Ramón descubrió en ese tiempo que su relación con Caridad comenzaba a tomar un cariz diferente. El hecho de que ahora fuese él quien estuviera en el centro de una misión cuyas proporciones ella no pudo ni siquiera vislumbrar la madrugada en que se presentó en la Sierra de Guadarrama, lo colocaba a una altura a la que su madre no podía acceder: su tendencia a controlar destinos tuvo que replegarse ante poderes que la desbordaban. Tal vez la influencia de Tom había contribuido a aquel cambio, exigiéndole a la mujer mantenerse en el sitio que ahora ocupaba en una relación triangular que tanto dependía del equilibro de las partes. Ver que Caridad dejaba de ser una presencia opresiva lo alivió y contribuyó a que su forzada inactividad no se complicara con roces innecesarios.
Fiel a su movilidad trepidante, Tom había partido hacia Nueva York y México a principios de abril, poco después de la entrada definitiva de las tropas franquistas en Madrid. Cuando regresó, a finales de julio, el agente traía consigo una mezcla de satisfacción y preocupaciones por el progreso de una operación que todavía se deslizaba a un ritmo cauteloso.
Durante la semana que, por sugerencia de Tom, fueron a pasar en Aix-en-Provence, además de recorrer la ruta de Cézanne y disfrutar de las sutilezas de la comida provenzal, que el asesor adoraba, Ramón y Caridad conocieron los detalles del mecanismo puesto en marcha. Por una vía paralela a la suya, les explicó Tom, el camarada Griguliévich (desde el principio Ramón se preguntaría si aquél no sería el nuevo nombre de George Mink) se había establecido en México y comenzado a trabajar con la tribu local que eventualmente realizaría una acción contra el Pato. Valiéndose de un enviado del Komintern, habían comenzado por recabar el apoyo del Partido, para descubrir (sin demasiada sorpresa) que dos de sus líderes, Hernán Laborde y Valentín Campa, no se atrevían a sumarse a una posible acción, esgrimiendo el pretexto de que consideraban a Trotski un cadáver político y que cualquier acto violento en su contra podría complicar las relaciones del Partido con el presidente Cárdenas. Aquel titubeo de los dirigentes no había impedido establecer otros dos objetivos: la posibilidad de encontrar un grupo de militantes dispuestos a realizar una acción armada contra el renegado, y la preparación de una campaña masiva de rechazo a la presencia de Trotski en México, con la que se buscaba crear un estado de opinión adverso, incluso agresivo, contra el exiliado.
Mientras, en Estados Unidos, los colegas de Tom habían logrado infiltrar a varios jóvenes comunistas entre las filas de los trotskistas con la intención de conseguir que alguno de ellos fuera enviado como guardaespaldas a la madriguera del Pato. Ese hombre, si lograba ser colocado en el interior de la casa del renegado, tendría la misión de informar sobre sus movimientos y, según uno de los planes previstos, facilitar incluso la entrada de un comando o un agente solitario encargado de perpetrar el atentado. Como el propio Tom había podido comprobar, la nueva casa de Trotski era prácticamente inexpugnable: a las características del edificio (altos muros, portones blindados, el río que corría a su lado y hacía casi imposible el acceso por ese flanco) se habían añadido un sistema de vigilancia compuesto por siete hombres armados, a los que se sumaban los policías mexicanos que protegían la residencia, y un mecanismo eléctrico que activaba luces y disparaba alarmas.
– Hasta que tengamos a ese hombre ahí dentro, la cocinera que trabaja en la casa del Pato nos va a mantener informados. Es una agente del Partido.
– ¿Y dónde encaja Jacques en esos planes? -quiso saber Ramón, que no se encontraba en aquel tablero mortal, dibujado en todos sus detalles, y donde la figura del renegado parecía perfectamente rodeada, sin la mínima posibilidad de escape.
– Todos tienen su sitio. Jacques va a seguir avanzando, no te preocupes -dijo el asesor y bebió de su copa de vino.
