Yo seguía a Dany por aquellos sitios sin demasiado entusiasmo, pero al mismo tiempo fui sintiendo, por puro contagio más que por un deseo real, un latido cada vez más perceptible, que empezó a despertar al monstruo confinado dentro de mí: los deseos de volver a escribir. Fue entonces cuando, ya convencido de que López nunca regresaría, comencé a escribir, en unos blocs de hojas amarillas que me había llevado de la revista, la historia que me había contado el hombre que amaba a los perros. Lo hacía sin tener la más mínima idea de qué fin le daría a aquellos apuntes de una historia cuyas avenidas eran constantemente bloqueadas por el desconocimiento y la imposibilidad de vencerlo, y, sobre todo, lo hacía perseguido por una sensación creciente de que jugaba con fuego.
Por suerte para mí y para la paz de mi espíritu, la calentura literaria que me estaba provocando la cercanía de Dany me abandonó cuando Raquelita volvió a vivir conmigo, a principios de 1982. Ese mismo año tuvimos a Paolo y en 1983 nació Francesca, y yo me empeñé en recuperar la ilusión de que todavía podía levantar una existencia normal, con una familia y el sonido vivo de las risas y de los llantos sin consecuencias de unos niños.
Aquél fue un paréntesis de sosiego. En el país se vivía cada vez mejor, y pude dedicarme a ver crecer a mis hijos y a forjar en mi mente las ilusiones de un futuro que quizás les sonreiría a ellos. En Moscú, mientras tanto, incluso se empezó a hablar de cambios, de perfeccionamiento, de transparencia, y muchos pensamos que sí, que era posible hacerlo mejor, vivir mejor, pues hasta los chinos, tras haber atravesado una revolución cultural de la que nada o muy poco sabíamos, reconocían que no había que vivir mal para ser socialistas. ¡Quién lo iba a decir!
La primera grieta por la que empezó a hacer agua el barco de mi tranquilidad se abrió cuando Raquelita me pidió el divorcio, en 1988. Aunque ella se había esforzado durante años por preservar un matrimonio que a todas luces no funcionaba, lo que Raquelita llamaba la apatía (de mierda) con que yo lo asumía todo y lo que consideraba mi pérdida de espíritu de lucha por defender lo más elemental de mi vida (también de mierda) terminaron por decepcionarla y vencerla. Desde siempre Raquelita había aspirado a cosas en la vida, a ascensos y recompensas, a autos y comodidades que parecían cada vez más posibles para todos en un socialismo que maduraba y se perfeccionaba. Pero, según ella -y era cierto-, yo apenas me conformaba con acariciar expectativas para el futuro (de los demás) desde un rincón del presente donde me había acurrucado con la única esperanza de que me dejaran vivir en paz.
– Eres un infeliz, un perdedor, un comemierda -me dijo ella (muchas veces) por esos días-. No eres escritor ni eres nada. Me engañaste y ya no resisto más.
Y solía agregar cuando quería rematarme:
– Si tú no quieres vivir tu vida, cuélgate de una mata, porque yo voy a hacer lo posible por vivir la mía y hasta lo imposible porque mis hijos vivan la suya.
Aun teniendo parte de razón (yo era y soy un infeliz: un no feliz), en sus descargas de odio Raquelita sufría una traición de la semántica: más que un perdedor, yo era un derrotado, y entre uno y otro estado había -hay, siempre habrá- un abismo de connotaciones e implicaciones. Y, a pesar de ello, con su huida ella también pagaba el resultado de su mala puntería: yo nunca fui el hombre que ella buscaba, y todavía no entiendo cómo alguien tan perspicaz para el cálculo cometió aquel enorme error de apreciación.
