de que yo no era responsable de nada de lo ocurrido y me dijo algo que hasta ese momento yo no había pensado.

– Iván, el problema es que te has pasado la vida lanzando las culpas hacia los blancos más fáciles. Y casi siempre te escoges a ti mismo, porque es más sencillo y porque así puedes rebelarte, aunque lo que estás haciendo es autoflagelarte. Saca la cuenta y vas a ver: dejaste de escribir, te volviste alcohólico, te hundiste en esa revista de mierda y ni siquiera intentaste probar en un trabajo que te merezca. Cuando te conocí eras un tipo ambicioso, la gente hablaba de ti como de una promesa, pusieron tus cuentos en todas las antologías de jóvenes escritores que se publicaron…

– Yo era un engaño, Dany: ni era escritor ni prometía nada. Me usaron cuando fui útil porque habían tronado a casi todos los escritores de verdad. Y me dieron un correctivo cuando tuvieron que hacerlo.

– ¡Pero tenías que seguir escribiendo, coño!

– Se me gastaron las ganas, mi hermano.

Estoy seguro de que en aquel instante Dany debía de estar comparándose conmigo. La estrella del pupilo comenzaba a ascender, mientras que la del maestro, tan refulgente en su momento, se había apagado y ya era imposible siquiera señalar el punto del firmamento donde alguna vez pestañeó. Estoy seguro de que sintió compasión por mí. Y no me importó si ése había sido su sentimiento.

Creo que la presencia de Dany me salvó de la depresión y, quizás, de algo peor. Decidido a sacarme de aquel trance, mi amigo me invitó a lecturas de sus cuentos y allí vi a varios de mis antiguos colegas escritores, algunos todavía empeñados en serlo, pero sobre todo descubrí la existencia de una nueva legión de «jóvenes narradores», como entonces los calificaban, que tímidamente empezaban a escribir de un modo diferente, historias diferentes, con menos héroes y más gente jo-dida y triste, como en la vida real; comenzó a prestarme libros nunca publicados en la isla que conseguía con sus amigos que viajaban al extranjero; y, aun cuando sé que a él no le gustaba demasiado, fue varias veces conmigo a jugar a squash a las canchas de la playa, sin imaginarse mis segundas (¿o en realidad primeras?) intenciones de asomarme a la arena con la esperanza de ver a dos galgos rusos seguidos por un hombre con espejuelos de carey y una venda en la mano. Unos meses después me dejé arrastrar incluso a unas fiestas literarias, rociadas con los abundantes alcoholes de la ilusoria bonanza de los años ochenta (como yo no bebía, me apodaron «el Acuático»), reuniones intelectua-loides donde uno sentía que la gente empezaba a soltarse de ciertas amarras de la ortodoxia pero, sobre todo (porque era lo más interesante para mí), donde siempre se podía encontrar a poetisas etéreas, vestidas- con batones de bambula (decían ellas que hindú), negadas a usar ajustadores y en permanente desesperación por olvidarse de lo poético trascendente y recibir lo que entonces llamábamos, lezamianamente, «ofrenda de varón», o simplemente, en buen habanero, «pinga por los cuatro costados».