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La mañana del 23 de agosto, cuando una Caridad desencajada y nerviosa, como devuelta a los días turbios del pasado, llegó al departamento de Jacques, el joven, que bebía el tazón de café con el cual trataba de despejar los efectos del champán consumido la noche anterior, adivinó la gravedad de unos acontecimientos que de inmediato la mujer le revelaría y terminarían de despertarlo de pura conmoción.

– La Unión Soviética y los nazis han firmado un pacto -susurró Caridad, en español, y aunque el joven no entendió qué significaban aquellas palabras, a qué locura se referían, sintió que era Ramón quien, ya totalmente lúcido, escuchaba a su madre-. Lo están diciendo en todas las emisoras. Los periódicos van a sacar ediciones al mediodía. Lo han firmado Molotov y Ribbentrop. Un pacto de amistad y no agresión. Pero ¿qué coño está pasando?

Ramón trató de procesar la información, pero sentía que algo se le escapaba. ¿El camarada Stalin pactaba con Hitler? ¿Lo que predecía el Pato había ocurrido?

– ¿Qué más dicen, Caridad? ¿Qué más dicen? -gritó, de pie ante la mujer.

– ¡Eso es lo que dicen,collons! ¡Un pacto con los fascistas!

Ramón esperó unos segundos, como si necesitara que la sacudida se diluyera entre las razones que comenzó a perseguir desesperadamente, como aquellos cerdos buscadores de trufas en el Dax de su adolescencia, y se aferró al poste más sólido que tenía a mano:

– Stalin sabe lo que se hace, siempre lo sabe. No te apures, si firmó un acuerdo con Hitler es porque tiene razones para hacerlo. Por algo lo ha hecho…

– En la Concorde y en Rivoli han quemado banderas soviéticas. Mucha gente dice que va a renunciar al Partido, que se siente traicionada… -Caridad hurgó más en la herida.

– Los putos franceses no pueden hablar de traición, ¡cono! Ribbentrop estaba dándose la lengua con ellos aquí en París mientras Franco masacraba a los republicanos.

Caridad se derrumbó en el sofá, sin fuerzas para rebatir o apoyar las palabras de Ramón, quien, a pesar de la convicción que acababa de expresar, no conseguía superar el vértigo que lo dominaba. ¿Dónde coño estaba Tom? ¿Por qué no llegaba con sus argumentos? ¿Cómo podía haberse largado precisamente ahora, cuando él más lo necesitaba?

– ¿Y cuándo cojones llega Tom? -gritó al fin, sin plena conciencia de hasta qué punto dependía de las ideas y palabras de su mentor.

Durante años Ramón recordaría aquel día amargo. Rotos todos los esquemas que apuntalaban sus creencias, se enfrentaba a lo inconcebible, pues se había concretado el acercamiento entre Stalin y Hitler que Trotski había anunciado durante años. Tal como llegaría a saber unos meses después, la desilusión resultó tan dolorosa que varios comunistas españoles, presos en las cárceles franquistas, se suicidaron de vergüenza y desencanto al saber del acuerdo: aquélla era la última derrota que podían resistir sus convicciones.

Al día siguiente, cuando un Ramón lleno de dudas, con la radio puesta y rodeado de periódicos, abrió la puerta seguro de que otra vez encontraría a Caridad, el rostro sonriente con que se topó tuvo el efecto inmediato de devolverle el sosiego extraviado durante un día y medio.

– Una jugada maestra -dijo Tom y palmeó el hombro de Ramón cuando pasó por su lado-. Una jugada increíble…

– ¿Estabas en Moscú? -la ansiedad todavía lo dominaba.

– ¿Preparas un café? -El recién llegado barrió con una mano los periódicos que ocupaban el sofá, sin poner un énfasis especial en su acción: solo limpiaba un sitio donde se había acumulado basura para acomodarse mejor, con un suspiro, como si estuviera muy fatigado-. Llevo dos días casi sin dormir -comentó y Ramón entendió el mandato. Se fue hacia la cocina para preparar el café y desde allí escuchó a Tom-. Dime la verdad, ¿qué pensaste? Va a quedar entre tú y yo.