El verdadero golpe fue separarme de mis hijos, y lo sufrí amargamente cuando se convirtieron en una ausencia prolongada. Y esta vez hasta Dany hubiera tenido que admitir lo acertado de mi elección cuando escogí un culpable para lo sucedido, que no podía ser otro que yo mismo, a pesar de que, como siempre, no era el único responsable, como es fácil colegir. Esta nueva caída -¿por cuántas iba ya?, ¿llegaría a doce?- en la soledad y el vacío se completó cuando, sin fuerzas para entablar cualquier lucha, acepté, con la demanda de divorcio, la permuta de la casa de Víbora Park por dos espacios menores: por un lado una casita con jardín y dos dormitorios en el reparto Sevillano, para Raquelita y los niños, y por otro el apartamentico húmedo, interior y ya agrietado de Lawton adonde fui a parar. Reconozco, sin embargo, que sentí cierta liberación cuando me despedí de la casa familiar, llena de recuerdos, y comencé la vida de ermitaño de la que vino a sacarme, dos años después, aquella muchacha con aspecto de pajarito desvalido que, con lágrimas en los ojos, me rogó que salvara a su poodle, afectado por una obstrucción intestinal.
Cuando ya no lo esperaba, tuve un nuevo, alarmante y esclarecedor contacto con el hombre que amaba a los perros. Fue en 1983, unos meses antes del nacimiento de Francesca, y lo puedo precisar porque recuerdo con mucha nitidez cuando Raquelita vino a decirme que alguien me buscaba y puedo verla con aquella panza desparramada, tan distinta a la que había albergado a Paolo. Si unos años antes yo me había torturado preguntándome qué conjunción astral me había llevado hasta López y me había convertido, según él, en excepcional depositario de la historia de su difunto amigo Ramón Mercader, en aquel momento me atormentaría la certeza de que el hombre que amaba a los perros no había llegado a mi vida solo por azar, sino que me había perseguido con toda intención y me seguía persiguiendo incluso después de que, por una lógica elemental, lo creyera muerto y enterrado, incluso después de que, por mi bien y mi desidia, yo me hubiera impuesto y conseguido olvidarme de él y de las reacciones adversas que me provocaba la historia que me había contado: rencor, miedo, curiosidad, asco y los cada vez más adormecidos pero todavía latentes y peligrosos deseos de escribir.
La carta -si es que puede llamársele así a un macuto de más de cincuenta hojas escritas a mano con una caligrafía trabada, casi infantil, pero más que correctamente redactadas- me llegó por manos de una mujer, negrísima y delgada. Según me dijo, ella había sido una de las enfermeras que cuidaron de López cuando se agravó su enfermedad: la mujer, que a duras penas se sentó en la sala de mi casa y no se atrevió siquiera a inventarse un nombre para que yo la llamara, comenzó por exigirme la mayor discreción. Me contó que tenía guardados aquellos papeles desde mediados de 1978, cuando el compañero López, como lo llamaba, se los entregó antes de irse de Cuba. Para esa época el hombre había entrado en un estado de suma gravedad y tuvo que salir para someterse a un tratamiento de choque. La mujer no sabía -según dijo- ni cuál era la enfermedad ni hacia dónde había ido López, y tampoco si todavía vivía o si había muerto, aunque ella estaba segurísima de que debía de haber ocurrido lo último, tan mal estaba. Me explicó que, antes de irse, el enfermo le había pedido, muy discretamente, le hiciera el favor de entregar aquel sobre de Manila a un muchacho con quien había hecho amistad y le dio mi nombre y las señas de donde yo vivía. La enfermera le había prometido cumplir la encomienda, pero se había demorado casi cinco años porque tenía miedo de que pudiera perjudicarla a ella o a mí mismo. Perjudicarme, ¿por qué? ¿López no era un simple republicano español que trabajaba y vivía en Cuba con todas las autorizaciones imaginables? ¿O era que la enfermera había leído aquellos papeles (y descubierto otras verdades)? La mujer, resbalosa y precisa a la vez, solo me respondió la tercera pregunta y agregó una reveladora coletilla: no, no había leído la carta, tampoco le había hablado a nadie de su existencia, y esperaba de mí una discreción similar, sobre todo con respecto a ella y su papel en aquella historia. Y antes de irse me hizo un ruego que sonaba a advertencia: si alguna vez alguien me preguntaba de dónde habían salido esos papeles, ella nunca había visto nada parecido y jamás había estado en la casa del destinatario. Y se esfumó.