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– ¡Mamá me habló de una canción que se cantaba en palacio durante esos días! -exclamó Nyssa recordando la graciosa poesía-: «¿Por qué no venís a la corte? ¿A qué corte: a la corte del rey o a Hampton Court? ¡A la corte del rey! En la corte del rey debería estar su excelencia pero Hampton Court tiene preferencia.»

– El autor de esta rima tuvo que refugiarse en West-minster -intervino el conde de Marwood-. El rey se puso furioso cuando un fraile franciscano visitó el palacio y, admirado por el lujo y el esplendor del que Wolsey se había rodeado, exclamó: «Sólo un hombre tan influyente y poderoso como un rey podría vivir en un palacio así.» Yo mismo le oí pronunciar estas palabras y los que estaban conmigo corrieron a contárselo al rey, quien se sintió herido en lo más profundo de su orgullo. Llamó al cardenal y le preguntó por qué se había construido un palacio tan suntuoso para él solo. El astuto Wolsey se apresuró a contestar: «Para ponerlo a vuestro servicio siempre que gustéis, majestad.»

– ¿Y qué me dices de los tapices? -rió Bliss-. Al cardenal le gustaban tanto que en un año encargó ciento treinta. Cada entarimado, cada mesa y cada ventana del palacio estaban cubiertos por una alfombra o un tapiz. Dicen que una vez llegó un barco de Venecia cargado con sesenta alfombras a nombre del cardenal Wolsey. ¡Era un auténtico sibarita!

– Pero ¿por qué fue acusado de traición y ejecutado?-insistió Nyssa.

– Cuando estés en palacio no debes repetir esto -le advirtió su tía-: Wolsey no cometió traición; simplemente tenía demasiados enemigos en la corte. Cuando cayó en desgracia fue nombrado arzobispo de York y, si se hubiera quedado quieto y calladito allí, habría terminado sus días en paz, pero el viejo Wolsey no era de ésos. Enseguida empezó a rodearse de una corte tan lujosa e influyente como la que había disfrutado en palacio, provocando la ira del rey, quien se había dejado convencer de que el cardenal se había aliado con las naciones enemigas. Enrique Tudor estaba seguro de que había impedido su divorcio con la reina Catalina a propósito y le encerró en el castillo de Cawood. El cardenal murió en la abadía de Leicester cuando iba de camino a Londres.

– El rey es un hombre tan poderoso que a veces me da miedo -murmuró Nyssa.

– Haces bien en temerle -respondió su tío-. Enrique Tudor es fiel y generoso con sus amigos, pero es un enemigo temible. Tu madre sobrevivió en la corte porque actuó como una mujer inteligente y no se dejó tentar por el poder ni se aprovechó de su privilegiada situación. Tenia siempre como modelo.

– Quizá sea mejor que vuelva a casa -gimió la joven, asustada, mientras sus hermanos estallaban en carcajadas.

– ¡Tonterías! -replicó Bliss-. Has sido elegida por el rey para ser dama de honor de la nueva reina. Vivirás en la corte, escogerás a un buen partido entre los muchos pretendientes que se acercarán a ti, te casarás y vivirás feliz el resto de tus días. Para eso has venido a palacio y no quiero ni oír hablar de regresar a casa. ¡Por el amor de Dios, Nyssa! Estás a punto de cumplir diecisiete años. ¿Tengo que recordarte cada cinco minutos que eres demasiado mayor para permanecer soltera por más tiempo? Blaze tiene demasiado trabajo en Rive-redge cuidando de tus hermanos pequeños y encontrando esposas ricas para ellos como para echarte de menos. Giles, Philip y tú estáis aquí para iniciar vuestra vida de adultos, así que ¡basta de tonterías!

Philip y Giles sofocaron sus risas mientras su hermana se ponía colorada como un tomate ante la severa regañina de su tía.

– ¡No soy una cobarde! -protestó la joven-. Lo que ocurre es que tanta novedad me asusta, eso es todo. Recuerda, tía, que la primera vez que pusiste los pies en palacio te acompañaba tu marido. Tú viniste a divertirte y yo estoy aquí para servir a la reina. Nunca he salido de mi casa, no tengo experiencia y temo dejar en mal lugar a mi familia, ¡pero no soy una cobarde!

