Apenas comencé a leer el manuscrito comprendí dos cosas: ante todo, que la extraña enfermera sin duda lo había leído y, como consecuencia de ese acto, le había tomado cinco años decidirse a traérmelo. De todas maneras, cuando terminé su lectura, entendí menos que hubiera vencido sus temores y decidido venir a verme, pero le agradecí que no hubiera destruido la carta, como tal vez yo mismo habría hecho en su situación.
En una nota que introducía el documento, Jaime López se disculpaba conmigo por no haber regresado a la playa, pero primero su ánimo y más tarde su salud se lo habían impedido: el deterioro de la salud deDax y el inevitable sacrificio del animal lo había afectado mucho más de lo que él mismo hubiera esperado, y los vértigos de que sufría se habían hecho tan violentos que prácticamente no podía caminar y hasta le impedían la concentración, por lo que le habían realizado nuevos encefalogramas y cambiado el tratamiento por unas píldoras que lo mantenían en un limbo de modorra casi todo el día. Pero siempre había tenido presente que le debía «al muchacho» aquella parte de la historia y, con disculpas por su letra -yo debía de haber visto la caligrafía redonda y hermosa que antes había tenido, comentaba- y por alguna divagación que seguramente cometería, entraba en el relato de lo que conocía sobre los años finales de su viejo amigo Ramón Mercader, gracias al inesperado encuentro con aquel fantasma del pasado, justo el día en que caía la primera nevada del invierno moscovita de 1968.
Mientras leía, sentí cómo el horror me desbordaba. Según el hombre que amaba a los perros, tras aquel reencuentro casual Ramón le había ido contando los detalles que ya yo conocía de su entrada en el mundo de las tinieblas, su transformación espiritual y hasta física y sus acciones bajo la piel de Jacques Mornard y con el nombre de Frank Jacson. Pero también le había confiado todo lo que, con los años, había logrado saber de sí mismo, y de las maquinaciones y los propósitos más siniestros de los hombres que lo llevaron hasta Coyoacán y le pusieron un piolet en las manos. Si antes yo había pensado que López excedía con frecuencia los límites de la credibilidad, lo que narraba en aquella larga misiva superaba lo concebible, a pesar de todo lo que, desde nuestro último encuentro, yo había podido leer sobre el mundo oscuro pero tan bien cubierto del estalinismo.
Como es fácil colegir, aquella historia (recibida unos años antes de las revelaciones de laglasnost) fue como una explosión de luz capaz de iluminarme no solo sobre el destino tétrico de Mercader, sino sobre el de millones de hombres. Aquélla era la crónica misma del envilecimiento de un sueño y el testimonio de uno de los crímenes más abyectos que se hubieran cometido, porque no solo atañía al destino de Trotski, al fin y al cabo contendiente de aquel juego por el poder y protagonista de varios horrores históricos, sino al de muchos millones de personas arrastradas -sin ellas pedirlo, muchas veces sin que nadie les preguntara jamás sus deseos por la resaca de la historia y por la furia de sus patrones -disfrazados de benefactores, de mesías, de elegidos, de hijos de la necesidad histórica y de la dialéctica insoslayable de la lucha de clases…
Pero cuando leí la carta de Jaime López no podía sospechar que tendrían que pasar otros diez años -casi dieciséis desde mi último encuentro con él- para que yo diera con las claves que al fin me permitieron encajar en su sitio revelador todas las piezas de aquel rompecabezas hecho con fichas de sordidez y toneladas de manipulación y ocultamiento: los componentes que conformaron el tiempo y moldearon la obra de Ramón Mercader. Aquellos diez años resultaron ser, además, los que vieron nacer y morir las esperanzas de laperestroika y les provocó a muchos los asombros que generó el destape de la glasnost soviética, el conocimiento de los verdaderos rostros de personajes como Ceausescu y el cambio de rumbo económico en China, con la consiguiente revelación de los horrores de su genocida Revolución Cultural, realizada en nombre de la pureza marxista. Fueron los años de una ruptura histórica que cambiaría no solo el equilibrio político del mundo, sino hasta los colores de los mapas, las verdades filosóficas y, sobre todo, cambiaría a los hombres. En esos años se atravesó el puente que iba del entusiasmo de lo mejorable a la decepción de comprobar que el gran sueño estaba enfermo de muerte y que en su nombre se habían cometido hasta genocidios como el de la Camboya de Pol Pot. Por eso, al final, lo que parecía indestructible terminó deshecho, y lo que considerábamos increíble o falso resultó ser la punta de un iceberg que ocultaba en las profundidades las más macabras verdades de lo que había ocurrido en el mundo por el que había luchado Ramón Mercader. Aquéllas fueron las revelaciones que nos ayudaron a enfocar los bultos imprecisos que, durante años, apenas habíamos entrevisto en las penumbras y a darles un perfil definitivo, tan espantoso como ya es fácil saber. Aquéllos fueron los tiempos en los que se concretó el gran desencanto.
20
Jacques sintió cómo retrocedía en el tiempo: apenas lo vio, recordó el encuentro con Kotov, dos años antes, en la todavía apacible plaza de Cataluña. Ahora Tom, con el cuello de su cazadora abierto y sosteniendo en una mano el pañuelo estampado con que solía abrigarse el cuello, tomaba el sol raquítico de la mañana de marzo con avidez de oso recién despertado del letargo invernal. Pero en aquellos dos años todo había cambiado para la vida y las esperanzas de Ramón. Aquel encuentro, en un banco de los Jardines de Luxemburgo, era una prueba de muchas transformaciones, que incluían la difuminación del sueño español y los kilos perdidos por el asesor desde la última vez que se vieran.
– ¡Qué bendición!, ¿no? -dijo Tom, sin moverse de su posición.
– Menos mal que tú prefieres los parques y no los cementerios -comentó y se acomodó junto a su jefe. Ante él quedó una amplia vista del estanque, el palacio y los jardines, donde algunas flores amarillas de corazón púrpura, nacidas incluso en los últimos islotes de nieve, pugnaban por anunciar el fin del invierno. Con el regalo del primer sol primaveral, los ancianos y las nodrizas se habían apropiado de los bancos y Tom parecía ufano y feliz.
– Moscú era un témpano de hielo.
– ¿Vienes de allá?
El soviético asintió apenas. Jacques encendió un cigarrillo y esperó. Ya conocía aquellos ritos.
– Quise irme a Madrid con lo que queda de la República pero me ordenaron salir. Bueno, ya no hay mucho que hacer. El final es cuestión de días…Bliat'!
Jacques sintió que la indignación de Ramón otra vez lo asediaba, pero supo contener un arranque de ira que podía resultar inapropiado. Desde hacía varios días vivía arrastrando la rabia que le produjo saber que Gran Bretaña y Francia llegaban al extremo del cinismo con el reconocimiento del caudillo fascista como legítimo gobernante español. Y ahora los franceses, siempre orgullosos de su democracia republicana, no solo internaban a los refugiados en campos de concentración, sino que llegaban al extremo de nombrar a Pétain su embajador ante el gobierno de Franco cuando aún existía la República. Lo que más le dolía, sin embargo, era haber leído en los periódicos parisinos que los soviéticos también se habían desentendido de España cuando vieron llegar el desastre final.