– Hans, ¿tú no sabrás por qué todos me miran con esa expresión de asombro, verdad? -inquirió la princesa-. Cuando lady Browne me ha visto se ha quedado boquiabierta y mis damas parecen desconcertadas. ¿Es por mi vestido? A mí me parece que hay algo más.
– Majestad, el pintor Holbein… -titubeó Hans-. Bueno… parece que os pintó más delgada y bella de lo que en realidad sois y ahora el rey dice haberse enamorado de ese retrato.
– ¡Vaya por Dios! -se lamentó ella-. Me temo que va a tener que aceptarme tal y como soy. Después de todo, él tampoco es un Apolo -añadió sofocando una risita traviesa-. Ha tenido suerte de encontrar una novia de sangre real que haya aceptado casarse con él; no tiene muy buena reputación como marido. Aún así, me alegro de haber salido de Cleves y espero no regresar jamás: desde la muerte de nuestro padre, mi hermano está insoportable.
Nyssa era toda oídos. Aunque Hans y la princesa hablaban demasiado deprisa, de vez en cuando una palabra entendida a medias daba sentido a toda una frase. La princesa Ana parecía una mujer inteligente e intuitiva y tenía sentido del humor.
– Si queréis, yo os enseñaré a hablar nuestra lengua -se ofreció sin esperar a ser preguntada.
– ¡Excelente! -exclamó lady Ana, complacida-. Hans, di a lady Browne que las damas de honor que ha escogido son de mi agrado, especialmente lady Nyssa.
El muchacho tradujo las palabras de la futura reina y estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas al ver la expresión de alivio de lady Margaret.
– Di a su alteza, que me alegro de que mi elección la haya complacido y que me parece una dama muy amable -dijo lady Browne. Amable, pero no lo suficientemente bonita como para agradar al rey, añadió para sus adentros. Se preguntaba cuál sería la reacción de Enrique Tudor al verla. Haciendo una última reverencia a la princesa, se apresuró a retirarse acompañada de las jóvenes damas, quienes la siguieron como los polluelos a la gallina. •
– ¡Es horrible! -exclamó Ana Basset cuando estuvieron solas en la habitación asignada a las damas-. ¡Es la mujer más fea y peor vestida que he visto en mi vida!
– En cuanto el rey la vea, la enviará de vuelta a Cleves -asintió su hermana sin abandonar su tono de superioridad-. ¡No se parece en nada a la difunta reina Jane!
– La reina Jane sería muy bonita y graciosa pero está muerta y enterrada desde hace dos años -intervino Catherine Howard-. Es cierto que dio al rey su único heredero, el príncipe Eduardo, pero todas sabemos que no habría tardado en cansarse de ella. Además, mi tío dice que sus parientes son insoportables. El rey necesita una nueva esposa que le dé más hijos -concluyó en tono práctico.
– Estoy de acuerdo -dijo Katherine-. Sin embargo, pienso que la princesa Ana no agradará al rey. ¡La pobre ha hecho un viaje tan largo para nada!
– Tampoco el rey es joven y atractivo -opinó Eli-zabeth Fitzgerald-. Es cierto que lady Ana no es una mujer hermosa, pero ¿os habéis fijado en sus ojos? Yo diría que es una dama amable y bondadosa.
– Va a necesitar más que unos ojos amables y bondadosos para conquistar al rey Enrique -intervino lady Browne-. ¿Qué decís vos, lady Ñyssa? Estuvisteis hablando con ella. ¿Qué os dijo?
– Yo sólo le di la bienvenida a Inglaterra y ella me dio las gracias -contestó Nyssa-. También me ofrecí a enseñarle inglés. Está deseosa por aprender la lengua y las costumbres de nuestro país, ¿sabéis? A mí me gusta y espero que también le guste al rey.
Poco tiempo después supieron que Enrique Tudor, incapaz de esperar por más tiempo la llegada de su adorada novia a Hampton Court, había tomado un caballo y había acudido a su encuentro para «alimentar el amor que sentía por la que iba a ser su esposa», como había dicho a su primer ministro, Cromwell. Vestido con un abrigo verde, ocultando su rostro bajo un sombrero y trayendo en la mano una docena de pieles de marta con las que pensaba obsequiar a lady Ana irrumpió en la sala de audiencias del palacio del obispo. La reina emitió un grito de terror al ver a aquel hombre de elevada estatura envuelto en pieles y la emprendió a golpes con él. El rey apartó a «aquella loca» de un empujón y la miró ceñudo.