– Nyssa tiene razón -intercedió su tío-. Recuerdo la primera vez que llegué a palacio. Sólo tenía seis años y había sido escogido como paje del príncipe Enrique, hoy nuestro rey. Yo también estaba muy asustado y me sentía desorientado, por lo que durante los primeros días no hice más que observar con atención y preguntarlo todo. Nunca temas preguntar demasiado, Nyssa -aconsejó a su sobrina-; siempre es mejor pecar de preguntona que cometer un error imperdonable en presencia del rey. Además, la reina Ana todavía tardará unas semanas en llegar, así que tendrás tiempo de sobra para prepararte. Estoy seguro de que la esposa de sir Anthony Browne pondrá todo su empeño en instruir a las damas perfectamente; después de todo, ella es la responsable.

– Gracias por tus palabras, tío Owen -sonrió Nyssa, algo más tranquila-. Tú sí me entiendes -añadió dirigiendo una mirada ceñuda a su tía, quien fingió no verla.

El coche se detuvo a las puertas de palacio y los lacayos se apresuraron a abrirles la portezuela y a ayudar a las damas a descender antes de retirar el vehículo. Mientras Bliss se alisaba las arrugas de la falda se oyó un grito a sus espaldas.

– ¡Bliss! -exclamó una dama gruesa de cabello oscuro y brillantes ojos castaños-. ¿Sois vos? ¡No puedo creerlo!

– ¿Adela? -gritó Bliss volviéndose y abrazándola efusivamente-. ¡Adela Marlowe! ¡Qué alegría!

– Me he puesto gorda como una vaca, ¿verdad? ¡Sin embargo vos estáis tan maravillosa como siempre!

– Sólo una buena amiga sería tan benevolente -rió Bliss devolviéndole el cumplido-. Ya no soy la niña que conocisteis.

– Y ésta es vuestra hija, ¿verdad? -aventuró Adela Marlowe reparando en Nyssa y escrutándola con la mirada. Joven, inocente y rica, se dijo.

– Es mi sobrina -contestó Bliss-. Es la hija de Blaze y ha sido nombrada dama de honor de la reina. Nyssa, te presento a lady Adela Marlowe. Adela, ésta es lady Nyssa Catherine Wyndham y aquéllos son Philip, vizconde de Wyndham, y su hermano Giles. También han sido nombrados pajes -añadió a la vez que los muchachos hacían una reverencia a la dama, que parecía impresionada.

– ¿Estáis prometida, jovencita? -preguntó a Nyssa.

– No, señora.

– ¡Entonces tenéis que conocer a mi Enrique!

– ¡Qué magnífica idea! -exclamó Bliss, entusiasmada.

– Bliss, querida -intervino su marido-, creo que no debemos hacer esperar a lady Browne. Si llegamos tarde haremos quedar mal a Nyssa.

– Owen tiene razón -admitió Bliss de mala gana besando a su amiga en las mejillas-. Nos veremos luego. ¡Tenéis que ponerme al día de todos los cotilleos! ¡Owen, baja de ahí inmediatamente! -gritó cuando vio a su hijo encaramado a una verja-. ¿Dónde está tu primo Edmund? Empiezo a pensar que no ha sido una buena idea traeros con nosotros.

– Te está bien empleado, gatita -dijo su marido sonriendo triunfante-. Tú te ofreciste a hacerte cargo de ellos -añadió antes de darse la vuelta y emprender el camino hacia la entrada de palacio mientras Bliss reunía a su caterva de chiquillos y le seguía.

Lady Margaret era la esposa de sir Anthony Browne, el encargado de los establos y un hombre muy querido por el rey, ya que trabajaba muy duro y siempre tenía los caballos bien cuidados e impecables. Al contrario que otros colaboradores, nunca tomaba parte en las disputas políticas de la corte y sólo vivía para servir al monarca y a su familia. Enrique Tudor le había recompensado por su fidelidad regalándole unas propiedades en Surrey que habían pertenecido a la abadía de Chertsey, al priorato de Merton, a Santa María Overey, en Southwark, y al priorato de Guilford. Su esposa había sido nombrada encargada de escoger a las damas de la nueva reina.