Tom, Caridad y Ramón ocupaban una de las mesas que los dueños del restaurante, aprovechando la estación veraniega, habían colocado en la acera aneja al paseo principal de la ciudad. Ya habían escogido los platos -Ramón, por pura coincidencia, se había decantado por una receta de pato- y ordenado un vino ligero y fresco que les despertaba el apetito. Su imagen era la de tres apacibles burgueses en plan turístico y las maneras en la mesa de Caridad y Ramón, el sombrero panameño de Tom, los mundanos gustos gastronómicos de cada uno de ellos, los hubiera colocado en la categoría de burgueses ilustrados, conocedores de los placeres de la vida que se compran con dinero.
– Cuando me den la orden, los tres nos vamos a México -dijo Tom y miró a Ramón-. El papel de Jacques Mornard en esta cacería depende de muchas cosas todavía lejanas. Pero sería crucial que Sylvia pudiera introducirlo en la casa. Todavía no sabemos si conseguiremos meterles al espía americano, así que la posibilidad de que Jacques esté cerca podría ser importante. Y si fuera necesario, si todo lo que estamos planeando fallara o no resultara seguro por una u otra razón, entonces Jacques entraría en acción.
– ¿Y por qué no utilizan a la cocinera? -preguntó Caridad-. Lo puede envenenar…
– Ése sería el último recurso. Stalin ha pedido algo que suene, un castigo ejemplar.
– ¿Y no podría hacerlo el americano? -insistió la mujer. Tom la miró y se sirvió más vino.
– En principio, sí. Podría ser un trotskista desencantado que se peleó con su líder… Pero ¿y si falla y lo detienen? ¿Quién garantiza el silencio de ese hombre? -Tom abrió una pausa expectante, para responderse a sí mismo-. Ese es un riesgo que no podemos correr… Nunca, en ningún caso, la Unión Soviética y el camarada Stalin pueden verse involucrados en la acción. ¿Me estás oyendo, Ramón? -la voz del hombre había quebrado su ritmo monótono para tornarse enfática-. Por eso estamos trabajando con el personal mexicano, para que parezca una cosa de política y rencillas locales. Los mexicanos no tendrán información ninguna de la conexión de Griguliévich conmigo y menos de la mía con Moscú. Estamos pensando que algún hombre nuestro, supuesto republicano español que los conoció en la guerra, ayude a Griguliévich y los controle desde dentro. Si ellos hacen bien las cosas, pues felicidades, el trabajo estaría cumplido y nosotros habríamos tenido unas vacaciones en el trópico.
– La Ciudad de México no es muy tropical que digamos -se atrevió a rectificarlo Caridad y Tom rió, ruidosamente.
– Querida, el trópico está en cualquier lugar donde no haya que vivir la mitad del año cagándose de frío y caminando entre la puta nieve.
París parecía a punto de fundirse bajo el sol y el miedo: las temperaturas bélicas, increíblemente altas durante aquel caluroso agosto, habían deshecho al fin las displicencias de los políticos y dado paso a una nerviosa preocupación por la creciente agresividad de los discursos nazis, que ya habían provocado la movilización del ejército y los reservistas. Circulaban noticias alarmantes de grandes concentraciones de tropas en Alemania, y se discutía sobre cuáles podían ser los próximos objetivos de un imperio agresivo que ya se había tragado a Austria y parte de Checoslovaquia y contaba ahora con un aliado agotado pero fiel al sur de los Pirineos. Después de muchas dilaciones y auto-engaños, la inminencia de la guerra se instalaba en el miedo de los parisinos.
Tom había desaparecido de nuevo, sin anunciar cuál era su destino. Ramón, empleando con más frecuencia a Jacques Mornard, merodeó con insistencia el mundo que había compartido con Sylvia, pues encontró en los círculos trotskistas unos niveles de alarma que rozaban la histeria. Desde México, el exiliado se había lanzado a una campaña de advertencia sobre lo inminente de una conflagración militar y en cada ocasión volvía a expresar su temor por la debilidad defensiva soviética a consecuencia de las purgas a que fuera sometido el Ejército Rojo durante los dos años anteriores. Jacques Mornard, siempre ajeno a las pasiones políticas, escuchaba aquellos argumentos y no podía dejar de advertir en ellos una subterránea incitación a los enemigos de la Unión Soviética a aprovechar aquella coyuntura sobre la que tanto insistía el renegado.