Hans von Grafsteen le hizo una reverencia y se apresuró a disculparse en nombre de su señora.
– Su alteza no sabe quién sois. Dejadme que se lo explique.
– ¡Date prisa, muchacho! -se impacientó Enrique Tudor-. Llevo meses esperando la llegada de esta dama y estoy impaciente por empezar a cortejarla -añadió acercándose para mirarla de cerca.
– No, os asustéis, alteza -dijo Hans a su señora-. Este caballero es el rey, que ha venido a daros la bienvenida personalmente.
– ¿Estás seguro de que este oso sin modales es el rey? -se sorprendió la princesa soltando el almohadón con el que había atizado en la cabeza a Enrique Tudor-. Gott im Himmel!-exclamó-. ¿Dónde me he metido, Hans?
– Está esperando que le saludéis, señora.
– Si no hay más remedio… -suspiró lady Ana, resignada, disponiéndose a hacer una reverencia al rey.
¡Parece tan dócil y bondadosa!, se dijo Enrique Tudor recuperando su buen humor. La pobrecilla está asustada y a pesar de ello no ha dejado a un lado sus buenos modales. Qué modestia, qué delicadeza en sus movimientos… ¡qué mujer tan enorme! ¿Dónde está la dama del retrato?, se preguntó alarmado cuando lady Ana se puso en pie y le miró directamente a los ojos.
– Bienvenida a Inglaterra, señora -consiguió articular.
Hans von Grafsteen se apresuró a traducir las palabras del rey.
– Dale las gracias -respondió la princesa. Horrorizada, comprobó que, a pesar de las elegantes ropas que vestía, su futuro marido estaba gordo como un tonel. No iba a tener más remedio que renovar su guardarropa pasado de moda si no quería avergonzar al monarca. Sería un gasto enorme pero afortunadamente todo era poco para la reina de Inglaterra.
– Hans, pregunta a la princesa si ha tenido un buen viaje -pidió Enrique Tudor al joven intérprete cuando se hubo recuperado de la sorpresa.
– Di a su majestad que me impresionó el recibimiento que sus hombres me dispensaron en Calais -contestó ella-. Su pueblo me ha recibido con tanto cariño que me siento emocionada y agradecida. -No le gusto, se dijo sin dejar de sonreír. Tengo que ganarme su simpatía o acabaré decapitada. Podría conquistarle pero ¿ es eso lo que quiero?, se preguntó.
– Me alegra que hayáis decidido continuar vuestro viaje a pesar de las inclemencias del tiempo -añadió Enrique Tudor. No me extraña que se arriesgara a que dar atrapada en mitad de una tormenta de nieve, reflexionó. No podía esperar para casarse con un hombre como yo. ¡Ese maldito Cromwell me ha engañado como a un chino! Él escogió a esta mujer por mí y pagará por ello. ¡Y si existe la forma de escapar de este matrimonio, juro por Dios que la encontraré! No pienso unirme a esta dama. No puedo culpar al pobre Hol-beín; después de todo, es un artista y mira con el corazón, no con los ojos.
– Pregunta a su majestad si desea sentarse pero no le digas que he advertido que le duele la pierna -dijo lady Ana interrumpiendo los pensamientos del rey-. A algunos hombres de cierta edad no les gusta que una mujer les recuerde que se hacen viejos. Dile que me gustaría beber una copa de vino con él y brindar por nuestro futuro matrimonio. Fuera hace mucho frío, ha cabalgado bajo la lluvia durante muchas horas y, como puedes ver, acaba de sufrir una gran decepción.
– Debéis ser valiente y paciente con él, señora. Majestad, la princesa desea saber si os gustaría beber una copa de vino -añadió Hans volviéndose hacia el rey-. Teme que pilléis un resfriado tras la larga cabalgada bajo la lluvia. Como veis, le preocupa vuestra salud.
– Ya lo veo -repuso Enrique antes de quedarse pensativo durante unos segundos-. De acuerdo -dijo finalmente-. Una copa de vino me hará bien. Da las gracias a la princesa -pidió. ¡Por lo menos la dama tenía buen corazón!