– Sí, majestad -se había apresurado a contestar lady Browne, cuyo humor había mejorado notablemente cuando el monarca le había asegurado que gozaría de total libertad para asignar los puestos de las damas que debían regresar a Alemania. De repente había dejado de importarle que Enrique Tudor la hubiera desautorizado escogiendo él mismo a las seis primeras damas.
Nyssa y las hermanas Basset eran las muchachas de más edad, pero Katherine y Ana eran altivas y demasiado pagadas de sí mismas porque su padre era el gobernador de Calais. Ana, la mayor, había sido objeto de habladurías el verano anterior cuando el rey le había regalado un caballo y una silla de montar. Ambas hermanas se habían criado en la corte y Nyssa encontraba sus aires de superioridad insoportables.
– No les hagas caso – le dijo un día Catherine Ho-ward -. Son unas engreídas.
– Para ti es fácil decirlo – replicó Nyssa -. Tú eres una Howard, pero yo sólo soy una Wyndham y no tengo experiencia en la corte.
– ¡Tonterías! – intervino Elizabeth Fitzgerald -. Yo también he crecido en palacio y te aseguro que tus modales son tan buenos como los de una cortesana, Nyssa.
– Estoy de acuerdo – asintió Katherine Carey -. Nadie diría que es la primera vez que vienes a la corte!
Todas eran jóvenes amables de entre quince y dieciséis años y algunas de ellas eran bellísimas: el abundante cabello rizado de color castaño de Catherine Howard y sus ojos azul turquesa llamaban poderosamente la atención, Katherine Carey era una preciosa rubia de ojos oscuros y Elizabeth Fitzgerald tenía el cabello negro y los ojos azules. Nyssa no tardó en descubrir que también eran alegres y animosas y que tenían a los jóvenes de la corte en pie de guerra. La pobre lady Brow-ne solía tener problemas para mantener el orden y la disciplina.
La princesa Ana llegó a Calais el 1 1 de diciembre, pero no pudo continuar su viaje porque el tiempo se negó a cooperar y las costas francesas y británicas se vieron azotadas por feroces tormentas durante dos semanas. Cada vez era más evidente que la boda iba a tener que aplazarse una vez más, pero ni siquiera el nuevo retraso de la reina interrumpió la frenética actividad de palacio. Los nobles a quienes el rey había llamado a palacio para que presentaran sus respetos a la nueva reina llegaban a Hampton Court en grupos numerosos.
El 26 de diciembre el tiempo mejoró un poco, por lo que*el almirante jefe decidió embarcar a la reina y a su séquito antes de que un nuevo temporal les obligara a permanecer en Calais hasta marzo. Partieron a medianoche y consiguieron atravesar el canal sin ninguna dificultad. A las cinco de la mañana la caravana llegó a Deal y fue recibida por la duquesa de Suffolk, el obispo de Chichester y otras personalidades. La princesa Ana fue conducida al castillo de Dover y aquella misma noche el tiempo volvió a empeorar. La débil lluvia pronto se transformó en una tormenta de nieve acompañada de fuertes vientos del norte.
A pesar del mal tiempo, la princesa Ana insistió en continuar el viaje hasta Londres. El lunes 29 de diciembre llegó a Canterbury, donde la esperaban el arzobispo Cranmer acompañado de trescientos hombres vestidos con trajes de seda de color dorado que se apresuraron a escoltarla hasta el monasterio de San Agustín. El martes 30 la reina viajó de Canterbury a Sitting-bourne y el día siguiente llegó a Rochester, donde el duque de Norfolk la esperaba en Reynham Down con cien hombres a caballo vestidos de verde y dorado que la acompañaron al palacio del obispo, donde permaneció durante dos días.
Era en el palacio del obispo donde lady Browne y unas cincuenta damas, incluidas las seis damas de honor, esperaban a la nueva reina. Cuando lady Browne acudió a presentar sus respetos a la princesa Ana, apenas pudo contener su sorpresa y su consternación. La mujer que contemplaba no se parecía en nada a la hermosa joven que Holbein había pintado y cuyo retrato el rey besaba varias veces al día. Lady Browne hizo una reverencia a la princesa y contuvo la risa cuando recordó una canción que se cantaba en la corte y que había sido compuesta inspirándose en el afecto que el rey mostraba al retrato de la futura reina: «Ahora que he mos visto vuestro retrato, queremos saber si realmente sois tan bella.»