Ramón notó que, a pesar del calor, las manos se le enfriaban.

– Que Stalin sabe lo que hace.

– ¿De verdad? Pues te felicito, porque nunca el camarada Stalin ha estado más seguro de algo. Incluso está seguro de las dudas de los comunistas europeos.

– Yo soy un comunista español -precisó él y escuchó la carcajada de Tom.

– Sí, claro, y recordarás que hace un año las democracias europeas aceptaron calladitas que Hitler se comiera un pedazo de Checoslovaquia. ¿Y ahora no quieren que Stalin proteja a la Unión Soviética?

Ramón salió con el café, servido en dos grandes tazas, y casi con prisa Tom comenzó a beber de la suya.

– Óyeme bien, muchacho, porque debes entender lo que ha pasado y por qué ha pasado. El camarada Stalin necesita tiempo para rehacer el Ejército Rojo. Entre espías, traidores y renegados, hubo que purgar a treinta y seis mil oficiales del ejército y cuatro mil de la marina. No hubo más remedio que fusilar a trece de los quince comandantes de tropa, sacar a más del sesenta por cierto de los mandos. ¿Y sabes por qué lo hizo? Pues porque Stalin es grande. Aprendió la lección y no podía permitir que nos ocurriera lo mismo que a ustedes en España… Ahora, dime, ¿crees que así se puede pelear contra el ejército alemán?

Ramón probó su café. Una cuña de lógica empezaba a apartar la densidad de las dudas. Tom se inclinó hacia él y continuó.

– Stalin no puede permitir que Alemania invada Polonia y llegue hasta la frontera soviética. Primero estaría el factor moral, eso sería como entregarles una parte de nosotros. Y, luego, el militar: desde Polonia los fascistas estarían a un paso de Kiev, Minsk y Leningrado.

– ¿Y qué garantiza el pacto?

– Para empezar, que Polonia oriental será nuestra. Es la mejor manera de mantenerlos lejos de Kiev y Leningrado. Con los alemanes a esa distancia y con un poco de tiempo para preparar mejor el Ejército Rojo, quizás nunca se decidan a atacar la Unión Soviética. Eso es lo que Stalin busca con este pacto. ¿Empiezas a entender? -Ramón asintió y él, reclinándose, continuó-: Las cuentas están claras. El ejército alemán tiene ochenta divisiones. Les alcanzan para lanzarse sobre Occidente o sobre la Unión Soviética, pero no sobre los dos frentes a la vez. Hitler lo sabe y por eso aceptó firmar. Pero ese papel no significa nada, no quiere decir que renunciemos a nada. Míralo como una solución táctica, porque tiene un único fin: ganar tiempo y espacio.

– Entiendo -dijo Ramón mientras sentía cómo sus tensiones bajaban-. De todas maneras… -comenzó, pero Tom lo interrumpió.

– Me alegra que lo entiendas, porque vas a tener que aceptar muchas cosas que a otros les pueden parecer extrañas. La guerra está al doblar la esquina, y cuando empiece tendremos que tomar decisiones muy graves y caerán acusaciones terribles sobre nosotros. Pero recuerda que la Unión Soviética tiene el derecho y el deber de defenderse, aunque sea a costa de Polonia o de quien sea… Por suerte tenemos al camarada Stalin, y él ve más lejos que todos los políticos burgueses… Tan lejos que dio la orden de que te pongas en marcha.

Ramón sintió una sacudida. El giro imprevisto de la conversación, que de pronto lo incluía a él en una maniobra política gigantesca, borró los últimos vestigios de duda y lo llenó de orgullo.

– ¿Ya ha dado la orden?

– Empezamos a acercarnos… Todo depende de lo que pase en los próximos meses. Si los alemanes barren con Europa, nos ponemos en movimiento. No podemos correr el riesgo de que el Pato siga vivo. Los alemanes pueden usarlo como cabeza de una contrarrevolución. Y él está tan desesperado por tener poder, tan lleno de odio hacia la Unión Soviética, que no dudará un segundo en prestarse a ser el títere de Hitler en una agresión contra nosotros.