La reina no era la muchacha de rostro dulce y estatura mediana que Holbein había pintado, sino una joven alta y de facciones duras cuya piel mostraba un tono oliváceo en lugar de un blanco sonrosado. En cambio, sus ojos azules eran brillantes y estaban bien alineados; sin duda eran el único rasgo hermoso de aquel rostro. Cuando lady Browne se puso en pie, la princesa esbozó una amplia sonrisa. Era una sonrisa amable y llena de buena voluntad, pero la dama supo que aquella mujer no iba a volver loco de amor a Enrique Tudor.
Margaret Browne había vivido mucho tiempo en la corte y sabía que el rey sentía predilección por las mujeres menudas, delgadas y cariñosas. ¡Aquella valquiria alemana no tenía ninguna posibilidad de conquistar el corazón del monarca! Si por lo menos mostrara buen gusto en el vestir…, se lamentó lady Browne mientras examinaba sus ropas extravagantes y pasadas de moda. Parecía que se había vestido con un par de orejas de elefante y el traje, aparte de ser muy poco favorecedor, la hacía parecer todavía más alta.
– Bienvenida a Inglaterra, señora -consiguió articular finalmente-. Soy lady Margaret Browne, la encargada de escoger a vuestras damas. Seis de ellas me han acompañado hasta aquí y, si dais vuestro permiso, os las presentaré.
El joven barón Von Grafsteen tradujo las palabras de lady Margaret y la reina asintió con tanta fuerza que la darha temió que se le deshiciera el peinado. A una indicación de lady Browne, Philip Wyndham abrió una puerta y las seis muchachas entraron en el salón luciendo sus mejores galas. Cuando vieron a la princesa abrieron ojos como platos y las hermanas Basset emitieron una exclamación de sorpresa.
– ¡Saludad a la reina! -ordenó lady Browne, furiosa-. Cuando diga vuestros nombres en voz alta os adelantaréis y haréis una reverencia a su majestad, ¿entendido?
– Dejad a lady Nyssa la última, señora -pidió Hans-. Mi señora se llevará una gran alegría cuando vea que una de sus damas habla un poco de alemán y quizá le haga algunas preguntas.
– Me parece una buena idea -asintió lady Browne, quien se apresuró a presentar a las damas. Aliviada, comprobó que habían recuperado la compostura a pesar de la impresión que acababan de sufrir. Katherine Carey fue presentada primero por ser sobrina de Enrique Tudor. La siguió Catherine Howard por ser su tío un hombre importante e influyente. A continuación vinieron Elizabeth Fitzgerald y las hermanas Basset.
– Bienvenida a Inglaterra, majestad -dijo Nyssa en alemán cuando le llegó el turno de inclinarse ante la princesa.
Ana de Cleves esbozó una radiante sonrisa y empezó a hablar con tanta rapidez que Nyssa se volvió hacia Hans suplicando un poco de ayuda.
– Nyssa no os entiende, alteza -explicó el muchacho-. Está aprendiendo nuestro idioma porque pensó que os agradaría hablar con alguien que comprendiera vuestra lengua, pero todavía no la domina.
La princesa asintió y se volvió hacia Nyssa.
– Sois muy amable por haber pensado que me sentiría muy sola en la corte -dijo, hablando muy despacio-. ¿Me entendéis ahora?
– Sí, señora -contestó Nyssa.
– ¿Quién es esta joven, Hans? -dijo lady Ana-. ¿Es de buena familia?
– Es la hija del conde de Langford, señora. Su familia no es rica ni poderosa, pero hace mucho tiempo la madre de la muchacha fue amante de vuestro futuro marido. He oído decir que era una dama discreta y respetada y creo que se la conocía como La Amante Callada.
– Entiendo-contestó la reina-. ¿Es posible que sea la hija de mi futuro marido?
– No, señora. Cuando su madre llegó a la corte, lady Nyssa tenía dos años, así que es una heredera legítima.